Skip to main content

Realidad: Escena IX

Realidad
Escena IX
    • Notifications
    • Privacy
  • Project HomeBenito Pérez Galdós - Textos casi completos
  • Projects
  • Learn more about Manifold

Notes

Show the following:

  • Annotations
  • Resources
Search within:

Adjust appearance:

  • font
    Font style
  • color scheme
  • Margins
table of contents
  1. Portada
  2. Información
  3. Realidad
  4. Dramatis personae
  5. Jornada I
    1. Escena I
    2. Escena II
    3. Escena III
    4. Escena IV
    5. Escena V
    6. Escena VI
    7. Escena VII
    8. Escena VIII
  6. Jornada II
    1. Escena I
    2. Escena II
    3. Escena III
    4. Escena IV
    5. Escena V
    6. Escena VI
    7. Escena VII
    8. Escena VIII
    9. Escena IX
    10. Escena X
  7. Jornada III
    1. Escena I
    2. Escena II
    3. Escena III
    4. Escena IV
    5. Escena V
    6. Escena VI
    7. Escena VII
    8. Escena VIII
    9. Escena IX
  8. Jornada IV
    1. Escena I
    2. Escena II
    3. Escena III
    4. Escena IV
    5. Escena V
    6. Escena VI
    7. Escena VII
    8. Escena VIII
    9. Escena IX
    10. Escena X
    11. Escena XI
    12. Escena XII
    13. Escena XIII
    14. Escena XIV
    15. Escena XV
    16. Escena XVI
  9. Jornada V
    1. Escena I
    2. Escena II
    3. Escena III
    4. Escena IV
    5. Escena V
    6. Escena VI
    7. Escena VII
    8. Escena VIII
    9. Escena IX
    10. Escena X
    11. Escena XI
    12. Escena XII
    13. Escena XIII
  10. Autor
  11. Otros textos
  12. CoverPage

Escena IX

AUGUSTA, FEDERICO.

FEDERICO.— (entrando en la sala.) Perdóname, hija de mi alma, si he tardado un poco.

AUGUSTA.— ¿Cómo un poco? Hace media hora que estoy aquí. Ya pensé que no venías. Y como yo me pongo siempre en lo peor, creí que esta tardanza era... la del humo...

FEDERICO.— ¡Pero qué calor hace aquí! (Quítase gabán y sombrero.) ¿Con que la del humo?... ¡Qué bromas tiene mi nena! (Se sientan ambos en el sofá.)

AUGUSTA.— Quita allá, embustero, farsante. No me engatusas ya. A fe que estoy contenta hoy. Ha sido una debilidad darte esta cita, después de las perrerías que me haces.

FEDERICO.— ¿Pero qué perrerías ni qué...? ¡Cuidado con tus cavilaciones! No, gata salada, no hay ningún motivo para que te enojes con tu perdis. Tengo en ese punto la conciencia tan tranquila, que anoche, cuando me pusiste de vuelta y media, me decía: "Ya se amansará. La reconciliación ha de venir, pues nada ocurre en que fundarse pueda un agravio". Esta mañana, al recibir tu carta, me dije: "paces tenemos".

AUGUSTA.— No hay que hablar de paces todavía. Antes conteste usted a mis preguntas.

FEDERICO.— ¿Me tratas de usted? Cuando yo digo que paces tenemos.

AUGUSTA.— Será con su cuenta y razón. Empiezo a preguntar. Primero: ¿por qué has tardado tanto hoy?

FEDERICO.— ¡Dale!... Cosas mías; asuntos que no pueden interesarte.

AUGUSTA.— ¿Cómo no han de interesarme tus asuntos? ¡Qué herejías echas por esa boca! Si el amor tuviera su Inquisición, serías tú condenado a la hoguera por las atrocidades que dices contra el dogma... Yo no debí escribirte hoy. Repito que ha sido una flaqueza mía. Anoche no dormí, pensando en tus traiciones!...

FEDERICO.— (riendo.) Pero sepamos cuáles son mis traiciones. No me he enterado de ellas todavía.

AUGUSTA.— Hazte ahora el tonto. Esa mujer indigna, a cuya casa vas con tanta frecuencia...

FEDERICO.— (interrumpiéndola.) Te lo habrá dicho Malibrán, que se dedica a desacreditarme.

