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Realidad: Escena VII

Realidad
Escena VII
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table of contents
  1. Portada
  2. Información
  3. Realidad
  4. Dramatis personae
  5. Jornada I
    1. Escena I
    2. Escena II
    3. Escena III
    4. Escena IV
    5. Escena V
    6. Escena VI
    7. Escena VII
    8. Escena VIII
  6. Jornada II
    1. Escena I
    2. Escena II
    3. Escena III
    4. Escena IV
    5. Escena V
    6. Escena VI
    7. Escena VII
    8. Escena VIII
    9. Escena IX
    10. Escena X
  7. Jornada III
    1. Escena I
    2. Escena II
    3. Escena III
    4. Escena IV
    5. Escena V
    6. Escena VI
    7. Escena VII
    8. Escena VIII
    9. Escena IX
  8. Jornada IV
    1. Escena I
    2. Escena II
    3. Escena III
    4. Escena IV
    5. Escena V
    6. Escena VI
    7. Escena VII
    8. Escena VIII
    9. Escena IX
    10. Escena X
    11. Escena XI
    12. Escena XII
    13. Escena XIII
    14. Escena XIV
    15. Escena XV
    16. Escena XVI
  9. Jornada V
    1. Escena I
    2. Escena II
    3. Escena III
    4. Escena IV
    5. Escena V
    6. Escena VI
    7. Escena VII
    8. Escena VIII
    9. Escena IX
    10. Escena X
    11. Escena XI
    12. Escena XII
    13. Escena XIII
  10. Autor
  11. Otros textos
  12. CoverPage

Escena VII

Despacho en casa de OROZCO.

OROZCO, JOAQUÍN VIERA.

VIERA.— (abrazándole con efusión.) ¡Tomás de mi alma...!

OROZCO.— Joaquín.

VIERA.— ¿De salud bien? ¿Y tu mujer? ¡Siempre tan guapa, tan buena...! Lástima que no tengáis hijos. La felicidad parece que no es completa en el matrimonio, cuando no hay familia menuda que lo alegre, lo adorne y lo santifique. Pero aún puede ser que... Sois muy jóvenes... ¡Qué placer me causa verte! Te conocí niño, después mozo, hombre por fin; y las afecciones primeras se renuevan en el alma cuando envejecemos. Tu padre y yo, más que amigos, fuimos hermanos, y a ti te he mirado siempre como hijo. Abrázame otra vez. Sé que no me tienes gran afecto; mas no por eso te retiro el mío, y me sirve de consuelo el corresponder a tu tibieza con el ardor de mi cariño. Yo soy así.

OROZCO.— Gracias. ¿Y qué es de la vida de usted...?

VIERA.— Hijo mío, mi vida es la continua privación de los bienes que apetece mi alma. Nada más conforme a mi carácter que la estabilidad. Pues heme aquí privado de los goces del hogar, errante por naciones extranjeras, sin oír la voz de un ser amado, sin ver el rostro de una persona de mi sangre y de mi raza. ¡Qué sino el mío, Tomás! Tres grandes atractivos tiene la existencia para un hombre de mi temple y mis inclinaciones: la familia en primer término; después la tierra, o sea la propiedad; después los libros, o sea el estudio y la contemplación de la Naturaleza.

(Con ternura y acento firme.) Mi ideal de vida sería este: mis hijos conmigo; debajo de mis pies, un triste pedazo de suelo que cultivar, sin ambición, ni envidioso ni envidiado; y como solaz, media docena de libros buenos. Créelo, estos son los únicos bienes apetecibles y además las únicas amistades fecundas y verdaderas: la familia, manantial de goces infinitos, la tierra que te devuelve generosa los cuidados que pones en ella, y el libro sano y ameno, que te deleita, te calma y te instruye. Pues nada de esto me concede Dios a mí. Sin duda me priva de lo que más amo, para concedérmelo en otro mundo mejor.

OROZCO.— Si los hechos correspondieran a las intenciones o a las palabras, no dudo que tendría usted todo eso que desea.

