Escena III
Los mismos. MANOLO INFANTE entra en el salón y lo recorre, observando con precaución. Atisba por la puerta de la izquierda.
INFANTE.— Está en la sala japonesa con Cícero, Villalonga y no sé quién más.
Malibrán ha comido aquí hoy. ¿Se habrá marchado ya? Probablemente; es de los invitados esta noche por la Peri... (Mirando por la puerta que da a la sala de juego.) ¡Ah!, no; está haciéndole la partida a Cisneros, y dejándose ganar. ¡Cómo le adula fingiendo creer que son de grandes maestros las tablas viejas y podridas que el otro compra en el Rastro, y soportando sus tresillos!... Por allí suena la voz de Villalonga diciendo graciosos disparates... Y Orozco ¿dónde andará? Oigo el chasquido de las bolas... Huyamos por esta noche de los carambolistas. A Federico no le veo ni le oigo; pero no ha de tardar. Observaremos...
MONTE CÁRMENES.— (que sale del billar y atraviesa la sala de juego y el salón.) Dios le guarde.
INFANTE.— A la orden, mi conde.
MONTE CÁRMENES.— ¿Qué ha habido esta tarde?
INFANTE.— Nada; una sesión aburridísima. El consabido chubasco de preguntas rurales, hasta las cinco, y en la orden del día la insufrible lata de Petróleos en bruto.
¿No fue usted?
MONTE CÁRMENES.— No. Me revienta el tema de estos días en aquellos pasillos. Tanto hablar de inmoralidad le revuelve a uno los humores. Y luego que si hay crisis, que si no debe haberla, que si vira, que si torna... Esto divierte un día, dos; pero luego marea. Y eso que yo gasto la gran pachorra: a cada cual le doy por su gusto, y al que me dice que no podemos vivir sin crisis, le contesto que me parece bien, y al otro lo mismo, y siempre bien, siempre en el mejor de los mandos posibles.
INFANTE.— Es verdad.
MONTE CÁRMENES.— Vamos a ver qué hay por aquí. (Entran ambos en la sala japonesa.)
AUGUSTA.— (a INFANTE.) Manolo, dichosos los ojos... Hoy hemos hablado muy mal de ti... ¿Por qué no viniste a comer?
INFANTE.— ¡Desdichado de mí!, he tenido que comer con una comisión de mi distrito que viene a gestionar la rebaja del cupo de consumos. Me gustaría que probaras un convite de estos, para que vieras lo resalado que es.
AUGUSTA.— Gracias, me lo figuro. ¡Y has tenido que aguantar... pobre ángel!
INFANTE.— Y oírles, y agasajarles, y fingir que estoy muy indignado con el Ministro, y prometer, dándome un golpe de pecho... así, que si el Ministro no me complace, le pondré verde con una preguntita sobre la corta de pinos en Rebollar.
Y añade a esto los chismes de aldea que he tenido que oír. Al fin pude zafarme de ellos, diciendo que me había citado el Director de Obras Públicas para ponernos de acuerdo sobre el emplazamiento de la estación del ferrocarril en construcción, y con esto les di el esquinazo, y se fueron tan ternes a ver una funcioncita en Lara.
AUGUSTA.— ¡Pobres baturros, cómo te diviertes con su inocencia! Pues mira, eso es una gran inmoralidad. (Entra AGUADO bruscamente.) ¡Ay!, me ha asustado usted. En cuanto se habla de inmoralidad se nos presenta este hombre como caído del cielo.
AGUADO.— Señora, no caigo del cielo, sino que entro en él, pues entro donde usted está.
AUGUSTA.— ¡Ave María Purísima! ¡Cuánta finura! ¡Qué metafórico está el tiempo!
AGUADO.— Yo no las gasto menos.
AUGUSTA.— Hablaban aquí de política, y decían que esto está muy perdido.
AGUADO.— (a INFANTE.) ¿Qué ha habido esta tarde en esa leonera?
INFANTE.— Pues nada. No se puede ir allí, porque ha salido una plaga de honrados... vamos, es cosa de mandarles a la cárcel... por honrados, precisamente por honrados del género inaguantable. ¡Dichosa moralidad!
AUGUSTA.— Muy bien dicho. Y usted (a AGUADO), ¿no sale a defender la clase?
AGUADO.— ¿Qué clase?
AUGUSTA.— La de los honrados, hombre.
INFANTE.— Esto no va con él. Me he referido a la clase peninsular, y respeto la ultramarina o de la Vuelta Abajo, pues de ésa nada tengo que decir.
