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Realidad: Escena I

Realidad
Escena I
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table of contents
  1. Portada
  2. Información
  3. Realidad
  4. Dramatis personae
  5. Jornada I
    1. Escena I
    2. Escena II
    3. Escena III
    4. Escena IV
    5. Escena V
    6. Escena VI
    7. Escena VII
    8. Escena VIII
  6. Jornada II
    1. Escena I
    2. Escena II
    3. Escena III
    4. Escena IV
    5. Escena V
    6. Escena VI
    7. Escena VII
    8. Escena VIII
    9. Escena IX
    10. Escena X
  7. Jornada III
    1. Escena I
    2. Escena II
    3. Escena III
    4. Escena IV
    5. Escena V
    6. Escena VI
    7. Escena VII
    8. Escena VIII
    9. Escena IX
  8. Jornada IV
    1. Escena I
    2. Escena II
    3. Escena III
    4. Escena IV
    5. Escena V
    6. Escena VI
    7. Escena VII
    8. Escena VIII
    9. Escena IX
    10. Escena X
    11. Escena XI
    12. Escena XII
    13. Escena XIII
    14. Escena XIV
    15. Escena XV
    16. Escena XVI
  9. Jornada V
    1. Escena I
    2. Escena II
    3. Escena III
    4. Escena IV
    5. Escena V
    6. Escena VI
    7. Escena VII
    8. Escena VIII
    9. Escena IX
    10. Escena X
    11. Escena XI
    12. Escena XII
    13. Escena XIII
  10. Autor
  11. Otros textos
  12. CoverPage

Escena I

Antesala de un círculo de recreo. Sucesivamente cambia en escalera, en calle y en café, según se indica.

FEDERICO VIERA, MANOLO INFANTE.

FEDERICO.— (que sale por el fondo.) ¡Maldita sea mi suerte! ¡Necio de mí! Debí prever este desastre, pues cuando nos amenaza un día de prueba, la noche que le precede es siempre una noche de perros. Las desdichas, como las venturas, no vienen nunca solas: vienen en parejas, como la Guardia civil. Si mañana (debo decir hoy, porque son las dos) ha de ser para mí un día tremendo, ¿cómo no calculé que esta noche no podía ganar? Las vísperas de los días malos son... peores. (Un lacayo le pone el abrigo.)

INFANTE.— (que entra por la derecha, como viniendo de la calle.) ¡Hola...

Federico el Grande... qué oportunidad!...

FEDERICO.— Infantillo, ¿venías a buscarme?

INFANTE.— Justamente, a eso vengo... Salía de mi honrado Círculo de Ingenieros, y dije: "voy a subir un momento allá, a ver si está ese perdío y le arranco al nefando tapete, para llevármele a tomar chocolate, y echar un párrafo con él".

FEDERICO.— ¡Cuánto te hubiera agradecido que me arrancaras al nefando tapete!... ¡Noche más infame!... Vámonos, vámonos. (Bajan la escalera.) ¿Tenías que decirme algo concreto, o simplemente charlar?

INFANTE.— Nada concreto.

FEDERICO.— ¿De veras? Tú eres muy ladino, y con esa apariencia de bon enfant, tienes tus trapacerías, y en la conversación un gancho invisible para extraer las ideas.

INFANTE.— Me juzgas a mí por ti mismo. Indeliberadamente, atribuimos a los demás nuestras propias cualidades.

FEDERICO.— En este caso, el listo eres tú... y yo también un poco, porque adivino de qué quieres hablarme.

INFANTE.— Mejor; así no necesitaré exordio. Cuando nos atormenta una idea fija, nos arrimamos a las personas que pueden darle pábulo. Es una necesidad del alma.

Sí... confieso que te busco para charlar, pero siempre con ánimo de que la conversación recaiga en lo de siempre, en mi prima.

FEDERICO.— Creí que con lo que te dije hace dos días quedabas convencido y satisfecho.

