Escena XII
Dormitorio del CONDE. Es de noche. Una lamparilla de aceite, puesta en una rinconera, alumbra la estancia; la luz es chiquita, tímida, llorona, un punto de claridad que vagamente dibuja y pinta de tristeza los muebles viejos, las luengas y lúgubres cortinas del lecho y del balcón.
Profundo silencio, que permite oír el mugido lejano del mar como los fabordones de un órgano. El viento, a ratos, gime, rascándose en los ángulos robustos de la casa.
EL CONDE, solo. Después de un sueño breve y profundo, se viste precipitadamente, y se sienta en el borde de la cama.
EL CONDE.— Bien despierto estoy, no puedo dudarlo… En vela, paréceme que duermo; dormido, veo y toco la realidad. ¿Qué es esto? Tan cierto como esa es luz, yo vi a Rafael entrar en el comedor, acercarse a la pequeña y… La primera vez no hizo más que mirarme… movimiento, ninguno: no tenía brazos. La segunda vez, Rafael tenía brazo derecho y mano… nada más que un brazo y una mano. No sé qué arma era la que llevaba. Sólo sé que así, así… de un golpe, mató a Dolly. La pobre niña no dijo ¡ay! Murió calladita y risueña… como un ángel, cumpliendo la ley del destino, que ordena que las hijas paguen las culpas de las madres… (Tratando de despejarse, da algunos pasos.) Sueño ha sido; mas no debemos despreciar los sueños como obra caprichosa de los sentidos, ni creer que éstos, al dormirnos, se sueltan, se embriagan, se dan a la imitación burlesca y desenfrenada de los actos normales dictados por el juicio… No, no son los sueños un Carnaval en nuestro cerebro. Es que… bien claro lo veo ahora… es que el mundo espiritual, invisible, que en derredor nuestro vive y se extiende, posee la razón y la verdad, y por medio de imágenes, por medio de proyecciones de lo de allá sobre lo de acá, nos enseña, nos advierte lo que debemos hacer… (Se pasea vacilante, sin guardar la línea recta en sus idas y venidas.) ¡Cómo suena esta noche la mar! ¡Y yo, durmiendo, creía que ese bum-bum eran mis ronquidos! ¡Y es el mar el que ronca! (Detiénese a escuchar.) ¡Qué silencio en la casa! Todos duermen: las niñas también, ignorantes de que urge expulsar a la intrusa. Ley de justicia es. No he inventado yo el honor, no he inventado la verdad. De Dios viene todo eso; de Dios viene también la muerte, fácil solución de los conflictos graves. Tiene razón Laín: el que usurpa, debe morir, debe ser separado… Rafael y yo separamos, apartamos lo que por fraude se ha introducido en el santuario de nuestra familia. (Coge maquinalmente su palo, por costumbre de andar con él.) Esto es más claro que la luz. Siempre lo has dicho, Albrit; siempre lo has dicho. La causa de que las sociedades estén tan podridas, la causa de que todo se desmorone es la bastardía infame… el injerto de la mentira en la verdad, de la villanía en la nobleza… Tú lo has dicho, Albrit; tú debes sostenerlo. Albrit… (Sale de su cuarto cautelosamente, y tentando las paredes avanza por un largo pasillo. La claridad de la luna le permite llegar sin tropiezos insuperables hasta una puerta, por cuyos resquicios se filtra la luz. Es el cuarto donde duermen NELL y DOLLY. Aproxímase, procurando evitar todo ruido, y aplica el oído a la cerradura.) No duermen… Parece que rezan. Oigo confusas sus dos voces, que no son más que una. (Con súbita emoción afectiva.) ¡Oh, Dios! ¡Si me parece que las amo a las dos; que no puedo separarlas en mi amor; que la falsa se agarra a la verdadera y se hace con ella una sola persona…! Esto no puede ser; esto es una cobardía… Albrit, mira quién eres: la justicia, la verdad están en tu mano… ¡Oh!, ahora distingo mejor las voces… (Poniendo toda su alma en el oído.) No, no hay cántico de ángeles que iguale a sus vocecitas… No rezan; ahora hablan. Nell parece que quiere consolar a Dolly… Oigo mi nombre… «el abuelo…». Dolly solloza… Sin duda se aflige porque la reñí, porque le manifesté despego, diciéndole que no viniera conmigo, como de costumbre. (Con desesperación muda.) ¡Señor, Señor, haz quelas dos sean legítimas!… Pero ni Dios, con todo su poder, puede impedir que Dolly sea falsa… La denuncia su carácter villano… es el contrabando infame introducido en mi casa por esa ladrona de mi honor… (Asaltado de una idea terrible, se clava en el cráneo las uñas de la mano derecha.) ¡Y si las dos son falsas, si las dos son…! (Pone la mano en la puerta, con intención de abrirla suavemente. Espantado de sí mismo, se aleja.) No, no, Albrit; tú no puedes, no sabes… no sirves para la ejecución de estas obras crueles, por más que sean justas… (Volviendo a la puerta.) ¿Y de qué modo se amputa y arroja la maleza, si una ley torpe, inicua, ampara el fraude? (Nueva indecisión. Su voluntad, turbada, gira rápidamente a impulsos de un huracán.) ¡Pobrecitas, se asustarán si entro tan a deshora!… Y Nell me dirá… de seguro me lo dirá… «Abuelo, no mates a Dolly». Tú lo has dicho también, Albrit; tú lo has dicho: «Todo ser humano que tiene vida debe vivir». Dios se la dio… nosotros no debemos quitársela… (Se aleja pausadamente.) Hasta podría ser… sí… podría suceder que la espúrea, que es Dolly, fuera buena… buena y espúrea, ¡qué sarcasmo!… ¡Así anda el mundo, así anda la justicia!… Pero de eso no tenemos culpa los pobres mortales: es el de arriba quien tiene la culpa, el que permite la rareza extravagante de que salga buena la falsa… (Avanza. En mitad del pasillo es sorprendido por VENANCIO.)