AUGUSTA.— Quien me lo dijo, añadió que ese trasto de La Peri tiene gran influjo sobre ti.

FEDERICO.— (con frialdad, y un poco distraído.) ¡Qué disparate!

AUGUSTA.— Nada es disparate. El disparate no existe. Los hechos pueden ser o no ser; pero no es la mejor manera de negarlos el decir que son absurdos.

Convénceme, pues, de otra manera.

FEDERICO.— ¿Cómo?

AUGUSTA.— Demostrándome que me quieres. Si me lo pruebas, se aplacarán mis celos, pues queriéndome a mí, no podrás querer a otra.

FEDERICO.— (abrazándola con cariño, pero receloso.) ¡Pues si eso te lo tengo probado ya hasta la saciedad!... Vida mía, no pienses en infidelidades que sólo están en tu imaginación, o en la malicia de amigos que me quieren mal.

AUGUSTA.— (dejándose abrazar, y correspondiéndole con cariñosas ternezas.) Soy débil, y me entrego a tus engaños, para asegurar siquiera la dicha del momento presente. Te confesaré con franqueza una cosa, y es que esta mañana, después de una noche de martirio y de cavilaciones que me pusieron demente, se me despejó la cabeza y se me aclararon las ideas. Me dio por argumentar en favor tuyo. Verás lo que dije: "¡Si no puede ser, si no cabe en cabeza humana que, habiéndole yo sacrificado mi honor, y queriéndole como le quiero, me sustituya con una mujer de esa clase y de esa vida!". Pero al pensar esto, no las tenía todas conmigo, porque los llamados disparates me parecen a mí lo más natural y verosímil. De todos modos, habías ganado en mi alma el terreno que por la noche perdiste, y me ablandé, chico, te tuve lástima, tuve lástima de ti y de mí, y te cité para hoy, diciéndome: "¡Qué demonio!, si estoy rabiando por verle y porque me haga fiestas, ¿a qué tanta gazmoñería?".

FEDERICO.— (besándola.) Sí, vale más que nos veamos, y que hablemos como buenos amigos.

AUGUSTA.— Y ahora siguen las preguntas.

FEDERICO.— ¡Ay! Déjalas para otro día. Convéncete de que no te engaño.

¿Quieres que te hable con completa sinceridad? Pues La Peri es amiga mía... La conozco hace tres o cuatro años. Ya sabes que tuvimos nuestro devaneo. Pues aquello no dejó rastro alguno; sólo queda una amistad, así... (Con embarazo.) así, ¿cómo te la explicaría yo? Ella me consulta alguna vez sus asuntos... Charlamos; yo, si se me ocurre, le doy un buen consejo, y... ¿Quieres más franqueza?... Pues alguna que otra vez voy a su casa. No... no frunzas el ceño. ¡Pero, hija mía, si le hablo delante de su amante! El que te haya dicho otra cosa ha mentido, créemelo.

Yo te juro, chiquilla, que amor no hay entre ella y yo... amistad sí, una amistad...

yo no sé cómo hacértela comprender.

AUGUSTA.— (seria.) No te canses, que no la entenderé nunca. Comprendo que te enamores de una mujer perdida, prefiriéndola a mí. El amor no tiene lógica, ni entiende de clases. Pero la amistad no es tan independiente, señor mío; está más ligada con las condiciones sociales, con la decencia y la opinión. ¿No te parece a ti que la amistad formal con una mujer de esas es degradante para un caballero? ¿Y no se te ocurre que la gente la interprete mal, y suponga en ti ignominias que no existen, sin duda; pero que parecen la consecuencia natural de tu trato con personas de tal estofa?

FEDERICO.— (con acritud y ligeramente turbado.) ¡Ignominias! ¡Qué absurdo! ¿Acaso se habrá atrevido alguien a calumniarme...?

AUGUSTA.— No, no he oído nada... Era una deducción que yo hacía de esas amistades confesadas por ti.

FEDERICO.— (impaciente.) ¡Qué tontería invertir estas cortas horas en divagar sobre hechos imaginarios, querida mía! Tú tienes la culpa, con tus celos y tus cavilaciones. Y en último caso, si yo te quiero a ti sola, si por más que rebusque tu suspicacia, no podrá encontrar un dato en contra, ¿qué te importa lo demás?

