Escena VIII
Sala en casa de LA VIUDA DE CALVO.
LA VIUDA DE CALVO, señora de edad avanzadísima, pero bien conservada, vestida de negro, con espejuelos, gorro a la francesa. Sale por la derecha apoyándose en un bastón; CLOTILDE, que está junto al balcón de la izquierda, mirando a la calle.
VIUDA DE CALVO.— ¿Qué haces ahí?
CLOTILDE.— ¿No ha concluido Santana de conferenciar con ese señor?
VIUDA DE CALVO.— Aún tienen para un ratito. ¿Qué miras? ¿A quién esperas?
CLOTILDE.— A mi hermano, que prometió venir a verme. No puedo apartar de la calle mis ojos, esperando verle, entre los que pasan.
VIUDA DE CALVO.— (separándola del balcón.) No te aflijas, chiquilla, ni te impacientes, que ya parecerá, si es cierto que ha manifestado propósitos y deseos de verte.
CLOTILDE.— Díjome Bárbara que vendría por la tarde, y la tarde se acaba.
VIUDA DE CALVO.— ¿Tan pronto? ¿Cómo se ha de concluir el día antes de las cuatro de la tarde?
CLOTILDE.— (señalando al balcón.) Ya lo ve usted, es casi de noche. El sol se pone.
VIUDA DE CALVO.— ¡Qué se ha de poner, bobilla! No te empeñes en acelerar la carrera del sol, que bastante de prisa andan los días, sobre todo para los que ya los vemos pasar sin ninguna ilusión. Tu hermano vendrá, si no de tarde, de noche, o cuando quiera venir.
CLOTILDE.— ¡Ay! ¡Cuánto deseo verle! Siete días hace que de él me separé, y me parecen siete años. ¡Pobre hermano mío! Cuando salí de su casa, la fiebre de la resolución que tomé no me dejaba presentir la pena de esta ausencia. Federico tiene sus defectos, como todos; pero su corazón es noble. En los últimos días que pasé con él, sus defectos se abultaban a mis ojos, y sus cualidades disminuían. Pues ahora me pasa lo contrario: las cualidades crecen y los defectos me parecen insignificantes.
VIUDA DE CALVO.— Es caballeroso, inteligente, simpático y de buen natural; pero has de convenir conmigo en que no sirve para criar hermanas. Descuellan en él estímulos de altanera dignidad, instintos de nobleza que lucirían bien en una posición opulenta, como piedras preciosas montadas en oro; pero que se despegan del cobre dorado de la penuria vergonzante en que se empeña en ponerlos. ¡Ay, hija de mi alma! La realidad, con sus lecciones dolorosas, me ha enseñado a mí lo que es decadencia. Ideas de vanagloria tuve yo también, y con ellas posición muy distinta de la que tengo ahora. Pero caí, y me encontré con que las tales ideas, y el puntillo de honor y todo lo demás, eran de muy mal ver sobre las ruinas que me rodeaban. Aprendí a ver mayores extensiones de mundo; la necesidad me hizo viajar por regiones bajas, que son las más interesantes y las que más vida encierran, y descubrí que el reino de la humanidad tiene muchas más provincias y comarcas de las que yo creía. Por eso abracé tu causa, sin asustarme del escándalo que dabas, ni de tu desigual elección, ni del camino torcido que escogías para llegar al matrimonio. Cuando se miran las cosas desde arriba, se ve la grandeza de los móviles humanos, y no se distingue la pequeñez microscópica de los trámites sociales. Os protegí y os protegeré mientras pueda, sin hacer caso de los furores de tu hermano, ni de los asombros de lo que llaman opinión, asombros que no vienen a ser más que un movimiento de curiosidad, detrás del cual está la indiferencia.
CLOTILDE.— ¡Ay, cuánto sabe usted, señora! (Con entusiasmo.) Habla lo mismito que un libro.
VIUDA DE CALVO.— Los años, hija mía, son mis libros, el tiempo mi biblioteca, y mi estudio el vivir... (Suena un timbre: se sienten pasos.) Pero alguien ha entrado... Si será al fin el caballero de los imposibles. (CLOTILDE corre a la puerta del fondo.)