Escena I
La misma decoración de la escena VIII de la Segunda Jornada. En el gabinete de la izquierda, mesa puesta con dos cubiertos. Anochece. Luz artificial.
FEDERICO, que entra cabizbajo y sombrío; FELIPA, tras él, esperando órdenes.
FELIPA.— (para sí.) ¡Virgen de Atocha, qué cara se trae hoy este señorito! Ni un reo en capilla la tiene peor. ¿Qué mosca le habrá picado?... ¡Ya; que apuntó mal anoche, y como las cartas no tienen entrañas...! ¡Lástima de hombre, entregado a un vicio tan feo...!
FEDERICO.— (para sí.) Vengo prevenido. Si ese trasto nos acecha esta noche a la salida, le dejo seco. (Alto.) Dime, Felipa...
FELIPA.— Señorito.
FEDERICO.— ¿Has notado tú que, por la tarde o al anochecer, mientras estamos aquí la señorita y yo, ronde la casa alguna persona sospechosa, quiero decir, algún quídam que curiosee o esté a la mira de quién entra y sale?
FELIPA.— ¡Ah!, no señor, no he visto nada; ni creo que...
FEDERICO.— ¿Ni te ha dicho nada la portera? Yo me figuro que el que fisgonea vendrá muy embozadito, y se situará en la esquina, o junto a la valla de la casa en construcción.
FELIPA.— Por esta calle, que no es más que un deseo de calle, no pasa alma viviente, como no sean los tíos que viven en los muladares, y esos... ¡pobrecitos!, ya quisieran ellos embozarse, y lo harían si tuvieran en qué.
FEDERICO.— Con todo, conviene estar alerta. Mira, esta noche, luego que venga la señorita, sales, y con disimulo te fijas en toda persona que veas, sobre todo si esa persona se para en la esquina o en el portal próximo. Procura observarle la cara, y me avisas. Verás qué pronto le despacho yo.
FELIPA.— Saldré por precisión, pues faltan algunas cosas todavía. La señorita dispuso que cenaran ustedes aquí.
FEDERICO.— ¡Ah!, sí, no me acordaba.
FELIPA.— He traído algo de casa de Lhardy, y lo demás lo hemos arreglado entre mi hermana y yo. La mesa está puesta en el gabinete. Allí tiene usted la chimenea encendida. (Vase.)
FEDERICO.— (para sí, distraído.) Como yo descubra que nos vigilan, quien quiera que sea no quedará con ganas de vigilancia. (Pasa al gabinete. Saca del bolsillo del gabán un revólver, y lo oculta detrás del reloj de la chimenea. Se quita gabán y sombrero.) No tardará... Cogería yo a ese Malibrán y le ahogaría, así... como a un pájaro... (Apretando los puños.) No nos hagamos ilusiones. Orozco no puede ignorar mucho tiempo su afrenta... Quizás la sepa ya... ¡y ella impávida!... Me parece que ya está ahí. (Entra AUGUSTA y se abrazan.)