Escena VIII
Alcoba en casa de OROZCO. Dos camas, una a cada lado de la estancia.
OROZCO, sentado, meditabundo. AUGUSTA que entra, vestida aún de sociedad.
OROZCO.— (para sí.) Ya deseaba que se fueran. Me siento esta noche más fatigado que nunca.
AUGUSTA.— (para sí.) Gracias a Dios que me he quedado sola. ¡Tener que sonreír y tocar el piano para que los demás se diviertan...!
OROZCO.— (alto.) La música me pone triste esta noche. ¿A qué lo atribuyes tú?
AUGUSTA.— (absorta, no contesta si no después de una pausa.) Perdona: estaba distraída.
OROZCO.— Te digo que la música me ha puesto triste...
AUGUSTA.— ¿Tú triste?... ¿por qué?... ¡Ah!, la pícara imaginación. Es que de algún tiempo a esta parte cavilas demasiado, y te fijas más de lo conveniente en asuntos que por tu posición debieras mirar con calma. Ahí tienes por qué te desvelas tan a menudo. Cuando no se duerme bien, querido, toda la máquina anda mal, y el espíritu más valiente se desmaya.
OROZCO.— De veras que duermo mal, y no sé a qué atribuirlo. Ello debe de ser contagioso, porque tú también, al menos anoche, estuviste muy despabilada.
AUGUSTA.— Es que cuando te siento despierto, yo no puedo dormir... No creas, a mí no me importa. Resisto perfectamente el insomnio. Este cerebro mío no trabaja ordinariamente lo que el tuyo. A ti te pasa lo que a muchos que, hallándose dotados de grandes energías, no saben en qué emplearlas, por haberse encontrado resueltos los principales problemas de la vida. No hay ningún asunto grave, de tu propio interés, que ocupe tu ánimo, y para llenar este vacío buscas fuera mil extrañas cosas, y te las apropias, y les das un calor que no debieran tener para ti.
OROZCO.— (aparte, ensimismado.) ¡Qué lejos de mí, pero qué lejos, veo a mi mujer!
AUGUSTA.— Ya te afanas porque los muchachos delincuentes tengan un asilo en que se les corrija; ya te interesas por las niñas abandonadas, como si fueran tuyas.
O bien das en proteger a ingratos, en salvar de la miseria a los que se han arruinado por informales o tramposos... No, yo no te censuro que seas caritativo y ayudes al prójimo. Pero todo tiene su límite, hasta la bondad. Para todo hay una medida en lo humano.
OROZCO.— Vida mía, me juzgas mejor de lo que soy. Mira tú, si cavilo a ratos, es porque recelo no cumplir bien los deberes que me impone mi posición. Algunas noches he dormido mal porque la conciencia intranquila y como quisquillosa me turbaba el sueño...
AUGUSTA.— (sorprendida.) ¡Tú... con la conciencia intranquila... tú!... el hombre mejor del mundo. ¡Alabado sea Dios!... (persignándose.) Tomás, tú no sabes lo que te dices.
OROZCO.— En esto de la conciencia, hija mía, cada triunfo que se alcanza trae nuevos anhelos de alcanzar más. Cuando uno se deja entumecer por el egoísmo, la conciencia se atrofia, como órgano sin uso, y hasta llegamos a cometer mil iniquidades sin advertirlo. Pero cuando nos aficionamos, por esta o la otra causa, a la contemplación de la idea moral y a recrearnos en ella, ¡ay!... entonces, Augusta, mientras más horizontes se ven, más nos gusta avanzar para reconocer, descubrir y conquistar espacios nuevos.
AUGUSTA.— (para sí.) Ya tenemos en planta la idea fija de estas últimas noches...
OROZCO.— Mi mayor satisfacción sería que mi mujer comprendiera esto... Creo que al fin lo entenderás.
AUGUSTA.— (acariciándole.) Mira, hijito, acuéstate y procura dormirte. Si la conciencia te quita el sueño a ti, a ti, que eres tan bueno, ¿quién, dímelo, quién dormirá en este mundo?
OROZCO.— Los muertos y los egoístas, que vienen a ser lo mismo. (Con jovialidad.) Oye, Augustilla, esta noche deseo el descanso, y me propongo arrojar de mi cerebro toda idea que no sea la de mi propio bien. Ea, durmamos. (Se dispone a acostarse.)
