Escena XIII
Salones en casa de San Salomó.
FEDERICO, después LA SOMBRA DE OROZCO.
FEDERICO.— Aquí me refugio esta noche. No sé a dónde ir. En esta casa no es probable que encuentre al Santo, cuya sublimidad pesa sobre mí, como un peñasco que se me ha puesto sobre los hombros. Casi nunca viene aquí... No sé qué hay en mi cabeza esta noche; no puedo precisar bien lo que veo, ni estoy seguro de reconocer a las personas que a mi lado pasan. ¿No es aquel Monte Cármenes? Creo que sí; pero no lo juraría. Y aquella ¿no es Victoria Trujillo? Tampoco puedo responder de que sea. ¿He saludado a alguien al entrar? No lo aseguro. Me parece que sí, me parece que no. Daré una vuelta por los salones. ¡Cuánta gente!, nadie me mira. ¡Qué placer no ser advertido! Me apartaré a un sitio solitario, y me distraeré viendo caras de personas, a quienes no se les ha ocurrido protegerme...
¡Oh, maldito de mí! (Con súbito terror.) ¿No es aquel Orozco? Y me ha visto.
Desde lejos me descubre, y me clava sus ojos que despiden lumbre. Viene hacia mí. Ya no me escapo. Que me coge, que me coge.
LA SOMBRA DE OROZCO, con perfecta apariencia humana y vestida de etiqueta, avanza hacia FEDERICO, y le coge del brazo.
FEDERICO.— Ya, ya te veo...
LA SOMBRA.— Parece que huyes de mí.
FEDERICO.— ¿Yo?, no lo creas. Tanto gusto en verte. Siempre mucho gusto en verte, muchísimo.
LA SOMBRA.— Apártate aquí; charlaremos. (Le lleva a un gabinete próximo.)
FEDERICO.— (irónicamente.) Es lo que deseo, charlar contigo, para que me aconsejes, para que me ilumines. Eres el alma más grande que conozco.
LA SOMBRA.— ¿Has reflexionado en lo que te dije?
FEDERICO.— ¡Ya lo creo! Desde que nos vimos esta tarde no ha hecho tu amigo otra cosa que reflexionar. Como que con tantas reflexiones, no he tenido tiempo de comer. No ha entrado en mi cuerpo esta noche más que un puñado de sal, una taza de café, y después dos copas de coñac, digo, tres.
LA SOMBRA.— La sal aviva las ideas, y el café las ennoblece.
FEDERICO.— Pues sí, he reflexionado, y... me confirmo en lo que hace poco te dije. No hay arreglo: déjame en la indigencia y en la degradación. El bienestar me rebajaría a mis propios ojos; necesito privaciones y padecimientos para regenerarme. Además, temo mucho que la flor de la gratitud no quiera nacer en mi huerto, y que al encontrarme favorecido, no pueda amar a mi favorecedor. Vale más que busque en la penuria y en el sufrimiento los estímulos que mi alma necesita para purificarse. Quiero ser pobre, Tomás, pobre. Dirás tú: "¡qué gusto tan raro!" y yo respondo que más sabe el loco en su casa que el cuerdo en la ajena.
Añadiré una idea que quizás te sorprenda. Aunque nos hemos tratado desde la infancia, apenas me conoces, y bajo estas apariencias insustanciales, escondo una austeridad de principios, que a mí mismo me asusta cuando atentamente la considero. ¡No faltaría más si no que pretendieras tú monopolizar la práctica de una moral rígida!
LA SOMBRA.— (con benevolencia.) ¿Yo? ¿Qué había yo de monopolizar nada, hombre? Tranquilízate, y ten toda la rigidez de principios que gustes, sin temor a mi competencia. Eso me parece muy bien, pero muy bien. (Dándole palmadas en el hombro.) Pero, si me lo permites, he de rogarte me digas qué principios, de esos tan severos que tú profesas, son los que te impiden entenderte conmigo.
FEDERICO.— (lleno de confusión.) Es que con mis principios, y como complemento de ellos, se enlaza un desprecio absoluto de los bienes materiales.
LA SOMBRA.— (sonriendo.) Vocación de penitente y de anacoreta.
FEDERICO.— Tampoco es eso. He parece que no estás tú hoy tan lúcido como otras veces. Si acertaré a explicarme. Profeso la teoría de que si somos siempre y en todo caso autores de nuestro propio mal, también debemos ser autores de nuestro bien, y debérnoslo todo a nosotros mismos.
LA SOMBRA.— (con acento ligeramente burlón.) ¿Piensas trabajar?
FEDERICO.— ¿Por qué no? ¿Me crees incapacitado para el trabajo?
LA SOMBRA.— No por cierto. Pero no acabo de comprender tus principios.
Seamos formales, y hablemos con absoluta sinceridad.
FEDERICO.— (palideciendo y temblando.) Eso es... Sinceridad es lo que nos hace falta.
LA SOMBRA.— Me vas a explicar un enigma que observo en ti. ¿Cómo es que la aceptación de un favor mío subleva tus austeros principios, y no los contraria tu trato infame con persona de tan bajo nivel moral como La Peri?
FEDERICO.— (aterrado.) ¡Yo! ¿Qué dices? ¿De dónde has sacado eso? ¿Por dónde lo sabes? Es absurdo y no tiene fundamento alguno.
