Escena VII
Gabinete en casa de LA PERI. Es de día.
FEDERICO, LEONOR.
FEDERICO.— Buenos días, Leonorilla.
LEONOR.— Bonyú, mon ti cherí... ¿Qué te creías tú, que yo no sé francés? El marqués me lo está enseñando. Ya sé porción de frases, y con ellas y con decir a todo pagardón, pagardón, podré entenderme con el franchute que sepa más.
FEDERICO.— (sin prestarle atención.) Bien.
LEONOR.— Pero qué ¿tienes mal humor?
FEDERICO.— De mil diablos.
LEONOR.— Ya... La condenada sota, ¿verdad? ¡Cuando te digo yo que no te fíes de esa...! Es más mala que el cólera.
FEDERICO.— Pues no, no se ha portado mal. (Saca un puñado de billetes.) Mira.
LEONOR.— (cruzando las manos y dando un grito de alegría.) ¡Billetes! ¡Ay qué calorcito me corre por todo el cuerpo! Déjame que los toque. Me muero por ellos.
FEDERICO.— Son para ti. Hace dos noches que me sopla un poco la musa. Es una racha que pasará pronto. Por eso, antes que venga la mala, quiero cumplir contigo.
Toma esos ocho mil realetes, y ve reuniendo para sacar tus alhajas.
LEONOR.— (echando la zarpa a los billetes.) Ay, hijo de mi alma, ¡qué bueno eres! Dame acá. Me hace una falta atroz. ¿Y tú cómo estás de trampas y trópicos?
FEDERICO.— Absolutamente desahuciado. No tengo salvación. Los compromisos son tales, y se van enredando de tal manera, que pronto daré el barquinazo gordo.
LEONOR.— Ganarás, mico.
FEDERICO.— Gane o pierda, no puedo salir a flote. Me ahogo sin remedio. No veo ni aun probabilidades de evitar la insolvencia y la deshonra.
LEONOR.— (con alma.) No te apures. Confía en Dios. Puede que te caiga alguna herencia.
FEDERICO.— ¡Herencias a mí!
LEONOR.— ¿Sabes que se me ha ocurrido un gran negocio, que podríamos emprender los dos? ¿No aciertas lo que es? Pues te lo diré: consiste en poner tres o cuatro casas de citas de muchísimo lujo, pero de un lujo... asiático, todas ellas combinadas con una timba tremenda, y de muchísimo lujo también, como esas que hay en Badén y en Montecarlo... Te explicaré la combinación... Es cosa de ganar millones.
FEDERICO.— (displicente.) No, no me expliques nada. No sé cómo se te ocurren tales disparates.
LEONOR.— Pues, hijo, yo tengo que inventar algún negocio. Debo más que el Gobierno, y ese condenado pollo va a dar con mis pobrecitos huesos en un hospicio. Cuentas de sastre, cuentas de café, cuentas de la Taurina, y cuentas de la santísima carandona de su madre. Todo lo tengo que pagar yo, y ya me voy cansando, como hay Dios.
FEDERICO.— (tirándole suavemente de una oreja.) Eso le pasa a esta pájara por no hacer caso de mí. Bien te dije que ese pollo era una calamidad. ¿Por qué no te fiaste de mí en eso, como en todo? LEONOR.— Chico, porque cuando tocan a enamorarse pierde una el sentido. Eso del amor es capítulo aparte, y los consejos y la amistad son para otras cosas. Ya sabes que me dio muy fuerte, que me cegué por él, y me puse como los mismos hornos. Pero ya me voy enfriando, y conozco que es un grandísimo lipendi... Otro más carantoñero y de más figuras no lo hay. Ahora está conmigo hecho un merengue. Como que necesita cuartos. Pues dice que soy yo otra como la Traviatta, y que él me va a redimir y a volverme honrada... ¡qué risa! Parece que ahora va a venir su padre, para quitarle de mí y llevársele, y él pretende que, cuando su papá venga a verme, haga yo el papel de tísica arrepentida, tosiendo con sentimiento, y pintándome ojeras... vamos, como la Traviatta, para que el buen señor se ablande y nos eche su santa bendición... ¡qué risa! Con estas farsas, ello es que me está dejando por puertas. (FEDERICO vuelve a mostrarse triste y caviloso, sin prestar atención a su amiga.) ¿Pero qué ocurre hoy? ¿Qué te pasa?
