Escena XVI
Gabinete en casa de FEDERICO. Es de noche.
FEDERICO, BÁRBARA; después LA SOMBRA DE OROZCO.
FEDERICO.— (echado en el sofá, junto al velador, en el cual hay una lámpara.) Gracias a Dios que me encuentro solo. ¿Qué mejor refugio que mi propia casa? Creí no poder llegar a ella; de tal modo se me trastornó la cabeza en aquella correría por las calles. El cansancio me abruma; pero lo que es sueño, no siento maldito. Apetezco el dormir como el mayor bien imaginable; pero la manera de lograrlo es lo que no se me alcanza... Y sigue molestándome la sensacioncita en el corazón, aquí... donde debe estar el vértice de esa condenada máquina.
Aguantaremos... La cabeza es la que anda peor. ¡Cuidado que la alucinación de esta noche...! ¡Figurarme que vi a Orozco en el teatro, y que le hablé! ¡Si me parece que oyéndole estoy aún! Ha sido un fenómeno subjetivo, determinado por cierta idea diabólica que me escarba en la mente... la idea de transigir, de dejarme querer... ¡Oh, tentación insana! Degradarme, pero vivir... Porque... razón tiene Orozco, ¡qué bien estaría yo si...! ¡Idea maldita, que hace vacilar mi dignidad, y trastorna mi conciencia! No, Tomás; no insistas, no me tientes. Si me estimas como dices, no me envilezcas más de lo que ya lo estoy.
BÁRBARA.— (entrando de puntillas.) ¿Se le ofrece algo? Claudia no puede levantarse: está con un dolor en la cadera. Me rogó que me quedase aquí esta noche, por si el señorito volvía malo.
FEDERICO.— Nada se me ofrece. Puedes acostarte.
BÁRBARA.— (para sí.) Esa cabeza no anda bien. ¡Qué hombres estos! Comidos de vicios, no se hartan nunca de gozar, y cuando no pueden tenerse, vienen a que una les cuide. Las de fuera para la diversión y el jaleíto, las de casa para atenderles cuando están malos... (Contemplándole.) ¡Y qué guapín, qué simpático! Como todos los pillos.
FEDERICO.— ¿Qué haces ahí, fantochona?
BÁRBARA.— Ya me voy... Estaré con cuidado por si usted llama. (Detiénese en la puerta, y desde ella le observa.) ¡Qué desmejorado y qué alicaído!... Esas bribonas le consumen. Si las cogiera yo... Pero él es el primer causante de su malestar. ¡Ay, qué hombres estos! Son como las veletas. Hoy apuntan para aquí, mañana para allá.
LA SOMBRA DE OROZCO aparece sentada frente a FEDERICO. Este la contempla un rato sin pestañear. Después habla.
FEDERICO.— Dispensa, Tomás, no te había visto. Me adormecí un poco. ¡Cuánto te agradezco que vengas a visitarme! ¡Si vieras qué malo estoy!
LA SOMBRA.— No te acobardes. Mal de imaginación, desasosiego del espíritu y nada más. Tranquilízate, hazte dueño de tu voluntad, y te sentirás bien.
FEDERICO.— Lo que anda peor es la cabeza, que a veces se me trastorna de una manera... Figúrate que esta noche me aluciné hasta el punto de verte y hablar contigo en un teatro... Tan claras fueron las falsas percepciones de mis sentidos, que aún me cuesta trabajo diferenciarlas de las percepciones reales... He pensado en lo que hablamos en casa de San Salomó. No puede ser, Tomás, no puede ser. Te lo agradezco infinito.
LA SOMBRA.— ¡Es lástima; porque estarías tan bien...!
FEDERICO.— (acometido de nerviosa risa.) Como estar bien, ya lo creo. Si otra cosa he dicho... no hagas caso... charla, sofistería. ¡Ay, no sabes cuánto apetezco la tranquilidad, aunque mi vida resulte de las más modestas, trabajar algo, tener seguros el hoy y el mañana, y luego una familia en cuyo seno encontrar el amor y la paz!
LA SOMBRA.— Todo eso y mucho más podrás tener.
FEDERICO.— ¿Pero cómo pretendes tú que lo acepte de ti, habiéndote burlado como te burlé, habiendo pervertido a lo que más amas en el mundo, que es tu mujer?
LA SOMBRA.— (con frialdad suma, sin accionar.) Empequeñeces el asunto subordinando su resolución a las fragilidades de una mujer. Elevémonos sobre las ideas comunes y secundarias. Vivamos en las ideas primordiales y en los grandes sentimientos de fraternidad; y cuando hayas acostumbrado tu espíritu a esta luz superior, comprenderás que el amor material queda en la categoría de instinto, y es enteramente libre.
