Escena XII
EL CONDE, EL CURA; EL MÉDICO, joven, pequeñito, de conjunto simpático y mirar inteligente. Viene de levita y sombrero de copa, el cual revela en su forma de ser prenda de respeto, usada tan sólo de año en año, en ocasiones muy solemnes.
EL CURA.— ¡Oh, mediquillo, ven!… (Presentándole.) Salvador Angulo, nuestro médico titular.
EL CONDE.— (Estrechándole la mano.) Muy señor mío.
EL MÉDICO.— Vengo a ofrecer mis respetos al Señor de Jerusa y de Polan…
EL CONDE.— (Recordando.) Angulo, Angulo… espérese usted…
EL CURA.— Es hijo de Bonifacio Angulo, aquél que llamaban aquí por mal nombre Cachorro, guarda de los montes de Laín.
EL CONDE.— ¡Oh, sí!… Cachorro, hombre sencillo y un tanto rudo… servidor fiel… Le recuerdo perfectamente. (Le da otra vez la mano, que EL MÉDICO le besa.)
EL CURA.— Y no habrá olvidado el Sr. D. Rodrigo que a este chico le costeó la carrera en Valladolid.
EL MÉDICO.— Por lo cual, debo al señor Conde lo poco que soy y lo poco que valgo.
EL CONDE.— De eso no me acordaba… mi palabra que no me acordaba.
EL CURA.— Pues ha de saber usted… no es porque esté delante… que este chico es una notabilidad… pero una notabilidad, en la ciencia médica.
EL MÉDICO.— Por Dios, D. Carmelo.
EL CONDE.— (Muy cariñoso.) Bien, hijo mío; dame un abrazo. (Le abraza.) Me permitirás que te tutee. No puedo corregir este hábito de familiaridad desde que entro en Jerusa. (EL MÉDICO asiente con mudas demostraciones de respeto.)
EL CURA.— Y ya, ya sé por qué vienes tan pitre, cañamoncito de Jerusa.
EL MÉDICO.— Me han nombrado de la comisión que ha de recibir a la señora Condesa de Laín… Dispénseme, señor Conde, si después de saludarle con el debido respeto, me retiro…
EL CURA.— Hijo, no hay prisa todavía.
EL CONDE.— Sí, sí: ve, anda.
EL CURA.— Oye, Salvador, en cuanto se acabe la función, una vez que el pueblo desfogue su entusiasmo con un poco de pólvora y cuatro berridos, y suene en los aires la última simpleza del discurso que ha de pronunciar D. José Monedero, te vienes corriendito a casa, y tendrás el honor de comer con el señor Conde y conmigo.
EL MÉDICO.— Bien, bien. ¡Qué honra tan grande!
EL CONDE.— (Con alegría.) ¡Qué feliz coyuntura para consultarle con toda calma!
EL MÉDICO.— ¿Un padecimiento?
EL CONDE.— No es eso. Tú conoces a mis nietecitas; las habrás asistido en alguna dolencia.
EL MÉDICO.— Nell y Dolly disfrutan de una salud enteramente campesina y plebeya. Las he visitado para indisposiciones sin importancia.
EL CONDE.— Pero que a ti, como perspicaz observador, te habrán bastado para conocer sus temperamentos, qué afecciones prevalecen en cada una, qué predisposiciones patológicas se marcan en una y otra naturaleza… porque de seguro habrá diferencia grande en la complexión, en la constitución anatómica y fisiológica de las dos chiquillas. No sé si me explico.
EL MÉDICO.— Perfectamente. Pero hasta hoy no he tenido ocasión de determinar entre una y otra notorias diferencias.
EL CURA.— En fin, ya tendrán ustedes ocasión de hablar largo y tendido. (Suena un cohete.)
EL CONDE.— (Estremeciéndose.) Ya está aquí.
EL MÉDICO.— (Con mucha prisa.) Ya llega…
EL CONDE.— Anda, hijo, anda.
EL MÉDICO.— Con su permiso… No necesito decirle… Humildísimo, incondicional servidor… (Suenan más cohetes.)
EL CONDE.— (Al CURA.) ¿Y tú, no vas, Carmelo?
EL CURA.— Indefectiblemente tengo que asomar las narices por allí. No diga la Condesa que soy descortés…
EL CONDE.— No eche de menos la población figura tan culminante en esta clase de ceremonias.
EL CURA.— Sí, sí… Me voy. Cuidado, señor Conde. A la una y media en punto.
EL CONDE.— No faltaré. De las pocas cosas que me quedan, una es el respeto, la religión de la puntualidad. (Óyese música lejana.)
EL MÉDICO.— Hasta luego.
EL CONDE.— Divertirse… (Vanse EL CURA y EL MÉDICO.)
EL CONDE.— (Solo, meditabundo.) ¿Me ayudarán éstos en mis investigaciones?… ¿Se penetrarán del espíritu de rectitud, del sentimiento de justicia con que procedo?… (Con desaliento.) Lo dudo… Viven en ambiente formado por las conveniencias, el egoísmo y la hipocresía, y cuando se les habla de la suprema ley del honor, ponen cara de asombro estúpido, como si oyeran referir cuentos de brujas. Si no me auxilian, trabajaré yo solo. El viejo Albrit se basta y se sobra. (Suenan más cerca la música y el rumor popular.) ¡Ah! Ya llega, ya entra en Jerusa Lucrecia Richmond… ¡Ya estás aquí, bestia engalanada, estatua viva, deshonesta! ¡Cuánto deseaba yo esta ocasión!… ¡Tú y yo solos, frente a frente! (Se asoma a una ventana.) No sé quién es peor: si tú que paseas impune por el mundo tu desvergüenza, o un pueblo servil y degradado que te festeja y te adula. (Óyense campanas.) Repican por ti… y luego tocarán a la oración. (Furioso, gritando en la ventana, hacia afuera.) ¡Pueblo imbécil, esa que a ti llega es un monstruo de liviandad, una infame falsaria! No la vitorees, no la agasajes. Apedréala, escúpela.
FIN DE LA JORNADA PRIMERA