FEDERICO.— Ya debes figurarte que no estaré para ponerme a tocar las castañuelas. Tú sabes bien lo que me sucede. Tengo una hermana que es mi desesperación, mi vergüenza; tengo un padre que me abochorna siempre que viene a Madrid.
LEONOR.— Anoche contaron aquí que vino a cobrarle a Orozco unas cuentas que debía. ¿Sabes?, cosas allá muy gordas, de ingleses... pero de Inglaterra; y que el otro fue más listo que él y le engañó, recogiéndole el papel por un pedazo de pan.
Ese Orozco se pierde de vista, y gasta unas como caretas de hombría de bien, con las cuales emboba a la gente.
FEDERICO.— (caviloso.) No creas nada de eso. Es un desatino.
LEONOR.— ¿Pero a ti qué te importa que sea Orozco el engañado o que lo sea tu padre? Allá ellos. Y en cuanto a lo de tu hermanita, yo la dejaría casarse con el Nuncio si le gustaba, digo, con el monago de la Nunciatura... (Tirándole suavemente de la oreja.) También tú, con tanto pesquis como tienes, necesitas que te enseñe a vivir una tonta como yo. ¡Haces y piensas cada simpleza...! El casarse, hijo mío, debe ser una cosa muy liberal; quiero decir que la mujer debe escoger a quien le entre por el ojo derecho, y nada más. Ya no estamos en los días de la Inquisición... no sé si me explico. Anoche dijeron aquí que tú eres un hombre del tiempo en que había Inquisición, y cadenas, y despotismo, y otras cosas muy malas...
FEDERICO.— (sonriendo con tristeza.) Tiene gracia.
LEONOR.— Pero a mí no me la pegas tú. La causa de que estés ahora tan cabistivo y pensibajo, no es ni lo de tu padre ni lo de tu hermana. Es otra cosa. Si yo te calo muy bien, si yo te entiendo. Tú guardas un secreto, que no quieres confiarme, y haces mal, porque yo, que soy una pública, tengo corazón, y no me faltan entendederas para decirte esto y lo otro que te pudiera consolar. Sé lo que son penas, y en lo tocante a penas de amor, no hay quien me baraje a mí. Podía poner cátedra de esto en la Universidad, y saldría yo, con mi birrete color de rosa y mi toga de batista, a explicar a los chicos el tratado de las fatigas de amor con todos sus pelos y señales.
FEDERICO.— ¡Qué mona! Figúrate si eres salada, que me haces reír hoy a mí.
LEONOR.— (poniéndose en la cabeza, ladeado, el hongo de FEDERICO.) Con que, o hay confianza o no hay confianza entre este par de peines. ¿No te cuento yo a ti hasta mis pensamientos más íntimos? ¿Por qué no has de hacer tú lo mismo con esta pájara? A ver, desembucha. Tú tienes amores, y amores muy por lo alto.
Mira que si no te explicas, saco las cartas y te descubro todo el enredo.
FEDERICO.— Cierto que entre nosotros debiera existir una confianza sin límites.
Mi decoro no padece nada en mis tratos contigo, que no son nada buenos.
¡Excepción inexplicable! Yo tan meticuloso, fuera de aquí, en cuestiones de dignidad, en tu casa soy tu propia imagen. No lo entiendo, pero es así. Sin embargo, te soy franco, hay cosas mías, secretos si quieres, que dejo siempre de la puerta afuera, cuando entro a visitarte.
LEONOR.— (impaciente.) ¿Cantas o no cantas? Un hombre como tú no pone esos morros sino por una pasión fuerte. Yo sé lo que es apasionarse, irse del seguro. Lo pruebo todos los semestres.
FEDERICO.— Seguramente, si yo fuera contigo menos reservado en eso que deseas saber, no me comprenderías. Es difícil que esto lo entienda nadie, Leonorilla. Las cosas que me andan a mí por dentro, en mi conciencia y en todo mi espíritu, son de tal calidad que sólo Dios y yo las entendemos.
LEONOR.— Y yo también porque soy diosa. ¡Vaya!, así me lo llamó bien clarito ese poeta, ese Bardal, en los versos que me hizo la otra noche. Con que, claréate.
