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El Abuelo: Escena XI

El Abuelo
Escena XI
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table of contents
  1. Portada
  2. Información
  3. Prólogo
  4. Dramatis Personæ
  5. Jornada I
    1. Escena I
    2. Escena II
    3. Escena III
    4. Escena IV
    5. Escena V
    6. Escena VI
    7. Escena VII
    8. Escena VIII
    9. Escena IX
    10. Escena X
    11. Escena XI
    12. Escena XII
  6. Jornada II
    1. Escena I
    2. Escena II
    3. Escena III
    4. Escena IV
    5. Escena V
    6. Escena VI
  7. Jornada III
    1. Escena I
    2. Escena II
    3. Escena III
    4. Escena IV
    5. Escena V
    6. Escena VI
    7. Escena VII
    8. Escena VIII
    9. Escena IX
    10. Escena X
    11. Escena XI
    12. Escena XII
    13. Escena XIII
  8. Jornada IV
    1. Escena I
    2. Escena II
    3. Escena III
    4. Escena IV
    5. Escena V
    6. Escena VI
    7. Escena VII
    8. Escena VIII
    9. Escena IX
    10. Escena X
    11. Escena XI
    12. Escena XII
    13. Escena XIII
    14. Escena XIV
    15. Escena XV
  9. Jornada V
    1. Escena I
    2. Escena II
    3. Escena III
    4. Escena IV
    5. Escena V
    6. Escena VI
    7. Escena VII
    8. Escena VIII
    9. Escena IX
    10. Escena X
    11. Escena XI
    12. Escena XII
    13. Escena XIII
    14. Escena XIV
    15. Escena XV
    16. Escena XVI
    17. Escena XVII
  10. Autor
  11. Otros textos
  12. CoverPage

Escena XI

Meseta árida, en la cual no crecen más que cardos y aliagas. A trechos, rocas de singulares formas que parecen cuerpos a medio salir del suelo arenoso. Termina la planicie por el Norte bruscamente, como si la tajaran de un golpe con arma formidable. Allí está el filo del cantil, colosal muralla que del mar se eleva, en algunos sitios con declive de peñas escalonadas, en otros con una verticalidad espantable, terrorífica. La altura varía, por la desigualdad de la rasante en la meseta; pero en ninguna parte deja de ser tal, que difícilmente la soporta sin vértigo la mirada. Sube de lo profundo el murmullo hondo y persistente de la mar, dando testarazos en la base del cantil. Anochece. El cielo es tempestuoso.

EL CONDE.— (Solo, andando lenta y descompasadamente, fatigado ya de la carrera que emprendió en su fuga de Zaratán.) Ya me lo decía el corazón… Carmelo, el Mediquillo, y ese Alcalde que envenena a media Humanidad con sus fideos falsíficados, han vendido sus conciencias a la infame. ¡Hechuras mías habían de ser! Yo les favorecí, ellos me crucifican, me escarnecen, quieren enjaularme. ¡Dios mío, las veces que le he matado el hambre a ese Pepillo Monedero, cuando venían inviernos crudos y no podía trajinar con sus caballerías!… Con el vino que me ha robado, cuando me traía las tercerolas de Villarán, se podría emborrachar Carmelo, cuyo vientre es una bodega… Al padre de ese mediquejo le libré de presidio, cuando las talas de Laín. Era un hombre que siempre que Rafael o yo pasábamos por su lado, se ponía de rodillas, y teníamos que darle de palos para que se levantara… Y ahora ¡ay!… ¡Generación ingrata, generación descreída y que nada respetas, generación parricida, pues devoras el pasado, y menosprecias las grandezas que fueron! El honor, la pureza de los nombres, ¿qué son para estos menguados, que se pasan la vida hociqueando en el suelo, para recoger el pedazo de pan que la suerte les arroja? Son de vista baja, y no ven el cielo, ni el sol que nos alumbra… Y ahora, recobrada mi libertad, voy detrás de mi idea, como los Reyes Magos tras de la estrella que les guió al pesebre, en que acababa de nacer la verdad. (Detiénese, un tanto sobrecogido del espantoso estruendo de la mar en aquel sitio. Retumba el suelo. Las olas, en pleamar, penetran en tortuosas cavernas, y se revuelven con furia en las profundidades tenebrosas.) ¡Cómo brama! Mal vino trae esta noche el agua… Y allá, el reventar de la ola suena como cañonazos… Desde este borde distingo el tremendo salivazo de espuma cuando lo escupe para arriba… ¡Hermoso, sublime! (Continúa andando, no sin dificultad, porque va de cara al viento, que sopla del Oeste en rachas violentísimas.) Vaya con el aire… hay que ponerle la proa sin miramientos, y cortarlo con la cabeza, después de bien asegurado el sombrero. De nada me sirve el palo… ¡Qué soledad! O yo no veo absolutamente nada, o no pasa alma viviente por estos sitios… ¿Quién demonios, quién que no sea el estrafalario Albrit, este loco enjaulable, se ha de arriesgar por el horrible páramo en noche tempestuosa? (El viento le hace girar sobre sí mismo; tiene que acudir con ambas manos al sombrero; el palo se le cae.) Hola, hola, ¿esas tenemos, señor vientecito? Pues ahora nos veremos las caras. Primero se cansará usted que yo. Recojo mi palo, y adelante. Potestad me llamo: no hay quien me rinda. (Es ya noche cerrada, noche lúgubre, de cielo revuelto, invadido de negras nubes veloces, que corren hacia el Este, montando unas sobre otras, acometiéndose… Por entre sus vellones deshilachados, se deja ver, a ratos, la luna creciente, despavorida, que con su lividez ilumina el Páramo, y da siniestro relieve a los peñascos esparcidos, los cuales semejan aquí gatos en acecho, allí esfinges egipcias, más adentro esqueletos de ballenas.) Vaya… parece que afloja la racha. No podía ser menos. ¡Vientecitos a mí…! Adelante… (Sorprendido de oír una voz, que parece humana.) ¿Qué voz es esa? Si no es que el viento se da a la imitación del graznido de los hombres, ha sonado una voz. (Parándose, para oír mejor.) Sí, hasta parece que oigo mi nombre… No, no: es el viento, que sabe pronunciar la última sílaba: brit… brit…

En dirección contraria a la que lleva EL CONDE, avanza un hombre; pero como anda a favor del viento, más bien parece que vuela. Lo que en tan extraño sujeto aparenta alas son faldones de un largo abrigo. Pasa veloz junto al CONDE. Se para no sin gran esfuerzo, le llama… vuelve a llamarle.

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