Escena IV
Los mismos, CLAUDIA.
CLAUDIA.— (abriendo la puerta.) Buenas noches.
FEDERICO.— Oye, ¿qué hacia en casa ese sinvergüenza que acaba de salir?
CLAUDIA.— (soñolienta.) ¿Quién? ¿Está usted loco? Bah; ya viene con sus remontazones. Aquí no ha entrado nadie.
FEDERICO.— Tú y tu hermana sois unas grandísimas alcahuetas... ¿Y la señorita?
CLAUDIA.— Acostada y durmiendo.
FEDERICO.— Pasa, Infante. (Entran en la sala.)
INFANTE.— Mira, deja el asunto para mañana. Ya debes suponer que te han de negar todo. Ten calma, soporta el hecho, y búscale solución de la manera más práctica.
FEDERICO.— ¡Qué tonto eres! (A CLAUDIA.) Mañana os ponéis en la calle con toda vuestra indigna parentela, y mi hermana irá a las Arrepentidas... ¡Qué bajeza de espíritu y de sentimientos!... No quiero verla... Que no se ponga delante de mí.
No podría contenerme...
INFANTE.— (sentándose.) Eso me parece muy bien: no hables con nadie esta noche. Aplaza la cuestión para otro día.
FEDERICO.— (a CLAUDIA, con vivo enojo.) Esta casa es una sentina, y vosotras alimañas inmundas.
INFANTE.— Bien, desahógate...
FEDERICO.— (a CLAUDIA.) Quítate de mi presencia... Vete... con mil pares de demonios.
CLAUDIA.— (para sí.) Ya se le pasará el enfado... Este señorito fantasioso cree que estamos en tiempos como los de esas comedias en que salen las cómicas con manto, y los cómicos con aquellas espadas tan largas, y hablando en consonante.
¡Válgate Dios con la quijotería!
FEDERICO.— (paseándose.) ¡Esto es horrible! ¡Qué bochorno! ¡Aquí tienes tu dichosa idea de igualdad, que todo lo encanalla! Ese pelandruscas se río de mí en mis barbas, ultraja un nombre respetable, y tengo las manos atadas contra él.
INFANTE.— Has hecho bien en aplazar la función. Y ahora puedo irme tranquilo.
FEDERICO.— Retírate si quieres. (Recogiendo tres cartas que hay en el velador.) ¿Tres cartas? ¿Apostamos a que en ellas vienen nuevas calamidades? Nada, que sigue la mala. (Abre una.) ¿Lo ves?... Una desgracia, un golpe en la nuca... Mi padre me anuncia que llega pasado mañana... ¿Y a qué viene?... Es mi padre y no puedo decir contra él ninguna palabra ofensiva. (Con ira.) Te juro, amigo Infante, que soy el hombre más digno de lástima que hay bajo el sol. No puedo echar de mí esta susceptibilidad delicadísima, y a donde quiera que me vuelvo no encuentro sino agudas puntas que me la hieren y me la chafan. ¡Este hombre...! (Estruja la carta y la arroja al suelo.) Si no fuera mi padre, creo que le... ¿Pero a qué vendrá a Madrid? Me lo figuro, y la rabia me ahoga. ¿Por qué no se estará allá, en su libre América, olvidado y olvidándonos? No me bastaba con el sofoco que me ha dado Clotilde, sino que también este azote había de caer sobre mí.
INFANTE.— Lee las demás cartas. La suerte suele darnos sorpresas... Quizás en alguna de ellas encuentres un bien inesperado.
FEDERICO.— (examinando otra carta.) Sí... para bienes inesperados está el tiempo.
Conozco la letra. Es de Torquemada... (La abre.) Maldita sea tu alma... (Lee.) "Pongo en su conocimiento que si mañana a las doce...".
INFANTE.— Lo que es por ese lado... Entérate de la otra. ¿Conoces también la letra del sobre?
FEDERICO.— (que sonríe examinando el sobre.) Pues mira, estos garabatos me producen una dulce impresión entre tantas desventuras. Es de una mujer... ¿Para qué hacer misterios? Es de La Peri... ¡Pobrecilla!... (Lee para sí.) Nada, me convida a almorzar. Tiene que hablarme... Sí; el día es a propósito para almuercitos...
INFANTE.— Yo me retiro... No olvides mis consejos. Siento dejarte tan preocupado y caviloso. ¿Acaso, en medio de las agitaciones de esta noche, has visto un rayo de luz, un indicio de salvación?
FEDERICO.— (después de una pausa.) ¡Quién sabe! Tal vez sí. (Se dan las manos cariñosamente.)
INFANTE.— Pues buenas noches... digo, buenos días. Pronto amanecerá.
FEDERICO.— Adiós. (Vase INFANTE. FEDERICO pasa a la alcoba.)