LA SOMBRA.— De esa pájara aceptas tú auxilios que te envilecen a ti tanto como a ella, pues ya sabes que Leonor, cuando estás ahogado y no halla modos hábiles de socorrerte, se va del seguro y hace trampas en el juego... le sustrae a su marqués billetes, escamoteándole la cartera que lleva en el bolsillo... y por fin, imagina planes industriales asociada contigo, establecimientos de infame comercio, timbas a estilo de Montecarlo...
FEDERICO.— (dando diente con diente.) Eso no es verdad. Lo dice, sí, lo dice, pero ten por cierto que no lo hace. Es que da bromas, como tú, fingiendo codicia y maldad. Te propones humillarme con esas historias, y no lo conseguirás, no lo conseguirás. Que La Peri y yo nos auxiliemos recíprocamente, nada tiene que ver con mis principios. Tú, como la generalidad de las personas, no ves más que la moral de relación. La absoluta, la moral fina, no la ves: eres muy miope. (Con grandísima zozobra.) Y otra cosa, Tomás: ¿Qué idea te has formado tú de Leonor? La idea vulgar, la idea de los cortos de vista, que no ven más que el bulto de las cosas. La Peri es una señora... para mí al menos... Y pongo mi cabeza a que no ha sido ella quien te ha contado eso. Es en este punto la discreción personificada.
¿Acaso lo has pensado, lo has discurrido tú, sin que te lo dijera nadie? (LA SOMBRA contesta afirmativamente con la cabeza.) No, no has formado idea exacta de mis relaciones con Leonor... Sería preciso que yo te las explicase... y lo haría si ahora mi cabeza no propendiese a embarullar las ideas. No lo veo claro yo tampoco, no lo veo muy claro; pero te diré que Leonor es mi amiga, la única persona en el mundo con quien tengo verdadera amistad, y esa confianza, Tomás, esa flor humilde y casera, que no nace sino en el terreno de la comunidad de sentimientos. Entre Leonor y yo hay un lazo moral, que será, visto desde fuera, muy feo, pero que por dentro es de lo más puro, créelo, de lo más puro que puede existir. (Inquietísimo, observando expresión de incredulidad y burla en el rostro de LA SOMBRA.) ¿Pero no lo entiendes?
LA SOMBRA.— (festivamente.) Eso no lo entiende nadie.
FEDERICO.— ¡Nadie! ¿Y si yo te dijera que, existiendo entre los dos esa leal confianza, no tengo amores con ella? Los amores van por otro lado ¡ay!, amores sin raíces, como los que contraemos con las mujeres de vida ligera, para distraernos y engañar las penas, amores de imaginación, que producen ratos deliciosos; pero que dejan el corazón vacío y el alma sedienta. Tampoco entiendes esto, ¿verdad?
LA SOMBRA.— Eso sí.
FEDERICO.— Te estoy contando lo que no debes saber; pero la culpa es tuya.
¿Para qué excitas mi sinceridad? Queda siempre en pie el misterio inexplicable para ti: ¿por que no acepto tu donativo? Pues sencillamente porque no me da la gana. ¿Lo quieres más claro? (Acalorado y descompuesto.) Y si te empeñas en que riñamos, reñiremos. Por mí no ha de quedar. Prepárate, y elige la forma de reñir que más te agrade y en que veas más probabilidad de vencerme. Porque tú debes triunfar, y yo debo sucumbir.
LA SOMBRA.— (flemáticamente.) No veo por qué razón ha de haber en esto vencedores ni vencidos. Tú eres dueño de tu voluntad y de tu porvenir. No me siento ofendido por tu afición a la pobreza, ni por tus simpatías hacia La Peri. Buen provecho te hagan.
FEDERICO.— Lo que yo sé es que así no puedo vivir.
LA SOMBRA.— (con afecto.) Explícate mejor; no tengas para mí secretos.
FEDERICO.— (doloridamente.) No te canses, Tomás. Yo no puedo declararme a ti.
Pero lo que mi lengua no acierta a decirte, cien lenguas del mundo te lo dirán.
Francamente, no me importa nada que me mates.
LA SOMBRA.— ¿Matarte? Si tu vida es un suplicio, quitártela es hacerte un bien, y como tú no quieres aceptar de mí favor alguno, te dejará vivo y pobre. (Riendo.) ¿No es ese tu gusto?
FEDERICO.— (aturdido.) Sí, sí. Y ahora... te hablaré con franqueza. ¡Cuánto te agradecería que te marchases! Tu presencia me mortifica horriblemente, y si no he huido de ti, es porque no puedo moverme. Yo no sé lo que tengo.
LA SOMBRA.— (levantándose.) No deseo más que complacerte.
FEDERICO.— ¿No te gusta a ti la ingratitud? Pues en mí tienes lo que más puede agradarte. ¿Estás contento de mí?
LA SOMBRA.— No, porque la ingratitud que a mí me entusiasma es la de los que reciben un beneficio mío, y tú lo rechazas.
FEDERICO.— Pues hazme el beneficio inmenso de no ocuparte de mí. No me mires, no me hables.
LA SOMBRA.— (sonriendo.) ¡Ingrato! Si no deseo más que tu bien...
FEDERICO.— (suplicante.) Por Cristo, olvídate de mí.
LA SOMBRA.— Yo te digo a ti que no me olvides. (Con humorismo.) Soy algo pesado, ¿verdad? Vaya, descansa de mí un momento... Pero nos veremos otra vez.
(Estrechándole la mano.) Sabes cuanto se te estima... (LA SOMBRA se aleja.
FEDERICO sale del salón.)