FEDERICO.— Bueno, pues concediéndote yo que hay algo de lo que sospechas, a ver si entiendes la explicación que voy a darte, sin nombrar personas. Esos amores no me satisfacen, y más bien son para mí un motivo de pena. ¿Por qué?, dirás tú.
Porque se relacionan con ciertos estados de mi espíritu, y de tal relación viene a resultar que son amores incompletos y superficiales. ¿Me explico bien? La facultad imaginativa lleva la mejor parte, y el corazón se queda vacío, porque no hay confianza, ni la puede haber entre esa mujer y yo. La confianza consiste en entregar toda nuestra existencia al conocimiento de la persona querida, y a esa persona no puedo yo revelarle ciertas fealdades y humillaciones de mi vida angustiosa. Me quiere con locura, para mayor desgracia mía, y yo no puedo corresponderle. Hay momentos en que hasta se me figura que la aborrezco, porque nuestra alma tiende a odiar a las personas ante quienes no podemos descubrirnos sin que el amor propio se lastime. Ya ves que te confío mis secretos más delicados; te lo confío todo menos el nombre.
LEONOR.— (para sí, con malicia.) ¡Como si yo no lo supiera, mico! (Alto, amenazándole con la mano.) Te voy a matar.
FEDERICO.— Ese amor no me satisface, porque mi corazón no se ha entregado a él, porque para completarlo me sería preciso añadirle la confianza, este compañerismo que contigo tengo, tan dulce, tan práctico. No, no te envanezcas: el sentimiento inexplicable que nos une a ti y a mí tampoco es completo. Le falta algo, la imaginación, que está allá.
LEONOR.— (satisfecha.) El corazón por mi cuenta, ¿verdad?
FEDERICO.— Gran parte de él, créelo. No puedo completarme aquí ni completarme allá. La mitad de mi ser en cada lado. ¿Lo entiendes? (LEONOR, meditabunda, hace signos afirmativos con la cabeza.) Si estas dos mitades se pudieran juntar y fundir, ¡qué bueno sería! ¡Si yo pudiera llevarme allá la confianza con sus envilecimientos y todo...! ¡Si yo pudiera traerme aquí el recreo de la imaginación y de los sentidos...!
LEONOR.— (reflexionando.) De todo esto, lo que saco en consecuencia es que somos los nacidos una cosa muy rara. Hombres y mujeres somos guitarras, que no sabemos cómo se templan ni cómo no... De lo que resulta que esto de las pasiones es un fandango pastelero. (Coge las cartas y empieza a barajarlas.) Ahora voy a adivinarte los pensamientos. (Sonriendo.) Estoy inspirada. Ojo a la diosa. Se me ha puesto entre ceja y ceja que el santísimo naipe me va a decir el nombre de tu adorado tormento.
FEDERICO.— ¿A que no?
LEONOR.— Y me dirá también si saldrás con suerte del corto camino en que te has metido.
FEDERICO.— (con cierto interés.) Veremos. Tan trastornado estoy, que hasta me voy volviendo supersticioso.
LEONOR.— (poniendo los naipes sobre el sofá, en grupos, y haciendo sobre ellos, con mucha gracia, signos estrambóticos.) ¡Ah!, mira; en las tres vueltas sale siempre encima la mujer de buen color. ¡Ay, Dios mío, lo que veo aquí! ¿Sabes lo que quiere decir el seis de copas?, pues significa Santo Domingo... y en seguida el siete del mismo palo. ¡Jesús, Madrecita mía de las Angustias!... Y en seguida el ocho, que declara camino cansado, como si dijéramos, una cuesta. (Con solemnidad.) La mujer por quien penas, camaraíta, vive en la cuesta de Santo Domingo, número 7, y es casada.
FEDERICO.— (tirando las cartas con displicencia.) Ea, deja esas tonterías...
(Levántase inquietísimo.) ¿Quién te lo ha dicho?
LEONOR.— (con naturalidad.) ¡Pero hijo mío, si lo saben hasta los perros!
FEDERICO.— No, no. Si lo sabe alguien, será de poco tiempo acá. Verdad que estas noticias cunden con rapidez eléctrica.
LEONOR.— (muy cariñosa.) No te enfurruñes; no hay motivo para ponerse así.