INFANTE.— Lo estoy por lo que a ti se refiere. Te he borrado de la lista de sospechosos; pero puedes volver a ella cuando menos lo pienses. Te absuelvo libremente, pero quedas sujeto a las resultas del proceso... Y en cuanto a ella, ¡qué bien defiende su enigma! Mas yo he jurado ante la laguna Estigia descifrárselo, y se lo descifraré. Estas noches he puesto varias trampas. Hubo momentos en que creí ver caer en ellas a Malibrán, a ti, al oficialito de artillería, al propio Calderón de la Barca... Pero no cayó nadie. Todos los indicios son tan vagos, que nada racional puedo fundar en ellos.

Calle.

FEDERICO.— ¡Qué noche tan clara y serena! Se ensancha el alma mirando el cielo estrellado, y espaciándose por ese azul inmenso. Las noches de Madrid son mejores y más bellas que los días, y en mi opinión, toda la vida, la política, los negocios, el comercio y la poca industria que hay, debiera hacerse de noche.

INFANTE.— A eso vamos.

FEDERICO.— ¡Mira ese cielo; pero míralo, hombre! ¡Observa qué templado ambiente!

INFANTE.— Sí, sí; pero no varíes la conversación. Oye una cosa. Dice Schopenhauer que cuando sufrimos un fuerte dolor físico, si nos ponemos a analizarlo, aplicando a él todo nuestro espíritu con insistencia, el dolor se alivia.

FEDERICO.— ¿Te has consolado así? Vaya, menos mal.

INFANTE.— Déjame concluir. Verás cómo hago mi análisis. Empiezo por preguntarme: "¿pero estoy yo realmente enamorado? ¿Esto que siento es lo que llaman amor? ¿Hállome dispuesto al sacrificio, a la abnegación, a posponerlo todo al objeto amado?". ¡Ay!, me temo que si tocaran a sacrificarse mucho, yo, francamente... vamos, que no. De lo cual deduzco que lo que siento es una pasión de amor propio, la pasión de las sociedades refinadas, como dice Malibrán. Lo que tomamos por amor no es más que el afán de vencer y de halagar nuestro orgullo.

Te confieso que quiero a esa mujer como se quiere lo que llega a constituir un gran empeño de nuestra vida, lo que representa un triunfo, una gloria, el colmo de nuestros afanes. He dado con el vocablo: no debo decir que amo a mi prima, sino que la ambiciono.

FEDERICO.— Lo comprendo; pero como en mí se ha extinguido hace bastante tiempo toda ambición, no siento bien lo que me dices. Vamos, tú corres detrás de ella como otros detrás de un acta, de una gran cruz o de una cartera.

INFANTE.— No es enteramente lo mismo; pero en fin; hay alguna semejanza.

FEDERICO.— Pasión de vanidad, o si quieres, pasión de gloria. Vencer, ganar una batalla, descubrir un territorio, inventar una máquina.

INFANTE.— Algo así, algo así... Y en suma, lo que me trae a mal traer es la rivalidad, sentimiento profundamente humano, la envidia (demos a las cosas su nombre), el temor de que la batalla que yo debía ganar la tenga ya ganada otro, que otro inventor haya descubierto lo que yo inventar quise. Y persigo a mi rival con ensañamiento. Si eres tú el que busco, dímelo por Dios; si sabes algo de otro, dímelo también.

FEDERICO.— (fríamente.) Pues sí sé... Vaya si lo sé... y contando con tu discreción, voy a decírtelo.

INFANTE.— Bendita sea tu boca, si no te sales con alguna extravagancia.

FEDERICO.— Pues sí, Augusta está enamorada... de su marido.

INFANTE.— ¡Ay, qué pillín! Como si no supiéramos con cuánta sandunga concilian ellas sus deberes con sus caprichos. Estiman a sus maridos, los respetan, hasta les aman; pero luego hacen en la trastienda de su alma unas distinciones jesuíticas, que son lo que hay que ver.

FEDERICO.— Eso no reza con nuestra amiga, que tiene a su marido un cariño firme y leal.