VIERA.— ¡Los hechos, los hechos! ¿Sabes tú lo que has dicho? ¡Los hechos! Eres feliz; heredaste una gran fortuna; te viste encarrilado desde la niñez en la vida regular, y andas aún con la velocidad que te imprimieron. Todo lo encuentras llano, fácil... Los hechos son para ti una serie de movimientos maquinales, instintivos. Para los que se impulsan a sí propios, los hechos son el movimiento externo, los encontronazos, las sinuosidades del camino, pues de los obstáculos mismos hay que valerse para dar un paso. Mis hechos, Tomás querido, no son míos, y es injusticia juzgar estas cosas aisladamente. Aprécialas en conjunto, abarca de una mirada el mecanismo social, y fíjate en la posición que tenemos en él los desheredados de la fortuna. Es preciso que todos vivamos, Tomás: no se ha hecho el mundo sólo para que lo disfruten los capitalistas. Has visto en mí acciones que te desagradan. ¿Pero tú, talento superior, alma elevada, aplicas a todos los casos la moral cominera y menuda? No, hijo mío, a ti te corresponde medir con la gran regla. Lo harías sin trabajo, si te hubieras formado en la adversidad; pero tu talento debe suplir la experiencia, que te falta. No me juzgues, por Dios, con el criterio del vulgo necio. Tú no eres vulgo, Tomás, ni la serás nunca, aunque vivas en la atmósfera creada por él.

OROZCO.— (con benevolencia.) ¡Lástima que ese gran ingenio no se emplee mejor! Suele ofrecernos la humanidad este contraste, y es que la gente ordenada se cae de sosa, y los traviesos y desarreglados tienen toda la sal de Dios. Sin duda, la vida aventurera, de arbitrios sutiles y de combinaciones muy calculadas, fomenta en los hombres el donaire. No sé si Dios tendrá dispuesto que la bohemia y los caracteres picarescos desaparezcan al fin con la aplicación completa de la disciplina moral. Si así fuera, ¡qué lástima!, porque lo picaresco parece un elemento indispensable en el organismo humano.

VIERA.— Sí, sí; es preciso que haya de todo, querido, y cree que el mundo no ha de variar gran cosa en sus aspectos generales, por mucho que lo pulimente el saber de los hombres, y eso que los periódicos llaman conquistas de la civilización. La diversidad de medios de vivir ha de corresponder siempre a la variedad y muchedumbre de caracteres y de móviles. (Con agudeza.) Si la moral de los catecismos llegara a imperar en absoluto, y se acabaran la bohemia y la raza picaresca, como tú has dicho, el mundo sería insoportable de insulsez. En tal caso, la humanidad, harta de sí misma, se suicidaría, no por individuos, sino por naciones; emplearíanse cantidades enormes de dinamita para volar continentes enteros; nos aborreceríamos por pueblos y por castas; nos cargaríamos tanto, que nuestras guerras serían mil veces más feroces que las de los tiempos primitivos.

OROZCO.— (riendo.) Original, graciosísimo. Pero no perdamos tiempo, Joaquín, y sepamos el objeto de su visita y de su viaje que, según parece, son uno mismo.

VIERA.— (con emoción, estrechándole las manos.) Mucho me duele que todas mis aproximaciones a ti tengan siempre un objeto... poco grato, al menos en apariencia.

No puedes figurarte la pena que esto me causa.

OROZCO.— (con serenidad.) No se apure usted, y vea cuán tranquilo estoy. Si he de ser franco, sus arranques de sensibilidad no me conmueven. Los miro como un medio de insinuación, lo mismo que sus alardes de ingenio.

VIERA.— (bajando los ojos.) ¡Oh!, no, te lo juro. Cree que siento en este instante una pena...

OROZCO.— ¿Por qué?

VIERA.— Por lo desagradable del asunto que aquí me trae... Pero no creas; también yo, con auxilio de mi razón, sé rehacerme y quitar a la pena o todo fundamento lógico, poniendo el acto este en su verdadero terreno. Vamos a ver, si yo te asegurase que el asunto que aquí me trae, me parece, cuando pienso mucho en él, que envuelve un vivo interés hacia ti, ¿qué dirías?

OROZCO.— (riendo.) Pues diría que me parece una cosa muy rara, y que sería preciso que me lo probara usted para creerlo.

VIERA.— Te lo probaré si tú me ayudas con tu buen juicio y tu manera amplia de ver las cosas. El criterio vulgar diría que yo vengo a molestarte. Si tú no fueras quien eres, lo creerías así. Siendo Tomás Orozco, no lo puedes creer.