Esas cosas se saben siempre, miquito. Siéntate a mi lado, y te contaré algo que debes saber. Anoche hablaron aquí largamente de la de Orozco y de ti.
FEDERICO.— ¿Quién?
LEONOR.— Amigos tuyos. (Mirándose las uñas.) Ya sabes que en eso de hablar, no hay amigo para amigo. Se sueltan mil borricadas, sin intención de ofender. ¿Te lo cuento? ¿Me prometes no enfadarte? Es de clavo pasado que, tratándose de señora rica y de amante pobre, lo primero que se diga es que ella le paga a él las trampas.
FEDERICO.— No, no dirían tal atrocidad. (Paseándose agitado.) ¿Qué amigo mío es capaz de suponer...? Como no sea Malibrán...
LEONOR.— El mismo...
FEDERICO.— ¿Y tú te callaste...?
LEONOR.— Buena soy yo para callarme, tratándose de tu honor, que es lo mismito que el mío...
FEDERICO.— (deteniéndose ante ella.) Tu honor lo mismo que el mío... es decir, el mío como el tuyo...
LEONOR.— He dicho una sandez. No hagas caso... Ahora caigo... (suspirando.) en que yo no tengo honor. Quise decir... Pero tú ya me entiendes.
FEDERICO.— Sí, comprendido.
LEONOR.— Pues te defendí diciendo que tú no eras capaz de tomar dinero de ninguna mujer... (Bajando la voz.) Que nosotros tengamos acá nuestros cambalaches, es cosa que nadie sabe, que a nadie le importa, y que entre nosotros se queda. Claro, de ti para mí, lo ganamos como podemos, y nos ayudamos. No es deshonra, digan lo que quieran... ¡Pero arrimarte tú a una casada rica para que te mantenga...!, eso no lo puede decir quien te conozca.
FEDERICO.— Sin embargo, los que mejor me conocen lo dirán. ¡Le parece a uno fácil exceptuarse de la lógica vulgar de la vida, y es tan difícil, pero tan difícil...! (Con abatimiento, sentándose.) Leonorilla, estoy dejado de la mano de Dios.
LEONOR.— No hagas caso de esas tonterías...
FEDERICO.— Que no pararon seguramente en lo que me has contado. Malibrán debió de decir algo más.
LEONOR.— Sí; pero te advierto que se le fue un poco la mano en la bebida, y no hay que tomar al pie de la letra lo que habló. ¿Te lo cuento? Sí, más vale que lo sepas, para que estés prevenido. Pues dijo que se había propuesto averiguar dónde os veis tú y esa señora; que estuvo muchos días trabajándolo como un polizonte, y que por fin... os ha descubierto el nido.
FEDERICO.— Bonita ocupación la de ese tonto... ¿Y dónde, dónde...?, a ver...
¿dónde dijo que...?
LEONOR.— Se lo calló muy bien callado, por más que le mareamos para que nos lo dijera.
FEDERICO.— Es que no lo sabe...
LEONOR.— ¡Ay!, no te hagas ilusiones. Lo sabe. Se le conoce en la manera de decirlo.
FEDERICO.— Pues que lo sepa. Mejor. Estas cosas se saben siempre.
LEONOR.— Mira, niño, ándate con tiento, porque es fácil que te veas envuelto en una cuestión muy mala. Yo estoy inquieta, y temo que haya lance.
FEDERICO.— ¿Con ese zángano perverso de Malibrán? Puede.
LEONOR.— Me parece que la bronca del siglo va a ser con Orozco. Dijo Malibrán que el buen señor tiene los ojos cerrados, y que él se los va a abrir.
FEDERICO.— Pues que se los abra... Mejor...
LEONOR.— No; no digas tal. El que no quiere ver, que no vea.
FEDERICO.— (exaltado.) ¿Pues qué piensas tú? Si siento vivos deseos de abrírselos yo mismo...
LEONOR.— ¿Qué dices?... Chico, tú no tienes la cabeza buena. ¿Tú? ¿De manera que tú mismo acusarás a la que te quiere tanto?
FEDERICO.— Tienes razón... Tú conservas el sentido claro de las cosas, y yo lo he perdido completamente. Siento y pienso y digo los mayores despropósitos...
Leonorilla, estoy desquiciado por dentro. Me desplomo; verás cómo me hundo.