INFANTE.— Te diré... Razonemos. A mí me parece que Augusta estima a su marido, y le quiere, y no le pondrá en ridículo por nada del mundo. No hay miedo de que dé escándalos, y si tiene, como pienso, algún drama íntimo de estos imposibles de evitar en las altas clases sociales, uno de estos... llámalos errores, llámalos derivaciones espiritualistas, o materialidades que nacen de la excitación de la vida elegante, en fin, dales el nombre que quieras... pues digo, que si se sale de la vía legal, ha de ser con sensatez y buenas formas, guardándole a su marido todo el respeto, y hasta el cariño... que... Mira tú, para aclarar esto, sería preciso que antes fijáramos todas las categorías y formas del amor, las cuales son tantas que no se cuentan nunca, y cada día encontramos una categoría y una forma nuevas.

FEDERICO.— ¡Cuánto sabe este chico, Dios!... Pues yo no admito esas filosofías de estira y afloja, y me atengo a la idea de que Augusta es honrada.

INFANTE.— Es que la honestidad también tiene sus categorías.

FEDERICO.— No, no las tiene. Veo, Infantillo, que siendo yo un mala cabeza, como dicen, y tú uno de los niños más formalitos de estos tiempos, estoy menos corrompido que tú. Pues te digo otra cosa: tus pretensiones son una mala acción y una deslealtad.

INFANTE.— Si pones la cuestión en el terreno de la moral del Amigo de los Niños...

FEDERICO.— Que es la única. Si yo me viera en tu caso, me haría infeliz la idea de agraviar y deshonrar a un hombre tan bondadoso, tan digno de respeto y amistad. Dime, ¿eres tú de los que ven en Orozco un hipócrita, un egoistón lleno de camándulas?

INFANTE.— No, yo no creo eso: le tengo por persona estimabilísima. Pero te diré... Yo no hago la sociedad. La pícara está formada ya. Si ahora me dijeran a mí: "Infante: ahí tiene usted el caos. Fabrique usted la sociedad como cree que debe ser, bien ajustadita a los principios eternos", cuenta que lo arreglaría a gusto tuyo, a gusto de todos los sensatos y escrupulosos. Pero como me la encuentro hecha, y vieja ya, con multitud de repliegues y arrugas; como la moral existe, y es otro vejestorio entrado en siglos, con sus reservas, sus distingos, sus ondulaciones, yo no he de ponerme en ridículo, haciéndome el apóstol de la línea recta. Juraría que piensas lo mismo que yo; pero por afán de originalidad, te las das ahora de Catón inflexible.

FEDERICO.— Cree de mí lo que quieras. Aquí donde me ves, tan desquiciado, tengo yo mis preferencias por la línea recta. Me dirás que no la sigo; pero en estos tiempos, hasta el conocerla sin andar por ella viene a ser un mérito. Soy bastante testarudo, y poseo pocas ideas morales, pero firmes y claras. Aborrezco las interpretaciones farisaicas. Bien sé que no tengo autoridad. Lo que es autoridad, maldita la que hay acá; por eso te digo lo que los curas dicen: "Haz lo que te predico y no lo que yo hago...". ¡Pero si hallarás por ahí mil mujeres a quienes puedes aplicarte...! Busca otra, que las hay con maridos tontos o merecedores de que se les burle. Pero a esa déjala... déjala.

INFANTE.— ¿Crees en conciencia, no en conciencia estrecha, sino en conciencia amplia, la única que podemos tener... ¿crees en conciencia amplia, que es villanía engañar sin escándalo a Orozco?

FEDERICO.— En conciencia de todos tamaños lo creo. Dejemos la moral alta, y vengamos a la rastrera. Hasta la moral menuda te lo prohibe.

INFANTE.— ¿Lo crees tú? He dicho sin escándalo.

FEDERICO.— Con escándalo o sin él, será una indignidad.

INFANTE.— En ti se comprendería esto, porque tienes obligaciones de cierta clase con Orozco. Pero yo no las tengo. Conmigo es un amigo de tantos. Le debo las atenciones usuales y corrientes en sociedad; pero nada más. Tú no estás en ese caso. A ti te quiere mucho; tiene por ti verdadera debilidad. ¿Sabes lo que me dijo ayer? Te lo repito textualmente: "Es preciso que entre todos hagamos un esfuerzo para regularizar la vida de ese pobre Federico, arrancándole sus hábitos viciosos.

Es un excelente corazón, y un carácter hidalgo debajo de su capa de libertino con embozos de bohemio".

