Escena I
Vestíbulo del teatro Real.
MALIBRÁN.— (paseándose de largo a largo, abstraído. Saluda a algunas de las personas que entran, dirigiéndose a la puerta central de butacas o a la escalera de palcos.) ¡Cuánto tarda! Si no vendrá... (Mira su reloj.) No son más que las nueve y media. Rabio por darle a entender con un par de reticencias buenas, pero buenas, de las que yo echo... cuando me pisan... que le he descubierto la madriguera.
¡Caramba! ¡No me ha costado pocos plantones, ni han sido breves los ratos de espionaje! Y yo me pregunto: ¿qué sentimiento me impulsa a obrar así? ¿Será el despecho? ¿Y qué quiere decir despecho? No; muéveme la suprema ley de amor propio, reguladora de todo el vivir humano... Esa tonta me desairó; no supo apreciarme en lo que valgo, y debo hacerle comprender que no se juega impunemente con una persona como esta que aquí se pasea. Lo mejor es que, sin habérmelo propuesto, realizo un acto de justicia, y heme aquí persiguiendo el crimen, desenmascarándolo, y poniéndoselo delante a quien debe y puede castigarlo. Porque yo no pararé hasta no abrir los ojos a ese Orozco bendito, que para todo tiene vista de lince y sólo para las desviaciones de su mujer padece de cataratas. ¡Yo se las batiré, como hay Dios!... (Frunciendo el ceño.) ¿Pero qué vocecilla impertinente se permite susurrar dentro de mí que esta es una empresa de perfidia y traición? ¡Bah! Resabios de la moral infantil, de todo ese estúpido fárrago de instrucción primaria, que le meten a uno en el cuerpo antes de poder distinguir racionalmente el mal del bien. No; seamos justos con nosotros mismos: en lo que traigo entre manos, veamos un propósito de reparación y de alta moralidad... ¡Cuidado si es torpe la conducta de esa mujer! Si al menos faltase conmigo a sus deberes, conmigo, que descuello sobre el vulgo por la superioridad y la extensión de mis talentos, por mi figura... (Parándose brevemente ante un espejo, al dar la vuelta.) Sobre esto no cabe duda. Yo sostengo que una de las cosas más relativas que hay en el mundo es la moral del amor y del matrimonio. Las faltas de más grave apariencia dejan de serlo, o se atenúan, cuando ponen de manifiesto el buen gusto de la culpable. ¡Pero caerse del lado de ese vulgar y trapacero, de ese zángano de ese ignorantón de Federico...! ¡Qué ignominia! El grado de responsabilidad de la mujer que se desvía, depende de la buena o mala mano que tenga para elegir. ¡Gallarda interpretación de la ley, que sólo podemos hacer los que gastamos filosofías muy finas y muy hondas! Me atrevería yo a desarrollar esta tesis y a convencer a la humanidad del alto sentido que encierra...
(Parándose otra vez ante el espejo.) Para eso se necesita talento, y tú le tienes...
(Sigue paseando.) ¡Qué guapo soy! Y sobre ser tan guapo, llevo estampada en esta cara la sutileza y finura de mi crítica moral y social. Y a modales, ¿quién me gana? ¡Caracoles, qué modales y qué distinción! Yo mismo, con estas rutinas cursis de la modestia, no me doy cuenta de mis atractivos personales sino por los efectos que causo en el mujerío. ¡Ay! Esta tontuela de Augusta me pagará su necedad... La he cogido, ¡pero qué bien!, en su propia trampa. ¡Y cuidado si tomaron precauciones los muy zorros! ¡Escondrijitos a mí! No, conmigo no os valdría el ocultaros en el centro de la tierra... ¡Vaya que tiene suerte ese botarate de Federico! A lo que él va, ya lo sé yo: a buscar quien le pague las trampas. Ya estoy viendo las partidas que la señora le carga en cuenta a su marido por el capítulo de alfileres... No están malos alfileres, bribona, los que tú gastas... ¡Qué obcecación de mujer!... ¡Simpleza mayor que no quererme a mí! Lo que yo digo: es estúpida, de lo más estúpido, de lo más negado que Dios ha echado al mundo. Sólo tiene aquel barnicillo de cultura, graciosa y chispeante...¿Pero qué puede esperarse de una mujer que dice que le gusta el barroquismo, de una mujer que aborrece el arte ojival, que detesta a los místicos y a los dramaturgos, y pone en solfa a Rafael y a Racine...?