Escena VI
AUGUSTA, en el antepalco, FEDERICO.
AUGUSTA.— Nunca, como esta noche, he deseado verte...
FEDERICO.— Ni nunca nos hemos visto en sitio menos a propósito para hablar de cosas graves. (Atisbando por un lado de la cortina.) ¿Quién está ahí?
AUGUSTA.— Cícero, que duerme, y Aguado que habla con Teresa de la moralidad. Siéntate...
FEDERICO.— ¿Nos darán tiempo para decir cuatro palabras?
AUGUSTA.— Sí, sí... y también ocho. (Impaciente.) Di, ¿qué te pareció mi carta? ¿Qué efecto te ha hecho?
FEDERICO.— Ya puedes suponerlo.
AUGUSTA.— (con ansiedad.) ¿Qué dices respecto al punto principal? ¿Aceptas? ¿Qué? ¿No te parece bien?... Por Dios, no me lo digas; no me des el disgustazo de... (FEDERICO, en pie, fijos los ojos en el suelo, deniega suavemente con la cabeza.) ¡Qué ideas tan estrambóticas! ¿Pero qué mal hay en esto? Dímelo.
FEDERICO.— Pero ven acá, ¿cómo ha podido ocurrírsete el absurdo de que yo lo acepte... mediando...?
AUGUSTA.— ¡Qué aflicción me causas...! ¡Qué ingrato eres!
FEDERICO.— Por Dios, no llames a esto ingratitud... (Preocupadísimo.) Yo te explicaré... ¿Has reflexionado tú en la gravedad de lo que me pides? Respecto al otro punto que tratas en tu carta, o sea mi reconciliación con Clotilde, te contesto que accedo a hacerle una visita.
AUGUSTA.— ¿De veras? (Con alegría.) ¿Me lo prometes?
FEDERICO.— Prometido. Mañana mismo iré a casa de la señora de Calvo.
Haremos paces con Clotilde; pero con él, con ese pelagatos no transigiré nunca.
AUGUSTA.— Todo es empezar...
FEDERICO.— Con ella sí. Ya ves cómo te complazco cuando me pides cosas razonables.
AUGUSTA.— Bueno... Eh, cuidadito; que vayas... (Para sí.) Lo que importa es restablecer en él los vínculos de familia, única manera de domesticarle. Lo demás vendrá por sus pasos contados. (Alto.) Quedamos en que visitarás a tu hermanita.
¿Qué sabes tú lo que harás después? El tiempo y la derivación natural de los hechos te marcarán la conducta. Y no hablemos más ahora de asuntos tan difíciles de tratar no estando solos. (Observa, levantando un poco la cortina, a los que están en el palco.) Otra cosa tengo que decirte, aprovechando este corto ratito. Malibrán nos sigue los pasos. Parece mentira que haya seres tan viles, que se dediquen al espionaje por el infame placer de ver que no son buenos los que lo parecen.
FEDERICO.— ¿Te ha dicho algo?
AUGUSTA.— Indicaciones breves; pero bastante intencionadas y maliciosas. Cree, hijo mío, que nos ha descubierto.
FEDERICO.— Lo dudo mucho... Tendrá sospechas.
AUGUSTA.— ¡Ay!, no; me parece que son más que sospechas.
FEDERICO.— En ese caso... (Alarmados ambos, miran con recelo al palco, y atienden a las voces que se sienten en el pasillo.)
AUGUSTA.— Calla... No podemos hablar aquí. ¡Qué angustia, teniendo tanto que decir! Espérame allá...
FEDERICO.— ¿Cuándo?
AUGUSTA.— El sábado... pasado mañana. Te pondré dos letras el mismo día, temprano. Si es el sábado, estaré hasta más tarde y cenaremos juntos.
FEDERICO.— ¿No puedes decidirlo desde ahora?
AUGUSTA.— (bajando más la voz.) No... Depende de que él vaya a las Charcas.
Te escribiré... Ahora, chitón. Entra a saludar a Teresa. (Pasa FEDERICO al palco.
Agitado sale, a punto que entran OROZCO y VILLALONGA.)