Skip to main content

El Abuelo: Escena IX

El Abuelo
Escena IX
    • Notifications
    • Privacy
  • Project HomeBenito Pérez Galdós - Textos casi completos
  • Projects
  • Learn more about Manifold

Notes

Show the following:

  • Annotations
  • Resources
Search within:

Adjust appearance:

  • font
    Font style
  • color scheme
  • Margins
table of contents
  1. Portada
  2. Información
  3. Prólogo
  4. Dramatis Personæ
  5. Jornada I
    1. Escena I
    2. Escena II
    3. Escena III
    4. Escena IV
    5. Escena V
    6. Escena VI
    7. Escena VII
    8. Escena VIII
    9. Escena IX
    10. Escena X
    11. Escena XI
    12. Escena XII
  6. Jornada II
    1. Escena I
    2. Escena II
    3. Escena III
    4. Escena IV
    5. Escena V
    6. Escena VI
  7. Jornada III
    1. Escena I
    2. Escena II
    3. Escena III
    4. Escena IV
    5. Escena V
    6. Escena VI
    7. Escena VII
    8. Escena VIII
    9. Escena IX
    10. Escena X
    11. Escena XI
    12. Escena XII
    13. Escena XIII
  8. Jornada IV
    1. Escena I
    2. Escena II
    3. Escena III
    4. Escena IV
    5. Escena V
    6. Escena VI
    7. Escena VII
    8. Escena VIII
    9. Escena IX
    10. Escena X
    11. Escena XI
    12. Escena XII
    13. Escena XIII
    14. Escena XIV
    15. Escena XV
  9. Jornada V
    1. Escena I
    2. Escena II
    3. Escena III
    4. Escena IV
    5. Escena V
    6. Escena VI
    7. Escena VII
    8. Escena VIII
    9. Escena IX
    10. Escena X
    11. Escena XI
    12. Escena XII
    13. Escena XIII
    14. Escena XIV
    15. Escena XV
    16. Escena XVI
    17. Escena XVII
  10. Autor
  11. Otros textos
  12. CoverPage

Escena IX

Coro de la iglesia conventual de Zaratán.

El PADRE MAROTO, en la silla prioral. A su lado EL CONDE DE ALBRIT. Siguen a derecha e izquierda los monjes, ocupando con sus venerables cuerpos más de la mitad de la sillería. En el centro, frente al facistol, los cantores. No hay verja que separe el coro de la iglesia, que es tenebrosa, sepulcral, cavidad cuyos límites y contornos se deslíen en un misterioso ambiente, tachonado por las luces de los cirios. En el fondo lejano se adivina, más que se ve, el altar mayor, disforme carpintería barroca y estofada. A la derecha un órgano pequeño, nuevecito, de excelente son. Toca con maestría el mismo fraile italiano que antes hablaba de la simiente de alfalfa y remolacha forrajera.

EL CONDE.— (Que sin darse cuenta de ello, entrelaza y confunde su rezo con sus meditaciones.) Señor de los cielos y la tierra, ilumíname, dame la verdad que busco… No muera yo sin conocerla… Que acabe mi vida con mis dudas horribles… Padre nuestro que estás… Creí que la falsa es Dolly, y la legítima Nell… y ahora creo lo contrario: Dolly es la buena, Nell la mala, la intrusa… Señor, que no prevalezca en mi familia la usurpación infame… El pan nuestro…

EL CORO.— Recordare Domine quid acciderit nobis… Intuere et respice opprobrium nostrum.

EL CONDE.— No me tengas, Señor, sobre esta zarza de las dudas… Me revuelco en ella, y mi cuerpo es todo una llaga… Dame la verdad, y que la verdad sea puerta para entrar en la muerte… Líbrame del oprobio de mi nombre, y aparta de mi descendencia el deshonor.

EL CORO.— Haereditas nostra versa es ad alienos, domus nostrae ad extraneos…

Suena con dulcísimos acordes el órgano. Encantado de oírle, EL CONDE se inclina hacia EL PRIOR para elogiar el instrumento y las hábiles manos que lo tocan.