La doncella aparece en la puerta, y AUGUSTA pasa con ella a otra habitación para cambiar de ropa.
OROZCO.— (solo, acostándose.) Sí, es preciso descansar, transigir con este mecanismo brutal y tonto en que estamos metidos. Aquí, solo dentro del círculo de mis pensamientos, apartado del mundo, ante el cual represento el papel que me señalan, restablezco mi personalidad, me gozo en mí mismo, examino mis ideas, y me recreo en este sistema... lo llamaré religioso... en este sistema que me he formado, sin auxilio de nadie, sin abrir un libro, indagando en mi conciencia los fundamentos del bien y del mal... ¡Qué placer descubrir la fuente eterna, aunque no podamos beber en ella sino algunas gotas que nos salpican a la cara! Hay en el mundo más de cuatro necios que me creen fanatizado por las prácticas de esta o la otra religión positiva. Su error me encubre. No les sacaré de él... Una sola idea me aflige, y es que mi mujer está aún distante, pero muy distante de mí. Miro para atrás, y apenas la distingo. Cada noche, al quedarnos solos en este dulce retiro, libres de la estolidez humana, arrojo a su entendimiento algunas ideas... hoy esta, mañana aquella, como el novio que tira chinitas al balcón de su amada para llamar la atención. No las recibe mal; pero no se halla todavía en estado de asimilárselas.
Creo que al fin se enterará. Es buena, y su corazón está preparado para limpiarse de egoísmo... ¡limpieza en extremo difícil!... ¡vaya si es difícil!... (Se adormece.)
AUGUSTA.— (entrando de puntillas, en traje de noche.) Dormido ya; pero esto no es más que el primer sueño, breve y profundo, que lo dura apenas media hora. Y yo ¿por qué me acuesto si sé que no he de dormir? ¡Habla de conciencia intranquila!...
Este bienaventurado no sabe lo que es vivir con los pies sobre la tierra. Él tiene alas. (Se sienta junto a su lecho, y apoya el brazo en él y la frente en la mano.) Si mi fe religiosa fuera más viva... me consolaría. Pero mis creencias están como techo de casa vieja, llenas de goteras. De esto tiene la culpa el trato social, lo que una piensa, y lo que oye, y lo que ve... Por ese lado no hay esperanza. (Mirando a su marido que duerme.) Si Dios se ocupa de nuestras pequeñeces, sabrá que quiero tiernamente a este hombre, que su salud me interesa más que la mía; sabrá también que esta unión no satisface mi alma, que otro cariño me salió al paso y lo tomé, porque me llena la vida hasta los bordes. Esto ha venido a ser esencial en mí. Mi conciencia es voluble, y suele regirse por las impresiones que recibo y por los movimientos del ánimo. Cuando estoy contenta y satisfecha, y los celos no me punzan, mi conciencia se relaja, se hace la tonta, y me dice que mi falta no es falta, sino ley del espíritu y de la naturaleza. Pero cuando mi pasión se alborota con las contrariedades, y el alma se me revuelve, y se enturbia con sus propias heces que suben, pierdo la tranquilidad y me tengo por mala, por indigna de perdón... ¿Qué es lo que siento esta noche? Inquietud, temor de no ser amada. El despecho y la ira se me vuelven remordimientos. Casi casi me dan impulsos de abrir el alma delante de mi marido, y contarle todo lo que me pasa. ¿Y para qué? ¿Para renegar de mi error y prometer la enmienda? No, no tendré fuerzas para enmendarme, ni hipocresía para hacer promesa tan imposible de cumplir. Me confesaría, simplemente por el consuelo de vaciar un secreto que ahoga... (Irguiendo la cabeza.) ¡Dios mío, qué disparates pienso! Paréceme que tengo fiebre. A estas horas, el insomnio y las cavilaciones nos llevan a una verdadera locura. ¡Confesarme a Tomás! No me comprendería, como yo no comprendo las sutilezas de su conciencia, que por querer adelgazarse tanto, se quiebra; incurriría en las vulgaridades de la moral gruesa y común, de esa que parece que se compra por kilos. ¡Ay!, digan lo que quieran, estamos gobernados por leyes estúpidas... hechas para regularizar lo irregularizable, para contener en distancias muy medidas el vuelo de las almas...
porque yo también tengo plumas. (Hace con las manos movimientos de aleteo.) ¡Vaya que se me ocurren unas cosas cuando cavilo a estas horas!... Sí, ardo en calentura; como que dudo a veces si estoy despierta o estoy soñando... y hasta me parece que un diablillo gracioso me sopla al oído lo que he de pensar... Despierta estoy, y discurro claramente que la sociedad y sus leyes son obra de la tontería.