FEDERICO.— ¿Eso dijo? (Con sequedad y soberbia.) ¡Pero qué empeño de reformarme! Estos amigos reformadores y redentoristas me fastidian. ¿Por qué no me dejan como soy?

INFANTE.— Hombre, agradece la intención.

FEDERICO.— Sí, la agradezco.

INFANTE.— Por lo demás, ya sabemos que a ti no te baraja nadie.

FEDERICO.— (con ira disimulada.) Pues no vacilo en decir que si yo estuviese, como tú, prendado de Augusta, y no supiera contenerme en una actitud completamente platónica, sería un hombre indigno... Si te parece, entraremos en la chocolatería. Luego daremos otro paseo hasta mi casa.

Chocolatería.

(Toman asiento, y son servidos por un mozo.)

INFANTE.— ¿De modo que tu consejo es que desista?

FEDERICO.— (ensimismado.) Sí; el honor lo pide así.

INFANTE.— ¡El honor! Ahí tienes otra cosa que no se ha definido bien todavía, y que tiene muchos arrumacos. ¿Y si yo te probara que el honor, precisamente, me manda no desistir?

FEDERICO.— Dirías un disparate.

INFANTE.— Sobre esto hemos de hablar mucho. ¿Quieres que me pase mañana por tu casa?

FEDERICO.— (con amargura fría, dando fuerte palmada sobre la mesa.) Calla por Dios; mañana será para mí un día nefasto, con dificultades de tal magnitud que no veo cómo saldré de ellas. Mi sistema, ante estos tremendos compromisos, consiste en la ausencia de toda previsión. En el momento crítico, discurro lo que debo hacer, y lo hago. Obro por inspiración, y la inspiración y el cálculo no son compatibles. En presencia del enemigo que me acosa, siento en mí algo del genio militar, y me descuelgo súbitamente con una combinación ingeniosa y salvadora.

INFANTE.— ¡Tremenda vida! ¿Por qué no eres franco con los amigos? ¿Por qué no aceptas...?

FEDERICO.— (interrumpiéndole.) Porque me quedaría sin amigos. Déjame a mí.

Yo me bandeo solo. (Tratando de arrojar de su mente las penosas ideas que le abruman.) No hablemos de eso. Tengo por sistema no apurarme por nada. Te digo que no hablemos de eso.

INFANTE.— ¿Y si yo insistiera en hablar y en pedirte que me confiaras tus afanes, y en ayudarte a vencerlos?...

FEDERICO.— Te lo agradecería; pero francamente, no quiero perder tu amistad.

INFANTE.— ¡Perderla!

FEDERICO.— Sí, perderla. Déjame a mí. Los favores de cierta clase se pagan con el aborrecimiento. ¿Recuerdas aquel verso: inglés te aborrecí, héroe te admiro?...

Pues viene que ni de molde. Querido Infantillo, tú no sabes de la misa la media.

Cuando uno tiene la fatalidad de ser insolvente, si quiere conservar a los amigos, lo primero que debe hacer es no deberles nada. Inglés te aborrezco. Yo no puedo evitar que se apodere de mí una aversión insana hacia toda persona decente que viene en mi auxilio... En fin, no quiero tocar este punto. No lo toques tú tampoco, y déjame. Lo único que te diré es que no vayas mañana a casa. Estaré fuera casi todo el día.

INFANTE.— (para sí.) ¡Qué hombre este! El orgullo le acabará.

FEDERICO.— Ahora, vámonos pian pianino a dar otro paseo.

Calle.

Siguen paseando y charlando. Llegan a la calle de Lope de Vega.

INFANTE.— ¡Qué noche tan serena y deliciosa!... Te acompañaré hasta tu casa.

FEDERICO.— Esta es la hora de las confidencias, la hora de la amistad. Me estaría yo charlando contigo, de calle en calle, hasta el día. No tengo sueño ni ganas de acostarme.

INFANTE.— Dios quiera que mañana salgas bien de tus conflictos.

FEDERICO.— Saldremos, sí. Hay fe en la Providencia. Como si yo no tuviera hoy bastantes pesadumbres sobre mi alma, me ha caído una que... Vamos, te la cuento.

INFANTE.— Gracias a Dios que me confías algo.