OROZCO.— Para que yo forme juicio, lo principal es que sepa claramente de qué se trata.

VIERA.— Paciencia, amigo mío, paciencia. Eres un hombre superior. Si yo no lo supiera por mi observación directa, lo sabría por la fama de que gozas.

(Enfáticamente.) Inteligencia clara, puntos de vista elevados, conocimiento de la realidad, ideas tolerantes; además, gran corazón, abierto siempre a la indulgencia y a la piedad, honradez a toda prueba, sentimiento vivo del decoro y de la posición; aptitud grande para ver lo íntimo de las cosas...

OROZCO.— (interrumpiéndole.) Basta, basta de incienso.

VIERA.— Concluyo... ya sé que el incienso te asfixia. Lo empleo como argumento para decirte que siendo tú quien eres, la conciencia más pura que hay bajo el sol, no has de tolerar nada contrario a la ley, ni has de convertir en provecho tuyo la propiedad ajena; en suma, que has de tener a gala y orgullo el devolver a sus verdaderos poseedores lo que ilegítimamente, por olvido o negligencia, no por malicia, está en tu poder.

OROZCO.— (agriamente.) ¿Y qué es eso que no me pertenece, y que yo retengo en mi poder? Sepámoslo.

VIERA.— (con la mano sobre el pecho.) ¿Dudas de mi palabra?

OROZCO.— ¿Pues no he de dudar?

VIERA.— Pues mi palabra sola te ha de convencer, sin necesidad de apelar a la prueba legal. Quiero darme el gusto de que te persuadas por lo que yo te diga, porque tus dudas acerca de mi lealtad me lastiman profundamente. Escúchame.

¿Te acuerdas de las obligaciones de Proctor y Barry?

OROZCO.— (reconcentrando sus ideas.) Sí que me acuerdo. Todas fueron canceladas, parte hace diez años, parte hace cinco. Sobre esto no tengo duda.

VIERA.— Todas menos una, Tomás; aguza la memoria. No se diga que estoy más enterado de tus asuntos que tú mismo.

OROZCO.— Menos una, es cierto, que había sido reservada por el viejo Proctor para su hija mayor, la cual tenía, además, una póliza de seguro en la Humanitaria.

Y la obligación esa, que no se presentó en tiempo oportuno, se liquidó después, al liquidar la póliza... Espere usted, a ver si recuerdo bien. (Confuso.) ¡Ah!, la liquidamos cuando murió la hija de Proctor, allá en...

VIERA.— En Bombay. Pero no fue como tú dices, Tomás de mi vida; haz memoria... no fue así. Liquidasteis la póliza; pero la obligación, que era de las de ocho mil libras, quedó pendiente, por no encontrarse el documento original. Se hizo una información, que no resultó clara, y el asunto quedó en tal estado. Los Proctor murieron todos en una serie de catástrofes y desgracias de familia. ¿No lo recuerdas? Wigham, afectado de locura, se tiró al mar en la travesía de Boulogne a Folkstone; Guillermo, falleció de la disentería en Nueva Zelanda; Isaac, pereció en un naufragio...

OROZCO.— Sí, todo lo recuerdo, y la hermana murió a consecuencia de haberse tragado un huesecillo de ave.

VIERA.— Sólo queda Benjamín, que ha recogido a los hijos de Adelaida Proctor.

OROZCO.— ¿Y ese Benjamín es el que descubrió la obligación trasconejada?

VIERA.— Cierto.

OROZCO.— Comprendido. A ver... Venga. (Con impaciencia.) Quiero ver qué trazas tiene ese documento.

VIERA.— (flemático.) Aguárdate un poco. Deseo prevenir todas tus suspicacias.

Como no podrás dudar de la autenticidad del documento, me vas a decir que ha prescrito; pero yo te probaré que no.

OROZCO.— Seguramente ha prescrito. No habiéndose presentado en el arreglo de 1874...

VIERA.— Veo que tu memoria es flaca, querido Tomás, y que además, por querer contradecirme, incurres en graves errores, de los cuales tu clara inteligencia saldrá sin esfuerzo, a poco que yo te ilumine. Recuerda el caso aquel, bastante parecido a este, en que creíamos todos que la obligación del Banco de Navarra había prescrito, y el Tribunal Supremo declaró que el plazo de prescripción de estas obligaciones no podía depender de los plazos de arreglo que fijaran los liquidadores de la Humanitaria. Es esto cierto, ¿sí o no?

