Escena VII
GREGORIA, EL CONDE, las dos niñas, SENÉN y VENANCIO.
GREGORIA.— (Besando la mano al CONDE.) Bien venido sea mi señor…
VENANCIO.— Y que entre en su casa con bendición.
EL CONDE.— (Con señorial bondad.) Gracias, gracias, mis buenos amigos Venancio y Gregoria. Me alegro de veros contentos y saludables… digo, como veros… (Mirándoles fijamente.) No, no veo bien más que las cosas grandes.
VENANCIO.— ¿Se sienta el señor aquí? (Conduciéndole a un sillón de vaqueta, junto a la mesa de nogal.)
EL CONDE.— Donde quieras.
NELL.— Y ahora nosotras, abuelito, hemos de vestirnos a escape…
EL CONDE.— Sí, sí; no os detengáis.
DOLLY.— Pronto volveremos, papaíto… Vendrá mamá con nosotras… supongo.
EL CONDE.— Sí, sí… (Las besa.) Hasta luego…
GREGORIA.— (Dándoles prisa.) Vivo, vivo… Vais a llegar tarde. (Vase GREGORIA con las niñas.)
SENÉN.— Yo también, con permiso del señor Conde, me retiro.
EL CONDE.— Sí, sí… Ve a disparar cohetes…
SENÉN.— Si el señor me necesita…
EL CONDE.— No… muchas gracias… Y me alegro de que te ausentes… No, no es por nada ofensivo para ti, Séneca… o Senén. ¿Te lo digo?
SENÉN.— Nada que usía me diga puede ofenderme.
EL CONDE.— Pues deseo que te marches, porque… Hijo, gastas un perfume, que marea. Los aromas demasiado fuertes me dan vahídos… Dispénsame… (Dándole la mano, y acariciando la de SENÉN.) perdóname que te despida con una impertinencia.
SENÉN.— (Desconcertado.) Señor… una gotitas de heliotropo…
EL CONDE.— No he dicho nada… Abur.
SENÉN.— (Aparte, retirándose.) Malas pulgas trae el león flaco de Albrit.