Escena VIII
Dos habitaciones comunicadas, pequeñas, puestas con dudosa elegancia. En la de la derecha, sofá, butacas, un secreter, velador con tapete, un entredós con lámpara de bronce, cortinas de seda, chimenea encendida, sobre la cual hay un gran espejo.
En la de la izquierda, tocador con colgadura, una silla larga, banquetas de peluche, armario de luna, lavabo. En el fondo de este gabinete la puerta que comunica con una alcoba. Es de día.
AUGUSTA, FELIPA.
AUGUSTA.— (en la sala de la derecha, en pie, mirando su reloj.) Las cuatro y veinticinco. Me retrasé con aquella visita... ¡Qué ansiedad! Yo creí encontrarle aquí. Hoy estaba más obligado que nunca a la puntualidad...
FELIPA.— (entrando con una bata.) ¿No se pone la señorita la bata?
AUGUSTA.— No... Pero sí; tienes razón, me la pondré. (Pasa a la otra estancia. Se quita el abrigo y el sombrero.) Hace mucho calor aquí. No eches ya más leña en esa chimenea, que parece el infierno. (Para sí.) Pero es tontería pedirle puntualidad.
¡Cuánto me hace padecer! (Ayúdala FELIPA a quitarse el vestido y a ponerse la bata. Después la descalza, poniéndole chinelas de raso, negras.) Ya estoy cómoda.
Ahora, sólo falta que venga a las tantas. No, lo que es hoy no se lo perdonaría.
(Alto.) Por Dios, Felipa, ten cuidado con la puerta, para abrir en cuanto sientas el coche. Otra cosa: a eso de las seis, te vas a casa de la tía Serafina, y preguntas cómo sigue, y qué personas han estado allí. Me harás ahora una naranjada bien cargadita de azúcar. (Vase FELIPA. AUGUSTA se acerca al balcón, y mira a la calle, al través del visillo.) ¿Pero por qué tardará tanto este hombre, el primer desocupado de Madrid?... ¡Pobrecillo!, sabe Dios si esos demonios de ingleses le habrán armado hoy alguna trampa de la cual no pueda escapar. ¡Ah!, otro coche por Santa Engracia. Él es... Me lo dice el corazón. (Atenta al ruido del carruaje.
Pausa.) No, no será este. ¡Qué tristeza! No dobla la esquina... Sigue para arriba...
(Se pasea por la habitación.) ¡Qué rato tan triste este de la espera, de la incertidumbre, del temor de que no venga! (Vuelve al balcón, y levanta un poco el visillo.) Por la calle solitaria no pasa un alma... El pregón del aguador, que va con el burro cargado de botijos, me suena como un de profundis. Pues el machacar de los herreros que hay más abajo, me late en las sienes como mi propia sangre. ¡Ah!, otro coche. ¿Será...? No; por el ruido debe de ser un carromato, de estos de siete mulas, que están pasando media hora. ¡Qué pesadez, qué monotonía y qué sobresalto! (Se echa en una butaca, la cabeza hacia atrás.) Esperaremos así. El corazón me dice que el primer coche que se sienta en el Paseo será el suyo. ¡Qué silencio ahora!... Otra vez ruido de ruedas; pero lejano, por la Ronda... Si me durmiera, se me haría menos sensible el plantón... Pero lo que yo digo, ¿qué quehaceres tendrá este hombre para...? (Aguzando el oído.) ¡Ahora, ahora! (Levántase.) Si no es este, me entrará la desesperación. Se acerca. ¡Ay!, no sé qué tiene el coche en que viene él, que hace siempre más ruido que los demás. ¡Ah!, gracias a Dios, se para en la esquina... Vamos, ya estoy contenta. Ya sube... Esa Felipa, ¡cómo tarda en abrir!... ¡Felipa!