(Accionando como si hablara con alguien.) Y lo digo y lo sostengo: si no nos encontrásemos atados por estos nudos del convencionalismo, yo podría tener un gran consuelo. Ante la razón grande, hablo de la grandísima, de la que anda por allá arriba sin que nadie la pueda coger, ¿qué inconveniente habría en que este hombre, que miro como hermano de mi alma, este hombre de entendimiento superior, de gran corazón, todo nobleza, supiera lo que me está pasando, y que lo oyera de mi propia boca?... Esto que parece absurdo... ¿por qué lo es?, mejor dicho, ¿por qué lo parece? No; lo absurdo no es esto que pienso, sino lo otro, todo el armatoste social... (Sonriendo.) ¿Por qué me río?... No me río: es rabia; es que mi sabiduría, esta ciencia que me entra por las noches, me hace reír... de rabia.
OROZCO.— (para sí, despertando súbitamente, y volviéndose.) Tengo la cabeza tan despejada como a las doce del día. Y francamente, no veo la necesidad de dormir toda la noche. Después de un breve letargo reparador, no hace falta más. En vez de embrutecernos en el sueño, ¡cuánto mejor es meditar sobre los graves problemas que nos rodean, examinar nuestras acciones del día pasado, preparar las del siguiente!... (Pausa.) Lo que más me enoja es que me aplaudan, como si fuera yo un cómico. Quiero que mis actos sean tan secretos que nadie los penetre; más aún, quiero que resulten con apariencias de maldad, para que el mundo los censure y los ridiculice. Pero esto es difícil, muy difícil. El maldito tiene un gran olfato para rastrear la verdad, y no es fácil engañarle... Porque el bien no es tal bien, si no se le disfraza, para que vaya por la calle bien enmascaradito. Y lo peor es que no puede uno evitar que los favorecidos salgan por ahí con mucho bombo y mucho cascabel, pregonando el bien que uno les hace, mientras yo... no sé qué daría porque me formaran una reputación de tacaño y cruel. Nada me molesta tanto como la gratitud, y las manifestaciones de ella... Verdad que hay muchos ingratos, y esto ya es un consuelo... (Pausa.) También me gusta cavilar sobre los términos precisos de este orden de creencias que yo he encontrado en mi propio pensamiento y en mi corazón; obra mía es todo, y la primera necesidad que experimento es recatarla del mundo. Aquí no cabe propaganda, ni yo he de hacerla más que con mi mujer. Sólo a una persona tiernamente amada comunicaré esta creencia honda, que proporciona al alma tan grandes consuelos... Sólo a mi pobrecita Augusta... (reparando en su esposa sentada junto al lecho.) Augustilla, hija mía, ¿qué haces que no duermes?
AUGUSTA.— Ya estaba acostándome, cuando me pareció notarte inquieto. ¿Te sientes mal?
OROZCO.— No, hija de mi alma. Estoy muy bien; he dormido un rato, y no necesito descansar más. Déjame que medite sobre cosas que te iré comunicando en forma tal que puedas comprenderlas.
AUGUSTA.— (para sí.) Vuelta a lo de anoche... (Alto.) No pienses en eso. Eres bueno, y por ser mejor te estás dando muy malos ratos. Es hasta un rasgo de soberbia el pretender salirse de la imperfección humana.
OROZCO.— Desconoces los verdaderos grados del bien. Tu inteligencia es grande; pero no ve la verdad. No me extraña eso. Yo te iniciaré. Eres la persona que más quiero en el mundo, y es preciso que vengas tras de mí, ya que no conmigo. Según mis creencias, la primera de mis obligaciones es proporcionarte todos los placeres lícitos, rodearte de las comodidades y encantos que nuestra fortuna nos permite.
Hoy por hoy, no cuadra a mis ideas el cambiar de vida. Me conviene que continúe este lazo que al mundo nos une, y aparentar que, lejos de haber en mí perfecciones, soy lo mismo que los demás.
AUGUSTA.— (para sí, confusa.) ¿Estoy segura de entender lo que me dice? (Alto.) Eso me agrada; pues si tuvieras tú vocación de anacoreta, yo no creo tenerla nunca.
