Skip to main content

El Abuelo: Escena XI

El Abuelo
Escena XI
    • Notifications
    • Privacy
  • Project HomeBenito Pérez Galdós - Textos casi completos
  • Projects
  • Learn more about Manifold

Notes

Show the following:

  • Annotations
  • Resources
Search within:

Adjust appearance:

  • font
    Font style
  • color scheme
  • Margins
table of contents
  1. Portada
  2. Información
  3. Prólogo
  4. Dramatis Personæ
  5. Jornada I
    1. Escena I
    2. Escena II
    3. Escena III
    4. Escena IV
    5. Escena V
    6. Escena VI
    7. Escena VII
    8. Escena VIII
    9. Escena IX
    10. Escena X
    11. Escena XI
    12. Escena XII
  6. Jornada II
    1. Escena I
    2. Escena II
    3. Escena III
    4. Escena IV
    5. Escena V
    6. Escena VI
  7. Jornada III
    1. Escena I
    2. Escena II
    3. Escena III
    4. Escena IV
    5. Escena V
    6. Escena VI
    7. Escena VII
    8. Escena VIII
    9. Escena IX
    10. Escena X
    11. Escena XI
    12. Escena XII
    13. Escena XIII
  8. Jornada IV
    1. Escena I
    2. Escena II
    3. Escena III
    4. Escena IV
    5. Escena V
    6. Escena VI
    7. Escena VII
    8. Escena VIII
    9. Escena IX
    10. Escena X
    11. Escena XI
    12. Escena XII
    13. Escena XIII
    14. Escena XIV
    15. Escena XV
  9. Jornada V
    1. Escena I
    2. Escena II
    3. Escena III
    4. Escena IV
    5. Escena V
    6. Escena VI
    7. Escena VII
    8. Escena VIII
    9. Escena IX
    10. Escena X
    11. Escena XI
    12. Escena XII
    13. Escena XIII
    14. Escena XIV
    15. Escena XV
    16. Escena XVI
    17. Escena XVII
  10. Autor
  11. Otros textos
  12. CoverPage

Escena XI

EL CONDE y EL CURA.

EL CURA.— Ya me dijo Senén que la Condesa y usted se habían citado aquí… (Su solapada curiosidad quiere apoderarse del pensamiento del CONDE, tomándole las vueltas.) Aquí pueden ventilar con toda calma las cuestiones de intereses… (Pausa. EL CONDE no dice nada.) O las cuestiones de otra índole, cualesquiera que sean.

EL CONDE.— Volviendo a las niñas, te diré, querido Carmelo, que han producido en mi alma una impresión hondísima.

EL CURA.— ¿De alegría?

EL CONDE.— Sí… Estas alegrías pronto las convierto yo en intensísima tristeza, agobiado como me veo por crueles desgracias, perseguido de pensamientos revoltosos, obra de esta fiebre de análisis que traen consigo la experiencia del mal, el excesivo tesón de mi carácter, los años, la ceguera misma… Figúrome que no me entiendes, mi buen Carmelo, y has de permitirme que por ahora no te diga más.

EL CURA.— Francamente, me he quedado en ayunas.

EL CONDE.— (Con humorismo.) ¿En ayunas tú?… No lo creo.

EL CURA.— ¿Tienen algo que ver esas tristezas, que sin duda son nerviosas, con el porvenir de las señoritas?

EL CONDE.— (Rehuyendo entrar en el asunto.) No sé… Déjame que te diga otra cosa. Mi primera impresión al verlas y oírlas, fue… claro que fue excelente, de gran regocijo y orgullo, como has dicho. Creí notar una perfecta consonancia, igualdad más bien, en el timbre de sus voces. Como no veo bien, sus rostros me han parecido como dos reproducciones exactas de un mismo tipo. ¿Serán, por ventura, iguales también sus caracteres, sus almas?

EL CURA.— (Después de un ratito de perplejidad.) ¡Oh, no, Sr. D. Rodrigo! Ni son iguales sus voces, ni sus caras, ni menos sus caracteres.

EL CONDE.— (Con gran interés.) Pues siendo distintas, la una será forzosamente mejor que la otra. Dime, tú que las has tratado y visto bien, ¿cuál de las dos es la más inteligente; cuál la de corazón más puro, recto y generoso?…

EL CURA.— Difícil es, a fe mía, la respuesta. Ambas son buenas, dóciles, inteligentes, de corazón hermoso y nobilísimo… algo traviesas, eso sí; pero observantes de la ley del pudor, muy firmes en los principios elementales, temerosas de Dios.

EL CONDE.— Todo eso es lo que hay en ellas de común: comprendido. ¿Y qué las diferencia?

EL CURA.— Pues discrepan… Verá usted… Dolly toma la iniciativa en las travesuras; Nell parece más inclinadita a las cosas graves, más previsora… Dolly es una imaginación viva, una voluntad impetuosa; Nell, una naturaleza reflexiva, más fija y constante que la otra en sus aficiones; Dolly, divagando, muestra pasmosas aptitudes para la vida práctica; Nell, haciendo diabluras, nos deslumbra con destellos de asombrosa inteligencia… ¿Pero qué he de decirle yo al señor D. Rodrigo, si en cuanto las trate familiar y diariamente, usted ha de conocerlas y diferenciarlas mejor que nadie?

EL CONDE.— (Dejándose llevar de su sinceridad.) De eso trato; a eso he venido.

EL CURA.— ¿Ha venido a…?

EL CONDE.— A estudiarlas, a intentar un análisis detenido de sus caracteres… Las razones de esto no está bien que las sepas por ahora… (Variando de tono.) Oye, Carmelo, ¿por qué no te quedas hoy a comer conmigo? Gregoria no te tratará mal.

EL CURA.— La conozco… y sé lo que vale. Pero sin perjuicio de tributar a Gregoria en otra ocasión los honores debidos, hoy, lo que es hoy, señor Conde de Albrit, se viene usted a mi casa, a hacer penitencia con este cura.

EL CONDE.— Acepto; sí, señor, acepto… ¿A qué hora?

EL CURA.— A la una y media en punto.

Annotate

Next / Sigue leyendo
Escena XII
PreviousNext
Powered by Manifold Scholarship. Learn more at
Opens in new tab or windowmanifoldapp.org