FEDERICO.— Por Dios que te explicas bien, y me consuelas con tus explicaciones.
Pero oye: ese disparate, también se me había ocurrido a mí.
LA SOMBRA.— Has dicho que me habías ofendido quitándome mi mujer. ¿Qué quiere decir eso? Augusta no es mía. Considera que en esta esfera de las ideas puras a donde nos hemos subido, los seres todos gozan de omnímoda libertad.
Nadie es de nadie. La propiedad es un concepto que se refiere a las cosas; pero a nada más... Los términos mío y tuyo no rezan con las personas. Nadie pertenece a nadie, y Augusta, como todo ser, dueña es de sí misma. (Con ligera inflexión humorística en su acento.) Hemos convenido tú y yo en que se quedaron allá abajo, en las capas donde el vulgo rastrea, todos esos convencionalismos pueriles, y los aparatos legales que arma la sociedad por el gusto ridículo de dificultarse su propia vida.
FEDERICO.— ¡Ah, Tomás, toda esa argumentación ya ha pasado por mi cerebro, que hierve! Tú me estás engañando; tú me estás echando cloroformo en la conciencia para luego arrancármela sin que yo lo note, y envilecerme. No, no me dejo adormecer por ti. Estoy bien despabilado.
BÁRBARA.— (observándole desde la puerta.) Pobrecito. ¡Qué agitación la suya! Parece que delira, y que sueña, pero con los ojos abiertos. Si se dejara arrullar por mí, yo le tranquilizaría.
LA SOMBRA.— (inclinándose hacia él en ademán cariñoso.) No te engaño...
Deseo tu bien, y que reformes tu vida. Te daré asimismo una ocupación para que no estés ocioso.
FEDERICO.— (riendo desentonadamente.) Me darás un estanco, y tendré por colega al marido de Claudia.
LA SOMBRA.— (riendo también.) No es eso. Badulaque, tú y yo podemos emprender un trabajo común, que nos distraiga, y al mismo tiempo nos sostenga el espíritu a constante altura sobre las miserias humanas.
FEDERICO.— Nos haremos pastores, marchándonos a una región distante y sosegada, donde impere la verdad absoluta.
LA SOMBRA.— Eso es.
FEDERICO.— ¿Y dónde se toma billete para ese viaje? Porque yo estoy dispuesto a irme ahora mismo contigo.
LA SOMBRA.— (con acento revelador.) Para trasladarse a esa región de paz y de justicia no se toma billete. Todos los humanos tenemos bajo el corazón, aquí, en semejante parte... (Se toca el pecho en la parte inferior del costado izquierdo.)
FEDERICO.— Sí... justamente donde yo siento ese estímulo indefinible.
LA SOMBRA.— Pues ahí tenemos un lóbulo, una concreción... Tócate y verás. Es algo semejante al botón de un timbre eléctrico. Nada, te lo aprietas con un poco de coraje, y te trasladas en un abrir y cerrar de ojos.
FEDERICO.— (riendo.) ¿Me traslado... suavemente... sin que me pase nada en el camino?
LA SOMBRA.— Sin sentirlo.
FEDERICO.— ¡Excelente idea! Porque aquí los dos vivimos deshonrados, yo por haber seducido a la que el mundo llama tu mujer, y tú por ser ley que se deshonre el que pierde a su compañera, aunque ella sola sea responsable de la falta.
¡Caramba! Se ven cosas en este mundo que si uno las contara en el otro, no las creerían.
LA SOMBRA.— (con humorismo.) Es cierto; tú y yo hemos perdido lo que aquí se llama el honor, una especie de cédula o cartilla, sin la cual no se puede vivir en estos barrios, que alumbran el sol y la luna. Tontería insigne es la tal cédula; pero como la piden a cada paso que das, ello es que, no teniéndola, no podemos vivir.
Debemos, pues, largarnos pronto. (Se levanta.)
FEDERICO.— Yo estoy listo. Ve tú por delante. (Oprimiéndose el costado izquierdo.) Tomás, Tomás, yo aprieto, yo oprimo el condenado botón, y no siento que me traslade a ninguna parte. Sigo aquí... Espera.
LA SOMBRA.— (dando vueltas por la habitación.) No te apures. Lo mismo da hoy que mañana. Aprieta más fuerte; todo lo fuerte que puedas.