OROZCO.— (algo excitado.) No, no es eso. En el mundo, en plena sociedad activa, es donde se debe luchar por el bien. Nada de ascetismo: los que se van a un páramo no tienen ningún mérito en ser puros. Sigamos aquí... Cabalmente esa es la dificultad: realizar cuanto me piden mis creencias en medio de este tráfago, y en el torbellino de maldades que nos envuelve. Jamás te apartaré del medio social en que vives. La regeneración no puede ser eficaz sino dentro de ese medio. Nada de privaciones materiales, nada de vida de cartujo; eso es de caracteres mediocres.
AUGUSTA.— (para sí.) Pues lo que ahora dice me parece muy razonable. (Alto.) Todo eso está muy bien; pero vale más que lo dejes para mañana, y que duermas ya y descanses.
OROZCO.— ¡Si no tengo sueño, ni me hace falta dormir! (Inquieto.) Mejor será que me levante y me pasee por el gabinete.
AUGUSTA.— (corriendo a él y deteniéndole.) No, no hagas tal. Te lo prohíbo.
OROZCO.— Bueno, pues yo no puedo consentir que estés desvelada por acompañarme. Ya que no tienes nada en qué pensar, porque tu conciencia no chista, recógete y duérmete. No me levantaré, para que no estés inquieta por mí.
Acuéstate, y si no te entra sueño, hablaremos un poco de cama a cama.
(AUGUSTA se acuesta.)
OROZCO.— ¿Sabes en lo que pienso ahora? En la carta que he recibido hoy de Joaquín Viera, el padre de Federico.
AUGUSTA.— (con viveza.) ¿Sí?... ¿y qué es?
OROZCO.— Pues me dice que llegará aquí del 26 al 28, y que viene a tratar conmigo de un asunto de intereses.
AUGUSTA.— Sablazo seguro. Por amor de Dios, Tomás, ponte en guardia.
OROZCO.— No caigo en qué podrá ser. Dejémosle venir.
AUGUSTA.— ¡Qué trasto ese Joaquín...! No se parece nada a su hijo, que aunque mala cabeza y desordenado, tiene un fondo de caballerosidad que...
OROZCO.— Es verdad. El papá es tal, que no tiene el diablo por dónde desecharle.
AUGUSTA.— Y abusa de tu bondad siempre que quiere. Mucho cuidado, Tomás; ponle mala cara cuando le recibas. Recuerda que Joaquín, hace dos años, después de explotarte indignamente, dijo de ti horrores.
OROZCO.— Debemos perdonar las ofensas.
AUGUSTA.— ¿Crees tú que toda ofensa se debe perdonar?
OROZCO.— Todas, en absoluto, y sin reserva de ninguna clase.
AUGUSTA.— ¿Estás dispuesto tú a perdonar toda ofensa que se te haga?
OROZCO.— Sin género alguno de duda. Me agravias sólo con dudarlo. Pues qué, ¿no tienes tú en tu alma la misma decisión?
AUGUSTA.— (vacilante.) No sé. Eso no puede asegurarse sino frente a los hechos.
La resistencia moral, como el grado de tensión de una cuerda, no se conoce hasta que se prueba... Pero me parece que hemos hablado bastante, hijito. Ahora, a dormir.
OROZCO.— A dormir tú, yo no.
AUGUSTA.— Los dos... (Para sí.) ¡Ay, cuánto me molesta este diálogo!... Quiero estar sola, y pensar lo que a mí me dé la gana, sin tener que llevar a cuestas el pensamiento ajeno... Fingiré que duermo, para que se calle.
OROZCO.— Como si lo viera, Joaquín me presentará algún antiguo y olvidado crédito... ¡Pero si por mi cuenta no hay ninguno que no esté satisfecho...! (Suspirando) ¡Ay!, esa maldita Humanitaria ha dejado tras sí un rastro vergonzoso.
Yo no soy responsable; pero disfruto del capital que se amasó con aquel negocio, en que trabajaron juntos mi padre (que Dios perdone) y este Joaquín Viera, que es de la piel del diablo. No juzgo lo que hicieron. Después Joaquín se arruina, se va al extranjero y se dedica al chantage y a mil trapisondas. ¡Quién sabe si se descolgará ahora con algún enredo...! ¿No crees tú que...? (Observando a su mujer que no chista.) Vaya... se ha dormido. ¡Pobrecilla!