AUGUSTA.— (con cariño.) ¿Pues no ha de importarme? Cuando se ama de veras, gusta mucho absorber toda la vida de la persona amada. Tú no me ofreces más que la flor de la vida, y eso no me satisface: yo quiero también las hojas, el tronco, las raíces... ¿Qué te parece la figurilla?

FEDERICO.— Buena, buena.

AUGUSTA.— ¿El amor es acaso una ilusión pasajera? No, si es de ley, ha de completarse con la compañía y el apoyo moral recíproco, con la confianza absoluta, sin ningún secreto que la merme, y con la comunidad de penas y de alegrías... Una queja he tenido siempre de ti, y es que nunca has querido confiarme secretos penosos que te oprimen el corazón. Yo sé que hay esos secretos, yo sé que padeces callandito por la falsa idea que tienes de la dignidad. ¿Para qué sirve el amor si no sirve para que los amantes se consulten y se apoyen en sus desgracias? Dices que me quieres. Pues pruébamelo... ¿Cómo? Clavando en mi corazón parte de las espinas que tienes clavadas en el tuyo. ¡Si no puedes negar que las tienes, si todo el mundo lo sabe! ¡Ay!, algunas de esas espinas, verás que pronto me las sacudo yo.

FEDERICO.— (para sí.) Corazón inmenso, no merezco poseerte. (Alto, abrazándola.) ¡Qué buena eres, qué talento tienes, vida mía, y qué indigno soy de ti!

AUGUSTA.— ¡Embustero!... Si me quieres de verdad, confíate a mí. Ya sé los argumentos que te haces a ti mismo para no confiarte. ¿Crees que no tengo penetración, que no sé leer en tu alma? Pues sí que leo, y lo vas a ver. Tú piensas que, en ley de decoro, un caballero pobre no puede confiar a una señora casada y rica, con quien tiene relaciones, ciertas contrariedades de su vida. Temes parecer indelicado, innoble. ¡Qué tontería! El verdadero amor debe ahogar el orgullo y acabar con él, como el pez grande se come al chico. Yo aspiro a vencer tu orgullo y a devorarlo, avivando el amor y dándole, tontín, las grandes tragaderas. Pero ayúdame tú. Para animarte, te diré una cosa: Yo te quiero por desgraciado, por bohemio, por el abandono que hay en ti, por lo que padeces en silencio, y por las amarguras que pasas sin chistar. (Con veleidad graciosa.) Pues oye; se me ocurre una transacción: que gastes con todos esa delicadeza, y la suprimas para mí. Es mi enemiga, mi rival y tengo celos de ella. Le clavaría las uñas. Para que lo sepas todo, tu vida angustiosa, tu pobreza, sí, empleemos la palabra terrible, han sido un incentivo más del amor que te tengo. (Sonriendo.) Si fueras capitalista, yo no te habría querido. Si fueras un hombre metódico, que llevaras tus cuentas por partida doble, créelo, me serías antipático.

FEDERICO.— (soltando la risa.) ¡Monísima! Me haces mucha gracia.

AUGUSTA.— Yo soy así: estoy cansada de la regularidad. Me ilusiona el desorden.

FEDERICO.— (con viveza.) ¡Ah! Ya te cogí. ¡Contradicción! Si eres como dices, ¿a qué ese empeño de poner orden en mí?

AUGUSTA.— (confundida.) Pues si hay contradicción que la haya. No retiro nada de lo dicho. Ea, hablemos claro. Yo deseo ser, además de tu amante, tu consejera y tu administradora. No quiero que pases tantas agonías. Dame tu confianza; destruye esta muralla que hay entre nosotros.

FEDERICO.— (con seriedad.) Augusta, vida mía, lo que ignoras de mí se revela a tu imaginación soñadora como algo interesante, novelesco, dramático, y no es eso; es de lo más prosaico y vulgar. ¿Y si yo te dijera que derribando esta muralla de la China perdería quizás tu estimación?

AUGUSTA.— No, no; la pobreza no deshonra a nadie. Comprendo, aunque nunca las he pasado, las humillaciones que trae la falta de dinero; pero eso se remedia fácilmente, querido mío.