OROZCO.— (meditabundo.) Cierto es; pero enséñeme usted...

VIERA.— (sacando un papel.) Ahí está. Examínalo con la prolijidad que quieras.

(Mientras OROZCO examina con profunda atención el documento presentado por VIERA, este se levanta, y con las manos en los bolsillos se pasea por la habitación, hablando para sí.) A ver por qué registro sales ahora, jesuitón, cuákero de mil demonios. Estás cogido. La red es hermosa, y admirablemente tejida con hilos legales; y por más que la busques no encontrarás malla rota para escabullirte. (En alta voz.) ¿Qué piensas de eso? ¿Cabe en ti la sospecha o el recelo de que la obligación pueda ser falsa?

OROZCO.— No; es legítima.

VIERA.— Luego, yo no soy un falsario, querido Tomás. Devuélveme tu estimación, porque... dilo con franqueza... cuando te anuncié mi visita, pensaste que yo te armaba alguna trampa como esas que se estudian en los presidios, y que se llaman entierros.

OROZCO.— No pensé eso, aunque sí una cosa semejante.

VIERA.— (suspirando.) Estoy en desgracia contigo. Con todo, acabarás por reconocer que este acto entraña un profundo interés hacia ti. (OROZCO hace un gesto de asombro.) No, no hay que asustarse de lo que digo, ni tratarme como a un loco que trastorna el sentido de los conceptos. Con la mayor entereza y sinceridad del mundo, digo y repito que este paso que doy, más debe ser por ti agradecido que vituperado. Tomás, te estoy haciendo un notable servicio en la ocasión presente.

(Con gravedad suma.) Este viaje mío, y la presentación del documento que acredita una deuda sagrada, son prueba clarísima de amistad y de la parte que tienes en mis afectos, porque obrando así, te ahorro mil disgustos, y te facilito la solución de lo que podía ocasionarte un grave conflicto.

OROZCO.— (irónicamente.) Gracias, gracias... Me enternece tamaña bondad. No le creí a usted tan magnánimo, amigo Viera.

VIERA.— (con afectada resignación.) Júzgame como se te antoje.

OROZCO.— ¿Cuánto tiempo ha empleado usted en Londres, preparando este negocio? Y para lanzarse a perseguir la obligación perdida, ¿vino usted de New— York a Inglaterra hace tres meses? ¿Por cuánto la ha vendido Benjamín Proctor?

VIERA.— (secamente.) No la he comprado. Tengo poderes del poseedor para gestionar el pago... ¿quieres verlos?... y para proponerte un arreglo que te facilite la cancelación.

OROZCO.— La deuda es legal: yo no lo niego; pero surge la duda de que esta obligación esté comprendida en el arreglo que se hizo en 1874. La cuestión no resulta tan clara como usted supone. Es, por lo menos, discutible el derecho de Benjamín Proctor a realizar este crédito.

VIERA.— Él lo juzga clarísimo, y quería, desde luego, ponerte en un aprieto, planteando la cuestión jurídica. Yo, que te conozco y sé tu horror a la curia y al papel sellado, quise prestarte un servicio, y propuse a Benjamín intentar directamente un arreglo amistoso. Discutimos el caso, hícele ver las dificultades y dispendios de un pleito en España, le ponderé tu carácter conciliador, inclinado siempre a la justicia, y por fin convino en contentarse con la mitad, cuarenta mil libras, al contado... Te juro, amigo de mi alma, que he puesto de mi parte, en este asunto, una desinteresada adhesión a tu persona y una defensa leal de tus intereses, pues la comisión que me da Proctor, en caso de éxito, apenas me basta para los gastos de viaje. Ahora resuelve tú. (Se sienta.)

OROZCO.— (levantándose, entrega la obligación a VIERA.) Tome usted su papel.

VIERA.— ¿Qué decides?

OROZCO.— (con frialdad y aplomo.) Decido... no pagar.

VIERA.— ¿No reconoces la legalidad de la deuda?

OROZCO.— La reconozco; pero la declaro prescrita.

VIERA.— (desconcertado.) Reflexiona, Tomás; no te arrebates... Piensa en la sentencia aquella del Supremo. Benjamín pleiteará, y te verás metido en un lío espantoso, y perderás con costas.