AUGUSTA.— (para sí.) Me cree dormida. De este modo me rodeo de soledad, me meto en mí. (Atendiendo sin mirar.) Parece que discute consigo mismo en voz baja. Yo pensaré en silencio. Los dos padecimos con el insomnio; pero por ¡cuán distintos motivos! A mí me desasosiega el pecado y a él la perfección... No le siento ahora; no sé qué daría porque se durmiese profundamente. También yo...
empiezo a notar, así, cierta torpeza, como si las ideas se me cuajaran... (Pausa.) Pero no se calma la inquietud que siento en mi corazón, este temor, esta ira, los celos. Se calmaría quizás si lo contase a alguien. Consuelo del espíritu turbado es la confesión; pero la confesión religiosa no acaba de satisfacerme. A un cura tendría yo que prometerle la enmienda, y esto no puede ser. Le engañaría si la prometiera; sería estafar la absolución, que es lo que hacen la mayor parte de los penitentes, figurándose de buena fe que están arrepentidos y creyendo que no reincidirán. Como no me gusta engañar, empiezo por no engañarme a mí misma.
El que a mí me confiese ha de ser un sacerdote extraordinario, ideal, superior a cuantos hombres andan por el mundo, de un saber tan grande y de una sensibilidad tan fina para tomar el pulso a las pasiones, que pueda yo mostrarle con sinceridad hasta los últimos dobleces de la conciencia... (Agitándose en el lecho.) ¿Pero yo estoy dormida o despierta? Porque esto que pienso no es un despropósito de los que solemos soñar... esto que se me ocurre indica talento... vaya si lo indica... Pues sí, ese confesor que me hace falta, ya lo siento venir. Parece que lo traigo yo misma con la fuerza de mi pensamiento... (Aparece la SOMBRA DE OROZCO, sentada junto al lecho. Es una forma indeterminada, cuyo ropaje no se percibe: distínguense claramente la cara y las manos.) Aquí está ya. Lo que yo me figuraba: su rostro es el mismo de mi marido; sus ojos, que me miran con tanto cariño y dulzura, revelan el saber total y la piedad eterna... (Le mira fijamente.) ¿Y qué?...
(Pausa.) No dice nada. No hace más que clavarme su mirada, que me penetra hasta lo más hondo. No, no mentiré, no te ocultaré nada. Confesor, no me causas miedo, sino confianza... (Agitándose más.) Ya, ya sé qué es lo primero que debo decir: cuándo empezó mi infidelidad y la razón de ella. ¡La razón de ella! ¿Yo qué sé? Esas cosas no tienen razón. Le traté algún tiempo, ya casada, sin sospechar que le quería con amor. No caí en la cuenta de que estaba prendada de él sino cuando me declaró que se había prendado de mí. Tres días de ansiedades y de lucha precedieron a uno memorable para mí. ¡Vaya un diita, Señor! No me acuerdo bien de lo que sentí aquel día. La vida se me completó. Le amé locamente, y cuando me fui enterando de sus desgracias, de las cadenas ocultas que arrastra el pobrecito, le quise más, le adoré. Declaro que hay dentro de mí, allá en una de las cuevas más escondidas del alma, una tendencia a enamorarme de lo que no es común ni regular. Las personas más allegadas a mí ignoran esta querencia mía, porque la educación me ha enseñado a disimularla. Pues sí, tengo antipatía al orden pacífico del vivir, a la corrección, a esto mismo que llamamos comodidades. Esto de hacer un día y otro las mismas cosas, el tenerlo todo previsto, el encontrar todo a punto, me entristece, me fatiga. Bendito sea lo repentino, porque a ello debemos los pocos goces de la existencia. ¿Hemos nacido acaso para este tedio inmenso de la buena posición, teniendo tasados los afectos como las rentas? No, para algo nos habéis dado la facultad de imaginar y de sentir, por algo somos un alma que ama los espacios libres y quiere dar un paseíto por ellos. Este compás social, esta prohibición estúpida del más allá no me hace a mí maldita gracia. Y lo peor es que la educación puritana y meticulosa nos amolda a esta vida, desfigurándonos, lo mismo que el corsé nos desfigura el cuerpo. De este modo aprendemos la hipocresía, y buscamos compensación al fastidio, trayendo a nuestra vida algún elemento secreto, algo que no esté a la vista ni aun de los más próximos. Tener un secreto, burlar a la sociedad, que en todo quiere entrometerse, es un recreo esencial de nuestras almas con corsé, oprimidas, fajadas... Sin misterio, el alma se encanija.