FEDERICO.— Yo no merezco el interés que te tomas por mí. ¿Pero no es mejor que dejemos en la sombra y detrás de nosotros toda esa realidad fastidiosa, que al fin, al fin, puede que diera al traste con el amor mismo? Eso que ignoras te seduce porque es misterio. Si dejara de serlo, lo mirarías quizás con repugnancia.

AUGUSTA.— Es cierto que me atrae el misterio, lo desconocido. Lo claro y patente me aburre.

FEDERICO.— Vuelvo a señalarte la contradicción. Si eres así, ¿cómo se te antoja penetrar en mi vida íntima, para que yo también te aburra?

AUGUSTA.— No, no es eso... ¿Me dejas explicarme?

FEDERICO.— Sí, estoy encantado oyéndote.

AUGUSTA.— Pues verás. Tú me conoces bien; tengo, no sé si por dicha mía o por desgracia, una imaginación exaltada. El peligro mismo me atrae, y aun eso que llaman disparate me seduce también. Eso de que siempre han de pasar las cosas con arreglo a pliego de condiciones, como si la vida fuera una continua subasta, me carga.

FEDERICO.— Veo en ti algunas de las ideas de tu padre.

AUGUSTA.— Mi padre tiene mucho talento, y se anticipa a su época.

FEDERICO.— También tú.

AUGUSTA.— Yo apetezco lo extraño, eso que con desprecio llaman novelesco los tontos, juzgando las novelas más sorprendentes que la realidad. ¿Por qué me enamoraste tú, grandísimo tunante? Porque eres una realidad no muy clara, porque no veo tu vida cortada por el patrón de este puritanismo inglés que aborrezco, porque llevas en ti el gustillo ese del disparate, que a mí me sabe tan bien.

FEDERICO.— Y ahora pretendes destruir todo ese encanto que, según dices, tengo, y cortarme a patrón y ponerme la marca ordinaria. Si me amas por absurdo, ¿a qué combates mi desequilibrio, que según tú, es una cosa tan bonita?

AUGUSTA.— Ven acá, tonto, mamarracho; es que te quiero locamente: a nadie he querido ni quiero sino a ti, y este amor primero y último hace una revolución en mi naturaleza y en toda mi alma. ¿Que desmiento mi carácter? ¿Que me contradigo? Bueno. Deseo hacerte burgués, vulgarizarte. ¿Que destruyo ese encanto, esa poesía, llamémosla así, de tu pobreza disfrazada? Mejor; por eso no dejaré de quererte. Es el gran paso, que yo no he dado hasta ahora, en el proceso, o como quiera que eso se llame, de los afectos; el paso del periodo soñador al periodo práctico, del noviazgo al matrimonio; la gran crisis del amor; el tránsito de la época legendaria a la época clásica. ¿Qué tal? Esto se llama erudición. Tontín, ¿no me comprendes? Es que me transformo, es que aspiro a fundir la ilusión con la razón, a hacerte feliz en todos los terrenos, a establecer tu vida junto a la mía en condiciones de estabilidad. ¿No lo entiendes, grandísimo gaznápiro? (Le da muchos besos.)

FEDERICO.— Lo entiendo... en principio lo entiendo. Pero veo que no cuentas con la realidad. Esa aspiración tuya es un sueño. Olvidas que estás ya casada.

AUGUSTA.— Es cierto. Con esa idea me traes a la vida real. Iba yo por los espacios imaginarios, como las brujas que vuelan montadas en una escoba. Pero, en fin; el que no podamos hacer vida normal no estorba para que yo intente mejorar tu existencia, y librarte de ciertos suplicios. ¿Te lo digo más claro? Pues guardando las formas y respetando lo que debo respetar, quiero que participes de los bienes materiales que yo disfruto. La desigualdad entre mi bienestar y tu malestar me mortifica. Hay que repetirlo cien veces: es preciso que nos volvamos muy prosaicos, muy caseros. (Sonriendo.) Sin duda esto es efecto de la edad. Ya voy siendo vieja.

FEDERICO.— (con exaltada pasión.) ¡Vieja tú! Eres la juventud eterna, la gracia infinita, y la tentación del mundo entero.

AUGUSTA.— (riendo y abandonándose.) ¡Borrico!

Intermedio largo.

Annotate

Next / Sigue leyendo
Escena X
PreviousNext
Powered by Manifold Scholarship. Learn more at
Opens in new tab or windowmanifoldapp.org