Escena XII
FEDERICO, solo, vagando por las calles, en estado de vivísima agitación.
¡Ay, qué descanso!... ¡Libre de ese hombre! Huiré y me esconderé donde no pueda oír su voz, donde su mirada noble y profunda no me anonade. Imposible vivir así... Si otra vez me habla, mi sinceridad se desbordará, y le diré la verdadera causa de mi... ¡Enorme y absurda pretensión que yo acepte tal cosa! Me moriré cien veces antes. (Reflexionando.) ¿Pero a qué revelarle yo los motivos de mi rebeldía, si él ha de saberlos pronto? Yo confiaba ¡menguado de mí!, en que este secreto no se descubriría fácilmente, y ahora resulta que no tardarán en conocerlo todos nuestros amigos, medio Madrid, y él... ¡Pero qué hombre, santo Dios! ¿Por qué le hiciste de tan rara perfección, para ponérmele delante en la más crítica hora de mi vida? ¿Por qué no es un malvado, un egoísta sin entrañas, un envidioso, un falso al menos, siquiera un hombre vulgar, de estos que se encuentran a centenares, a millares más bien?... No, no iré esta noche a ninguna parte donde pueda verle. No comeré en su casa. Me acosa su presencia; su voz me persigue; me espanta la idea de que si hoy consigo evitarle, no lo conseguiré mañana. ¡Tal suplicio, un día y otro, y al fin...! Porque lo ha de saber. (Inquietísimo.) ¿No valdría más que yo se lo dijera? "Amigo mío, estoy imposibilitado para aceptar tus beneficios, porque te he robado a tu mujer". ¡Qué locura! Esto sería denunciarla cobardemente. Vale más esperar a pie firme a que algún malicioso le revele la terrible y afrentosa verdad.
Sucederá entonces lo que es de rúbrica: el hombre ofendido me exigirá reparación; se la daré con la estúpida forma del duelo, y... ¡Cuán grotesca es la sociedad! Debiéramos todos pintarnos la cara con albayalde como los clowns, o colgarnos cascabeles de las orejas como los antiguos bufones, pues somos unos grandes mamarrachos...! (Fijándose en un transeúnte que pasa.) Es Villalonga. Me meteré en este portal para que no me vea. Quiero estar solo. No me agrada más conversación que la mía, y sólo estoy a gusto conmigo, como con un ser amado que se despide... Porque yo me marcho; yo no puedo vivir así. La vida, tal como la voy arrastrando ahora, es imposible. Recibir mi salvación del hombre a quien he ultrajado, imposible también. ¡Oh, quién fuera uno de estos de conciencia ancha, que sólo miran su provecho! ¿Por qué hay en mi alma esta antipatía contra la protección, y esta invencible repugnancia de la generosidad ajena? Ciertos agradecimientos le sumergen a uno en la inferioridad servil, y le subordinan y le rebajan. No sé por qué, me inclino a detestar a los que quieren ampararme.
(Reparando en alguna persona.) ¿No es aquel Infantillo? Aquí me escondo. No quiero ver a nadie. La voz de un amigo me molesta, como si todo el que a mí se acerca viniera con intenciones de protegerme. Es Infante, sí. Y entra en el Casino.
Yo pensaba comer hoy allí; pero comeré en otra parte. ¿En dónde? Lo mismo da.
¡Lo que puede la rutina de sentarse a la mesa a determinada hora! ¡Si no tengo apetito...! ¡Si hasta me repugna la idea de alimentarme...! (Aturdido.) Iré a casa, y Claudia me dará algo de lo que ellas tienen para sí. Ahora me entran ganas...
Vamos, comería yo esta noche una cosa muy salada, muy salada... no sé qué... y muy agria, muy agria... y después tomaría café bien cargadito... (Entrando en un coche: al cochero.) Lope de Vega, 57 triplicado.