Aborrezco esa vida, que no vacilo en llamar pública, o si se quiere, legal, muy santa y muy buena para quien se pueda amoldar a ella, pero que no es para mí...
Que me quite Dios las ideas que me andan por dentro del cráneo, que me quite los nervios, y me volveré la burguesa más pánfila de la clase... (Se agita de nuevo y contempla con estupor la SOMBRA.) Veo que me miras con ojos benévolos. No podía ser de otra manera. Declaro todo lo que siento, y me someto al fallo tuyo...
¿Soy pecadora o qué soy? No me dices nada. ¿Por qué callas? ¿Te asombras de que no me disculpe? No siento en mí la disculpa. Creo que al principio intenté sofocar el amor hacia un hombre que no es mi marido. Pero pronto me convencí de que era inútil intentarlo. Me encantaban la persona y sus palabras, el sonido de su voz, su carácter noble, su susceptibilidad, sus desgracias, la pobreza disimulada con tanta gallardía; y no puedo dejar de amarlo, ni en rigor, aquí dentro de mí, me avergüenzo de ello. ¿Qué tienes que objetarme? Dirás que estoy unida por la ley a ese amigo sin par, a ese hombre extraordinariamente bueno y amable. Yo reconozco sus méritos y virtudes, yo le admiro. Tú que me oyes, ¿eres él o has tomado su rostro para inspirarme más respeto? Porque si eres él mismo, y vienes a oírme en confesión, te traerás la razón grande, el metro elástico para medirme, habrás dejado fuera de aquí las reglas chiquitas, hechas a gusto del medidor...
Dime al fin el juicio que te merezco; háblame, para que yo no crea que es mi propio pensamiento quien te pone delante de mí. (Sofocada.) ¡Dios mío, el talento que saco en estas horas de insomnio me hace padecer! (A la SOMBRA.) ¿Qué piensas de mí? ¿No me dices una palabra consoladora? Cuando entraste, me mirabas con indulgencia, y ahora... (La SOMBRA principia a desvanecerse.) ¿Te vas?, aguarda... En verdad, que no puedo asegurar que estoy despierta ni que estoy dormida... ¿Crees que no he sido bastante sincera? No te vayas, no... (La SOMBRA desaparece.) ¡Disparates como los que yo pienso! (Llevándose la mano a los ojos.) ¡Pero si yo no dormía! Despierta estaba, y qué sé yo... puedo jurar que le he visto ahí... una persona, un sacerdote, un ser extraño, con la cara y los ojos de... ¡Qué desatinos engendra la fiebre!... Sí, en mi juicio estoy. (Golpeándose el cráneo.) No tengo duda. Mi marido duerme tranquilamente. Y yo imaginaba confesarme con él!... ¡Vaya, que es de lo más absurdo!... En el fondo no deja de tener cierta gracia... (Se incorpora.) ¡Qué suplicio el de estar en la cama sin sueño!... Pausa larga. Permanece un rato con las ideas obscurecidas, murmurando frases deshilvanadas. Restregase los ojos. Por fin se aclara su juicio, y se reconoce en la realidad. Difícil es que pueda precisar si he dormido o no... Lo que es ahora bien despabilada estoy... ¡Ay, amor mío, cuánto me haces sufrir! Quiero verte, quiero dolerme de tus agravios, y que me pidas perdón y desvanezcas este enojo que siento contra ti. No puedo soportar tu amistad con esa mujer indigna. No te vale decirme que las visitas son inocentes. ¿Qué objeto tienen entonces? No escucho tus explicaciones, no las admito. Esta noche me has parecido amable, como pesaroso de ofenderme y con deseos de desagraviarme. ¿De veras quieres que nos veamos mañana en nuestro asilo? ¡Y yo, tonta, respondí que no! ¡Tenemos a veces unos arranques de dignidad tan ridículos!... (Pausa.) Nada, mañana le escribo en cuanto me levante; le diré: "Aunque tú no lo mereces, grandísimo pillo, necesito oír tus descargos; y acudiré a la hora de costumbre. Si tardas te araño".