LEONOR.— (humorísticamente.) Pues avisa, mico, para que no me cojas debajo...
FEDERICO.— (con ternura.) Tú eres la única persona que veo con gusto a mi lado en esta ruina de mi espíritu. Cuantas personas trato más o menos íntimamente se me revisten de antipatía en esta desgana que me aniquila; todas, incluso ella, y lo digo porque es verdad, sintiéndolo mucho, pues no se lo merece la infeliz. Entre tantas caras que me ponen mal ceño, sólo la tuya resplandece. ¿Verdad que es raro? Pero siempre ha de haber algo que no se entiende, y lo que no entendemos, adviértelo, es lo que más consuela. Las cosas muy resabidas y muy estudiadas hastían el alma. Las que se nos presentan en términos vagos, confundiendo nuestra razón, son las que nos confortan y nos alientan.
LEONOR.— (fingiendo comprender.) Es verdad, verdad. Yo me intereso por ti, y por ayudarte y sacarte de un apuro, soy capaz de comprometerme. Pídeme lo que quieras. Mándame que haga trampas en el juego, y las haré.
FEDERICO.— No, eso no. ¡Quita allá!
LEONOR.— Pues las he hecho, para que lo sepas. Tu tranquilidad vale más que un poco de moral de timba, tratándose de estos bobalicones que vienen aquí a divertirse conmigo. En un día de gran ahogo, y antes que verte padecer por cochinos mil reales, le doy yo el pego al lucero del alba.
FEDERICO.— (enojado.) Cállate. Me lastimas profundamente.
LEONOR.— Déjate proteger, mico. ¿No me das tú parte de lo que ganas?
FEDERICO.— Sí; pero yo no hago trampas.
LEONOR.— Cada uno es cada uno. Yo no soy tú; yo soy pública, aunque para ti sea muy particular.
FEDERICO.— (echándose a reír.) Chica, como quiera que seas, me envanezco de tu amistad. Es lo único que me queda en este mundo. (La abraza.) ¡Lástima que no puedas salvarme! Yo no tengo remedio ya. (Con profunda tristeza, levantándose.) Soy hombre al agua.
LEONOR.— Pero ven acá. ¿Tan mal andas? ¿Temes no poder seguir viviendo como vives? ¿No podríamos arreglar que tuvieras un tanto fijo...?
FEDERICO.— (sombrío.) No hay posibilidad de que cambie mi manera de vivir.
LEONOR.— (con agudeza.) Se me ocurre una idea. ¿Te la digo? Pero no has de enfadarte. Pues... allá voy... Me parece una atrocidad que pases tantas amarguras teniendo esa amiga tan ricachona.
FEDERICO.— (espantado.) ¡Leonor! ¡También tú...!
LEONOR.— No, monín; si yo no digo que tú le pidas... Digo que de ella debiera salir el ofrecerte una cantidad gorda, para que de una vez...
FEDERICO.— (irritado.) Quita, quita. Déjame en paz.
LEONOR.— Anda... tonto... Fuera escrúpulos y bobadas... (Remedándole.) ¡El honor... la diznidaz!... ¿Qué importa que...? Vamos, que buenos miles podría darte; y algo me había de tocar a mí.
FEDERICO.— (excitadísimo.) Me voy, me voy por no oírte.
LEONOR.— (alarmada.) Chico, no te me pongas así. Tú tienes alguna mala idea y no quieres decírmela.
FEDERICO.— (tomando su sombrero.) Me voy. Déjame.
LEONOR.— No me gusta verte salir de estampía.
FEDERICO.— Se me había olvidado que he prometido visitar hoy a mi hermana, visita que no significa reconciliación ni mucho menos. (Con enojo.) ¿Pues no pretenden también que yo dé el nombre de hermano a ese?... ¡Estúpida exigencia!
LEONOR.— Vamos, perdona a tu hermanilla. Te estás atormentando... ¡Qué manías tienes tan tontas!... ¡Pobre niña! Haz las paces... y a vivir.
FEDERICO.— ¡Tú también!... Vuelvo. (Retírase muy agitado.)
LEONOR.— (alarmada, viéndole salir y sin atreverse a seguirle.) ¡Pobre mico, no me gusta su cariz!... Su cabeza está llena de nubarrones. Diera yo algo por poder despejársela.