FEDERICO.— ¿Te has ido tú? No te veo.
LA SOMBRA.— (desde lejos.) Estoy aún aquí.
FEDERICO.— (removiéndose inquieto en el sofá.) Tomás, cualquiera diría que deliramos tú y yo... Sea lo que quiera, conste que yo no acepto ni puedo aceptar tu donativo. Mi dignidad lo rechaza.
LA SOMBRA.— (volviendo hacia él, rápidamente.) Imbécil, ya no evitas eso que los puritanos llamamos deshonra, pues todos nuestros amigos dicen que Augusta te paga las trampas y te da para tus gastos. Ya no te libras de esa opinión, ni adelantas nada con delicadezas de última hora. Tu ignominia no crece ni mengua porque aceptes o dejes de aceptar.
FEDERICO.— (llevándose las manos a la cabeza.) No me lo digas, que me vuelves loco de pena.
LA SOMBRA.— (remedando su movimiento.) ¡Pobre hombre! Vives de ideas circunstanciales y de artificios jurídicos.
FEDERICO.— Siento una ansiedad que me anonada. Yo quiero morirme. Espérate.
¡Pero si por más que oprimo el botón, y me introduzco los dedos hasta el alma no puedo dar el salto! Aguárdate; no me dejes en esta soledad.
LA SOMBRA.— (con naturalidad.) Pero qué, ¿crees tú que yo no tengo nada que hacer? Mi mujer me aguarda.
FEDERICO.— (burlándose.) ¡Tu mujer! Pero si tú apenas haces ya vida marital con ella. Lo sé, tonto, lo sé... Tu perfección moral te ha elevado sobre las miserias del mundo fisiológico. ¡Mérito grande! Pero Augusta no entiende de esas perfecciones: me lo ha dicho. Es humana, y no le hace maldita gracia parecerse a los serafines.
LA SOMBRA.— ¡Simple, confundes a Augusta con La Peri!
FEDERICO.— Yo no tengo líos con La Peri, fuera del trato de amistad y de las relaciones económicas. Leonor para mí rivaliza en pureza con los arcángeles.
LA SOMBRA.— (gravemente.) Cuestión de apreciación. Todas son ángeles cuando no están en contacto con nosotros, que las humanizamos y las corrompemos... Y no me detengas más. Abur.
FEDERICO.— No te vayas. Tu compañía, que antes me era tan desagradable ahora me gusta.
LA SOMBRA.— No puedo entretenerme. ¿No ves que viene el día? Me voy con la noche. (Desaparece.)
FEDERICO.— (fijándose en la claridad que entra por el balcón.) Pues es verdad.
¡Amanece, y yo sin acostarme! ¡Oh, qué luz tan viva! ¡Si yo dormir pudiera...! Tomás, Tomás, ¿tú no duermes? (Cierra los ojos, apretando los párpados.)
BÁRBARA.— (arropándole.) ¡Pobrecito! Le atormenta su propio pensar. ¡Cómo castañetea los dientes!... ¡Ay, bueno le han puesto esas bribonas! Todo por la manía de que hay clases, pues si se persuadiera de que se acabaron las tales clases y de que todas somos lo mismo, se arreglaría de otra manera, y la felicidad reinaría en su casa. Señorito, ¿quiere una taza de té?... Nada, no responde. Inmóvil y frío.
Le daré friegas... (Se las da.) ¡Señorito!
FEDERICO.— ¡Ay!, me lastimas. ¿Se fue Tomás?... No le vi salir. (Abriendo los ojos y mirándola estupefacto.) ¡Ah! Bárbara. Eres un ángel... digo, precisamente un ángel, lo que se llama un ángel, no; pero...
BÁRBARA.— (para sí.) ¡Qué simpático, qué mono!
FEDERICO.— Pero sí una hembra mestiza; hermosa y espiritual mula, nacida de la yegua humana y del asno divino. Dime, ¿quién me salvará a mí? ¿Dónde encontraré yo la compañera de mi vida, la que reúna en un solo sentimiento el amor y la confianza, la ilusión y la amistad?
BÁRBARA.— Pues eso... en cualquiera de las que pertenecen al bello sexo, lo podría encontrar. ¡Somos tantas...! Pero olvide sus preocupaciones, y tire el orgullo por la ventana. ¿Quiere que le acueste?
FEDERICO.— Sí... sálvame tú... líbrame de esta opresión. Quiero decir que me desabroches el chaleco y me quites las botas.
BÁRBARA le sirve de ayuda de cámara.