FEDERICO.— Y la cosa es grave. (Avanzan hacia el extremo de la calle.) Sigamos hablando hasta el Prado, y luego volveremos. Esta es mi casa. (Señalando a la derecha.)

INFANTE.— Noticia fresca. Como no digas más...

FEDERICO.— Quedamos en que esta es mi casa. Bueno. Mira ahora la de enfrente.

INFANTE.— La miro, y no veo en ella nada de particular.

FEDERICO.— Fíjate en la planta baja... en la tienda...

INFANTE.— Veo un rótulo de Ultramarinos que dice: Santana. Géneros del Reino y extranjeros.

FEDERICO.— Perfectamente. Más arriba, verás dos ventanas que corresponden al entresuelo de la derecha. Ahí tiene su escritorio ese animal.

INFANTE.— Todo lo veo, menos la relación que eso pueda tener contigo.

FEDERICO.— Te lo diré. En el escritorio trabaja un chiquillo como de veinte años, un hortera que le hace guiños a mi hermana.

INFANTE.— ¡Ah!, ya...

FEDERICO.— Y no es eso lo peor, sino que la muy tonta se deja querer de semejante mequetrefe. Lo descubrí ayer, y me volé... Escena terrible en mi casa.

Tengo que hacer un escarmiento con esas lagartonas que me sirven, y plantarlas en la calle.

INFANTE.— Cuestión delicada es esa para resolverla ab irato. Considera que tu hermana no vive en la esfera social que le corresponde. Está en la edad crítica del amor... No ve a nadie... Ha visto a ese chico...

FEDERICO.— (irritándose.) Cállate. No puedo soportarlo... ¡Mi hermana dejándose impresionar por un tipo de esos...! Tú conoces mis ideas. Soy un botarate, un vicioso... pero hay en mi alma un fondo de dignidad que nada puede destruir.

Llámalo soberbia, si te parece mejor. No me resigno a que ese vil hortera haya puesto los ojos en Clotilde. Soporto menos que ella guste de vérselos encima. Te aseguro que habrá la de San Quintín en mi casa. A mi hermanita la meteré en un convento de Arrepentidas, y al danzante ese, como yo lo coja a mano, como le sorprenda en la escalera de mi casa... tengo sospechas de que hay aproximaciones... como le sorprenda, te juro que no le quedarán ganas de volver.

INFANTE.— Moderación. Esas ideas son del siglo XVII, clavaditas. Comprendo que no te agrade la elección de tu hermana; pero fíjate en las circunstancias.

¿Acaso la has puesto tú en condiciones de elegir?

FEDERICO.— (nervioso.) No me vengas a mí con esa clase de reflexiones. La tapadera de las circunstancias sirve para encubrir los ultrajes al honor. Que mis ideas son anticuadas en este particular, lo sé, lo sé; pero son así, y no admito otras.

Aunque me llames extravagante, te diré que no me cabe en la cabeza la igualdad.

Yo no soy de esta época, lo confieso; no encajo, no ajusto bien en ella. Ya sabes mi repugnancia a admitir ciertas ideas hoy dominantes. Eso que en lenguaje político se llama pueblo, yo lo detesto, qué quieres que te diga, y no creo que con la gente de baja extracción vayan las sociedades a nada grande, hermoso ni bueno. Soy aristócrata hasta la médula... no lo puedo remediar... Eso de la democracia me ataca los nervios. Gracias que no es verdad, ni hay tal democracia, pues si la hubiera... ¡Dios nos asista!

INFANTE.— Tú podrás pensar lo que gustes; pero como los hechos se sobreponen a las ideas, si tu hermanita se empeña en democratizarse, se democratizará... a despecho de tu aristocracia.

FEDERICO.— Prefiero verla muerta.

INFANTE.— Piénsalo bien... esas cosas se dicen pronto... pero luego, la realidad...

(Aproxímase a la puerta de la casa.)

FEDERICO.— ¿Dónde estará ahora ese maldito sereno? Quizás durmiendo la mona en el hueco de alguna puerta. (Suena la cerradura, y observan que la puerta se abre por dentro.) ¡Ah!, escucha, mira. Alguien sale...

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