EL PRIOR.— ¡Excelente organito!… Regalo de su hijo de usted, el señor Conde de Laín, que nos lo mandó de París. La carta en que me anunciaba este obsequio fue la última que de él recibí.

EL CONDE.— (Que desvaría un poco, afectado de la solemnidad del lugar y ocasión y de la lúgubre poesía que allí emana de todas las cosas.) Pues me lo había figurado… Como apenas veo, mi oído tiene una sutileza extremada, y en esos dulces acentos escuché la propia voz de mi pobre Rafael resonando en la iglesia… ¡Desdichado hijo mío! ¿Verdad, P. Maroto, que mi hijo merecía mejor suerte? Pero la felicidad no es para los buenos.

EL PRIOR contesta con cabeceos, por no creer que es ocasión de largas conversaciones, y continúa rezando. Pasa tiempo. La placidez del sitio, la suave temperatura, el monótono canto, determinan en el viejo ALBRIT una sedación dulcísima, y recostándose sobre la derecha en el amplio sitial, se adormece. A ratos se despabila, y perdida la noción de la realidad, olvidado de dónde está, dirige al PRIOR palabras que este estima de una incongruencia absoluta. En aquel sopor, cuyas intercadencias no es posible apreciar, ve y oye el desdichado prócer extrañísimas cosas. Si al despertar tiene algunas por disparates, otras quedan en su mente como verdades incontrovertibles. No puede dudar que su hijo Rafael se aparece en el coro, viniendo de la iglesia, vestido de monje, y avanzando lentamente se llega a su padre, y le habla… Bien seguro está de que le dice algo, y más le dijera si su imagen no desapareciese súbitamente como una luz que el viento apaga.

EL PRIOR.— ¿Qué dice el señor D. Rodrigo?

EL CONDE.— Me parece que hablo claro… La falsa es Nell. Me lo dice quien lo sabe… (Enteramente despabilado.) ¡Ah!… perdone usted… No he dicho nada. Estas cosas no deben decirse. (Mira en torno suyo, y nada ve. Pero advierte que han cesado los cánticos, y que el oficio ha concluido. La Comunidad se retira.)

EL PRIOR.— (Levantándose.) Eccellenza… hemos terminado nuestro rezo. Tome usted mi brazo, y saldremos.

EL CONDE.— (Apoyado en el brazo del PRIOR.) Es hermoso poseer la verdad…

EL PRIOR.— Cuando se posee.

EL CONDE.— Yo la tengo.

EL PRIOR.— Verdades hay, amigo mío, que no merecen que las poseamos. Vale más la duda que ciertas verdades. Lo que hay que tener es fe.

EL CONDE.— También la tengo. A ella me acojo, y de ella tomo mi energía para esta batalla con la espantosa duda… (Con grande extrañeza.) Pero dígame, ¿dónde se meten Carmelo y el Alcalde y el Médico de Jerusa? No les siento. ¿Es que están todavía examinando carneros y vacas?

EL PRIOR.— (Retardando la contestación, que supone ha de ser penosa para el anciano.) Pues D. Carmelo…

EL CONDE.— ¿Es que duerme aún la siesta para empalmar mejor la comida con la merienda? Me asombra que el Alcalde, que es tan beato… por dar ejemplo a las masas, como él dice… no haya venido a las vísperas.

EL PRIOR.— (Arrancándose, por aquello de «el mal camino andarlo pronto».) Señor Conde de Albrit, esos señores se han vuelto a Jerusa.

EL CONDE.— (Parándose en firme, erguido. El estupor contiene aún el estallido de su ira.) ¡Se han vuelto a Jerusa…!

EL PRIOR.— (Resuelto.) Esos caballeros piensan, como yo, que el señor Conde debe permanecer aquí.

EL CONDE.— (Airado.) Me han traído con engaño, me dejan con perfidia… se van… Me encierran como a una bestia dañina… ¡Me ponen en manos del carcelero, que es usted, la Comunidad… Zaratán maldito!

Annotate

Next / Sigue leyendo
Escena X
PreviousNext
Powered by Manifold Scholarship. Learn more at
Opens in new tab or windowmanifoldapp.org