OROZCO.— (paseándose y mirando al suelo.) Lo veremos. La cuestión es muy problemática, pues podremos sostener que la sentencia del Supremo sólo comprendía las obligaciones de la serie D.

VIERA.— (clavándole la mirada.) Eso no puede sostenerse, Tomás; eso es absurdo.

Reconoce la lealtad de la intención con que me presento a ti, y confórmate con el arreglo que te propongo.

OROZCO.— No quiero. (Plantándose ante él, y resistiendo con fría tranquilidad la penetrante mirada de VIERA.) Y voy a explicarle a usted la razón de esta resistencia que, según veo, le sorprende tanto. Es que me he cansado del papel de hombre recto y juicioso, que la opinión pública se ha empeñado en hacerme representar. He visto que la rectitud, practicada tan en absoluto, me trae más males que bienes. Y resulta una cosa, amigo Viera: antes que los atenienses se aburran de oír llamar justo a Arístides, el mismo Arístides se ha cansado de serlo, y quiere igualarse a los demás. Yo había dado en la manía de no ir con el vulgo, y ahora caigo en la cuenta de que se va mejor por el camino que traza la muchedumbre.

¿Qué tal? Esta salida ha desconcertado al amigo Viera, al ingenioso arbitrista, al aventurero sagaz. (Con cruel humorismo.) ¡Ah!, usted no contaba con esta, ¿verdad?, dígalo con franqueza; usted fiaba en la decantada severidad de mis principios, en esa fama que me han dado algunos tontos, la cual ha venido a cargarme tanto, pero tanto, que me propongo no perdonar ocasión de desmentirla.

VIEIRA.— (para sí, confuso y atortolado.) ¿Pero este hombre se está burlando de mí, o qué es esto? (Alto.) Juraría que tu cerebro no está en perfecto estado de equilibrio.

OROZCO.— (volviendo a pasear sin agitación, a ratos deteniéndose ante el otro.) Con el pensamiento me será muy fácil transportarme al ánimo del astuto Viera, y reproducir la serie de juicios que han determinado este acto. Vamos a ver: usted entendió que el amigo Orozco era un ardiente puritano, capaz de dejarse desollar vivo antes que retener un maravedí que no le perteneciese, y se dijo: "Este es el hombre que me conviene a mí. Compro la obligación por una bicoca, y de fijo no vacilarán en dármela, porque la cuestión es compleja y obscura, y los ingleses pasan por todo antes que pleitear en España; me presento con mis papeles en regla; el hombre se asusta; la conciencia se sobrepone en él al interés; su inflexible noción del derecho hace mi negocio; cobro a tocateja, y hasta otra". ¿Es este, sí o no, el verídico proceso de la intención y las ideas de usted?

VIERA.— (redoblando su astucia.) Te veo ciegamente entregado a tu imaginación, querido Tomás, y cuanto has dicho es una fantasía loca. En mí no hubo ni hay más intento que el de servirte y ahorrarte penas y dinero.

OROZCO.— Pues ahora resulta que el virtuoso y rígido, el hombre de conciencia intachable no existe más que en la infundada creencia de los tontos que han querido suponerle así; resulta que Orozco es como todos los que le rodean, ni perverso, ni tampoco santo; que desea mantenerse en el justo medio entre la tontería del bien absoluto y el egoísmo brutal de otros que no quiere dejarse explotar, sosteniendo el derecho estricto y la moral pura en cuestiones de intereses; que defiende su peculio, hasta donde pueda, con el criterio de la mayoría de los hombres de negocios; de todo lo cual resulta también que al trapisonda que me escucha le ha salido el tiro por la culata, y que por esta vez su maniobra ha sido un verdadero fracaso.

VIERA.— (tragando saliva.) Tú harás lo que gustes, y podrás sostener, en lo referente a pago de deudas, ese criterio tan distinto de tus ideas de toda la vida, y que no es, por más que digas, el criterio de la mayoría de los hombres de negocios.

Yo he cumplido contigo. Fracasadas mis gestiones conciliadoras, te entenderás con Benjamín Proctor, que inmediatamente entablará la acción contra ti.

OROZCO.— (resueltamente.) Ese señor hará lo que le acomode, y yo también, y si quiere pleitear, que pleitee, pues el asunto no es claro ni mucho menos.

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