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El Abuelo: Escena V

El Abuelo
Escena V
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table of contents
  1. Portada
  2. Información
  3. Prólogo
  4. Dramatis Personæ
  5. Jornada I
    1. Escena I
    2. Escena II
    3. Escena III
    4. Escena IV
    5. Escena V
    6. Escena VI
    7. Escena VII
    8. Escena VIII
    9. Escena IX
    10. Escena X
    11. Escena XI
    12. Escena XII
  6. Jornada II
    1. Escena I
    2. Escena II
    3. Escena III
    4. Escena IV
    5. Escena V
    6. Escena VI
  7. Jornada III
    1. Escena I
    2. Escena II
    3. Escena III
    4. Escena IV
    5. Escena V
    6. Escena VI
    7. Escena VII
    8. Escena VIII
    9. Escena IX
    10. Escena X
    11. Escena XI
    12. Escena XII
    13. Escena XIII
  8. Jornada IV
    1. Escena I
    2. Escena II
    3. Escena III
    4. Escena IV
    5. Escena V
    6. Escena VI
    7. Escena VII
    8. Escena VIII
    9. Escena IX
    10. Escena X
    11. Escena XI
    12. Escena XII
    13. Escena XIII
    14. Escena XIV
    15. Escena XV
  9. Jornada V
    1. Escena I
    2. Escena II
    3. Escena III
    4. Escena IV
    5. Escena V
    6. Escena VI
    7. Escena VII
    8. Escena VIII
    9. Escena IX
    10. Escena X
    11. Escena XI
    12. Escena XII
    13. Escena XIII
    14. Escena XIV
    15. Escena XV
    16. Escena XVI
    17. Escena XVII
  10. Autor
  11. Otros textos
  12. CoverPage

Escena V

EL CURA, EL MÉDICO, VENANCIO, GREGORIA.

VENANCIO.— (Viéndole alejarse.) Allá va: habla solo, golpea el suelo con su palo.

GREGORIA.— ¿Qué les parece a ustedes?

EL CURA.— A mí, cosa perdida.

VENANCIO.— A mí… peligroso.

EL MÉDICO.— (Más reflexivo que los otros.) No precipitarse a juzgar. Le tengo por uno de tantos. El hombre piensa; su idea le invade el espíritu; su voluntad aspira a la realización de la idea. Uno de tantos, digo, como usted y como yo, mi querido D. Carmelo.

EL CURA.— ¿No ves la demencia en ese pobre anciano?

EL MÉDICO.— Veo la exaltación de un sentimiento, una inteligencia que trabaja sin desmayar nunca, una voluntad agitándose en el vacío, con fuerza hercúlea que no puede aplicarse…

VENANCIO.— (Desdeñoso.) Estos médicos siempre han de dar a las cosas nombres raros.

GREGORIA.— Para que no entendamos.

VENANCIO.— ¿Es eso locura, o qué es?

EL MÉDICO.— ¿Queréis que os hable con toda sinceridad, como médico honrado? Pues no lo sé.

EL CURA.— (Confuso.) ¿Es o no clara la monomanía?

EL MÉDICO.— En toda monomanía hay una razón.

EL CURA.— (Mirando al techo en busca de una idea que se le escapa.) Bueno: yo veo…

VENANCIO.— Rascándose el cráneo. Sí: yo veo también…

GREGORIA.— (Más sincera que los demás.) Todos vemos que… Lo diré claro: las barrabasadas de la señora Condesa han influido en que nuestro D. Rodrigo esté tan perdido del caletre…

EL CURA.— Exactamente… De ahí le viene la tos al gato.

EL MÉDICO.— Porque… aquí, que nadie nos oye, señores… la Condesa…

EL CURA.— (Limpiándose sus galas.) Todo lo que digas es poco.

VENANCIO.— No siga usted, D. Salvador… La señora…

GREGORIA.— Callamos por respeto; pero ello es que la tal Doña Lucrecia…

EL CURA.— (Sonriente.) Chitón…

VENANCIO.— No chistamos…

EL CURA.— (Poniéndose las gafas.) Nos sale al encuentro un caso delicadísimo de la vida privada, y ante él cerramos nuestros picos, y nos lavamos nuestras manos. La misión de los que ahora estamos aquí reunidos no es enmendar los yerros de la Condesa de Laín, ni tampoco sacarla a la vergüenza pública. Nuestra misión… (Tosiendo, para tomar luego un tonillo oratorio.) nuestra misión, digo, es tan sólo aliviar, en lo que de nosotros dependa, la triste situación física y moral de ese anciano desvalido, de ese prócer ilustre, verdadero mártir de la sociedad, amigos míos. Y recordando que en la época de su poderío y grandeza él nos tendió la mano y fue nuestro sostén, correspondámosle ahora con nuestra filial solicitud y cariñoso amparo.

Demostraciones de asentimiento. Sigue a ellas amplísima y a ratos calurosa discusión. Aceptada en principio por los cuatro vocales la conveniencia de alojar al anciano ALBRIT en los Jerónimos de Zaratán, surgen criterios distintos acerca de la forma y manera de realizar lo que creen benéfica y santa obra. Mientras VENANCIO opina que debe conducírsele al monasterio con toda la derechura y sencillez con que se traslada un buey de éste al otro prado, GREGORIA, más delicada y benigna, propone que los propios monjes vengan por él, y le conviden a una fiesta, y le hagan muchas carantoñas hasta llevársele; y una vez allí, que le trinquen bien y le pongan ronzal de seda. EL MÉDICO, por el contrario, niégase a autorizar nada que trascienda a forzado encierro, y sostiene que D. RODRIGO debe entrar en Zaratán voluntaria y libremente, y quedarse allí sin ninguna violencia, única manera de precaver un desorden mental verdaderamente grave. Y EL CURA, hombre conciliador, que todo lo pesa y mide, se ofrece a buscar una fórmula que sea como resultante mecánica de las diversas opiniones expuestas, y a proponer un procedimiento que a unos y a otros satisfaga. Nómbranle por unanimidad Comisión ejecutiva, y como él se pirra por todo lo que sea dirección y mangoneo, promete desplegar en el asunto toda su diplomacia, y el hábil manejo con que sabe acometer las empresas más arriesgadas y dificultosas.

Despídese Angulo para continuar sus visitas, y DON CARMELO, con los dueños de la casa, se dirige al espacioso y bien poblado gallinero de la Pardina. Examinando huevos, pollos y echaduras, se pasa parte de la mañana, y, por último, se convida a comer. GREGORIA le aconseja que prefiera la cena, y propone invitar también al MÉDICO. Aprobación unánime.

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