No, no, esto es humillante. Debo fingirme muy incomodada, ¡uy, qué genio tengo!, y con pocas ganas de perdonar. Él es el que debe humillarse. Coquetearemos. Le diré: "Amigo mío, es preciso que esto concluya, y vale más que tratemos, serenamente y sin atufarnos, de nuestra separación definitiva". Esto, esto; magnífico. ¡Qué feliz idea! Quisiera tener aquí lápiz y papel para apuntarla, no sea que se me olvide de aquí a mañana... ¡Señor, qué ansiedad, y cómo se estiran las horas de la noche! Me dan ganas de saltar de la cama volando, y escribir la esquela antes que se me escape del cerebro aquella idea felicísima. No; aguantareme aquí.
Tomás no duerme. Se sorprendería de verme levantada. ¡Ay, qué tumulto dentro de mí! Esa Peri, esa Peri; no la puedo ver. He de obligarle a que me prometa no poner más los pies en su casa. No, no le escribo lo que pensé. Más fuerte, más fuerte, y unos morros así... Le diré: "Imposible perdonarte tus visitas a esa mujerzuela.
Entre tú y yo no puede haber ya ni siquiera amistad, si no me juras...". Sí, que jure, que jure, que se fastidie... Esto es lo que he de escribirle... ¡Ah!, se me ocurre ahora otra idea estupenda. Una carta llena de ternura es lo mejor, pues si me muestro arisca y exigente, puede que se incomode. ¡Es tan orgulloso! Nada, nada, mucha suavidad, quejas dulces... "Eres un ingrato, y correspondes mal al inmenso cariño que te tengo. No debiera verte más; pero soy débil, y mi debilidad te necesita. No me faltes esta tarde, si no quieres que me muera". Esto escribiré... ¡lástima no tener lápiz!... porque si no lo apunto, de fijo que se me olvida... Estoy llorando, y no había notado que lloro... (Pausa.) Me parece que Tomás descansa. Su respiración indica sueño... (Poniendo atención.) Sí, duerme. Me levantaré. Las sábanas son de fuego... Me levanto, voy al gabinete, y endilgo esa carta, antes que se me borre la idea... No, esperaré, a que sea más tarde, a que apunte el día, que ya no puede tardar. Y nada de ternura, nada de mimos. Hay que tratarle a la baqueta. Pero ¿y si se crece al castigo? No, no se crecerá... Lo que hay es que no puedo seguir acostada. Arriba, pues. En mi gabinete escribiré. Hora tremenda es esta para el cerebro. Creo que me vuelvo loca si sigo así. (Salta del lecho, se pone la bata, mete los pies en las pantuflas, y de puntillas recorre la alcoba.) ¡Ah! Gracias a Dios, me siento más serena. En cuanto salí de las abrasadas sábanas, soy más dueña de mí.
Las ideas se me aclaran. No, no escribo ahora. Tengo la seguridad de que lo que escribiese hoy me parecería mal mañana, y rompería la carta. Al medio día le pondré cuatro líneas, muy secas, citándole... ¡Qué frío hace! Cuatro palabras, y luego, charlando cara a cara, le diré muchas cosas, pero muchas cosas... (Después de dar algunos pasos, detiénese junto al lecho de OROZCO, y contempla a éste dormido.) Mañana romperé la regularidad enervante de esta vida, mañana probaré lo misterioso y secreto, que arroja algunos granos de sal sobre la insipidez de lo legal y público. El corazón apasionado se alimenta de la flor de lo desconocido.
Envidio a los que, al abrir los ojos, dicen: "¿Qué me pasará hoy?, ¿qué comeré hoy?...". Hombre santo y ejemplar, tus luchas son como una comedia que compones y representas tú mismo en el teatro de tu conciencia para conllevar el fastidio del puritanismo. El bien y el mal, esos dos guerreros que nunca acaban de batirse, ni de vencerse el uno al otro, ni de matarse, no cruzan sus espadas en tu espíritu. En ti no hay más que fantasmas, ideas representativas, figuras vestidas de vicios y virtudes, que se mueven con cuerdas. Si eso es la santidad, no sé yo si debo desearla. Duerme... (Volviéndose hacia un cuadro de la Virgen, Murillo auténtico.) Pero, lo que yo digo, los santos deben estar en el Cielo. La tierra dejárnosla a nosotros los pecadores, los imperfectos, los que sufrimos, los que gozamos, los que sabemos paladear la alegría y el dolor. (Contemplando otra vez a OROZCO.) Los puros, que se vayan al otro mundo. Nos están usurpando en este un sitio que nos pertenece. (Principia a amanecer.)