AGUADO.— Este es un ministerial de la clase de Isidros, o del montón anónimo.
Todo lo encuentran bien, y cuando se les habla del cáncer de la inmoralidad, alzan los hombros y se quedan tan frescos.
AUGUSTA.— Tiene razón Aguado: lo mismo les da a estos el país que la carabina de Ambrosio... No se ría usted, Conde, que contra usted voy; usted no tiene patriotismo, usted no se indigna, como debiera indignarse, y esa sonrisita, esa santa pachorra es un insulto a la moral.
MONTE CÁRMENES.— Si fuera una necesidad que yo me indiznase, me indiznaría. Pero si otros lo hacen, y lo hacen muy bien, ¿a qué cuento viene que yo me enfurruñe y haga malas digestiones? Máxime cuando veo que todo se arregla al fin, y que los más severos hoy son mañana los más condescendientes.
AGUADO.— O en otros términos, que todos son lo mismo, y vamos tirando. Hoy por ti y mañana por mí.
CÍCERO.— (con buena fe.) No es malo que se hable tanto de nuestros vicios, porque así los corregiremos.
AUGUSTA.— ¡Ay, Marqués, no sea usted cándido! Eso de la moralidad es cuestión de moda. De tiempo en tiempo, sin que se sepa de dónde sale, viene una de estas rachas de opinión, uno de estos temas de interés contagioso en que todo el mundo tiene algo que decir. ¡Moralidad, moralidad! Se habla mucho durante una temporadita, y después seguimos tan pillos como antes. La humanidad siempre igual a sí misma. Ninguna época es mejor que otra. Cuando más, varía un poco la forma o el estilo de la maldad; pero lo de dentro, crean ustedes que poco o nada varía.
VILLALONGA.— ¡Eh! ¿Se explica la niña? ¡Qué talentazo!
AGUADO.— (con hinchazón.) Perdóneme usted, señora. No me compare esta época con otras. Yo recuerdo... por ejemplo, cuando fui a Cuba la primera vez...
AUGUSTA.— (con viveza.) Cuando usted fue a Cuba la primera vez, vendían la carne humana, y usted, creyendo que no hacía nada malo, afanaba algunas hilachas de aquella carne... No, no le censuro; era cosa corriente...
AGUADO.— Perdone usted...
AUGUSTA.— Está usted perdonado; pero déjeme acabar... Pues en aquel tiempo se defraudaba tanto como ahora, o quizás más, mucho más. Cierto que usted fue siempre de los puros, en eso estamos... Si lo sabemos, si es artículo de fe: no se apure. Yo reconozco que usted se enfurece ahora con muchísima razón, y que si quiere volver allá es para corregir todas aquellas infamias, que antes no corrigió.
AGUADO.— Permítame...
AUGUSTA.— ¡Día feliz el día en que usted vuelva!
INFANTE.— Se extirpará de raíz el cáncer.
MONTE CÁRMENES.— Y aquello será la delicia del mundo.
VILLALONGA.— (mandando callar.) Dejarla, dejarla.
AUGUSTA.— Pues haría muy mal el señor de Aguado en meterse a cirujano de cánceres. Dirían de él los horrores que ahora dicen de los otros.
AGUADO.— Pero como yo desprecio la calumnia...
AUGUSTA.— Justo es despreciarla. En fin, yo reconozco, todos reconocemos que usted hace allí mucha falta; y si yo fuera Ministro del Cáncer... digo, de Ultramar, ahora mismo extendía la credencial.
AGUADO.— Gracias... estimando.
AUGUSTA.— Y usted me mandaría, por el primer correo, cigarros para mi marido, y para mí cascarilla, de esa tan buena que usan allí las señoras.
AGUADO.— ¡Quia! Usted no la necesita... con ese cutis.
AUGUSTA.— O dulces, piñas, guayaba.
AGUADO.— Si es usted más dulce que todas las jaleas del mundo.
AUGUSTA.— En fin, váyase usted pronto a ver si arreglando aquello, no se vuelve a mentar la dichosa inmoralidad. Ya empalaga. Me gusta más oír hablar del crimen famoso, que al menos interesa por sus lances dramáticos y sus misterios de folletín.
AGUADO.— Eso a mí no me divierte. Mientras ustedes desmenuzan el crimen, voy a echar un vistazo a los tresillistas. (Pasa al salón.)
VILLALONGA.— ¡Adelante con el crimen!... En el Casino he oído novedades estupendas.
AUGUSTA.— ¿Qué se dice?... ¿A ver?