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Realidad: Escena VII

Realidad
Escena VII
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table of contents
  1. Portada
  2. Información
  3. Realidad
  4. Dramatis personae
  5. Jornada I
    1. Escena I
    2. Escena II
    3. Escena III
    4. Escena IV
    5. Escena V
    6. Escena VI
    7. Escena VII
    8. Escena VIII
  6. Jornada II
    1. Escena I
    2. Escena II
    3. Escena III
    4. Escena IV
    5. Escena V
    6. Escena VI
    7. Escena VII
    8. Escena VIII
    9. Escena IX
    10. Escena X
  7. Jornada III
    1. Escena I
    2. Escena II
    3. Escena III
    4. Escena IV
    5. Escena V
    6. Escena VI
    7. Escena VII
    8. Escena VIII
    9. Escena IX
  8. Jornada IV
    1. Escena I
    2. Escena II
    3. Escena III
    4. Escena IV
    5. Escena V
    6. Escena VI
    7. Escena VII
    8. Escena VIII
    9. Escena IX
    10. Escena X
    11. Escena XI
    12. Escena XII
    13. Escena XIII
    14. Escena XIV
    15. Escena XV
    16. Escena XVI
  9. Jornada V
    1. Escena I
    2. Escena II
    3. Escena III
    4. Escena IV
    5. Escena V
    6. Escena VI
    7. Escena VII
    8. Escena VIII
    9. Escena IX
    10. Escena X
    11. Escena XI
    12. Escena XII
    13. Escena XIII
  10. Autor
  11. Otros textos
  12. CoverPage

Escena VII

Salones en casa de OROZCO. La misma decoración de la primera jornada. Es de noche.

MALIBRÁN, VILLALONGA, en la sala de la derecha.

VILLALONGA.— Da gracias a Dios, amigo Cornelio, por haberte librado de la desagradabilísima operación de batir las cataratas a nuestro buen Orozco. Ni comprendo yo cómo se puede acometer a sangre fría tal empresa quirúrgica.

Llegarse a un hombre, a un amigo, y decirle a boca de jarro: "mira, Fulano, yo sé que tu mujer, etc... y te ofrezco medios de comprobación material cuando gustes", es cosa fuerte, pero tan fuerte, que si yo me hallara en el triste caso de ser operado así, cree que mi primer impulso habría de ser romperle los ojos al... oculista.

MALIBRÁN.— La verdad es que se me hacía dificilísimo el primer pinchazo. En la mañana del domingo, hallándonos los dos en el solitario monte, vi la ocasión propicia y quise lanzarme, pero no hallé manera de abordar el peligroso tema. Toca por aquí, escarba por allá, y nada. Mi conocimiento de las mil emboscadas de la conversación resultaba inútil. Luchaban en mí el deber de conciencia mandándome hablar, y la gravedad del asunto poniéndome cien mordazas.

VILLALONGA.— No veo tan claro, francamente, lo del deber de conciencia. La mía no me ha inducido nunca a ilustrar a mis amigos sobre puntos tan delicados.

MALIBRÁN.— Cada cual ve las cosas a su manera. No soy gazmoño en asuntos de moral conyugal. Tengo acá mis ideas... quizás un poco extravagantes; y para metértelas en la cabeza, necesitaría explanar con alguna extensión mi teoría de que el grado de culpabilidad adulterina depende de la elección de cómplice, resultando una escala que va desde lo disculpable, por no decir plausible, hasta lo que merece la mayor execración. Pero no me parece oportuno ahora...

VILLALONGA.— No; déjalo para otra vez.

MALIBRÁN.— Sea lo que quiera, me alegro mucho de que el Acaso, el socorrido Fatum me librara del compromiso fastidioso de tener que cantar. Y se me quitó un peso de encima cuando llegó el telegrama de Calderón anunciando a Tomás la inesperada tragedia. Los dos nos quedamos, al leer el parte, como quien ve visiones, y celebré para mi sayo que la divina Providencia se encargase de la misión difícil que yo me había impuesto (Bajando la voz.) Porque tengo para mí que, en presencia de este hecho elocuentísimo, Orozco no puede permitirse seguir ignorando... ¿Qué te parece? Desde que se conoció la catástrofe en Madrid, el nombre de Augusta figura en todas las versiones que corren de boca en boca.

VILLALONGA.— No sé, no sé... (Meditabundo.) ¿Y tú que piensas de esta desgracia?

MALIBRÁN.— Para mí, el pobre Viera se hallaba en una situación ahogadísima, en declarada, irremediable bancarrota. Enormes deudas de juego, de esas que no admiten prórroga, le abrumaban. Augusta le había auxiliado hasta ahora en la medida razonable; pero las exigencias de él llegaron a ser tales, que la pobre mujer no quiso o no pudo satisfacerlas. De esta resistencia de Augusta, y de las tremendas razones con que Federico apoyaba sus demandas de dinero, hubo de resultar un vivo altercado, amenazas, demasías de lenguaje, qué sé yo... Federico, en un rapto de furia y desesperación, harto de padecer, viéndose sin honra, insolvente, comido de acreedores, rechazado de sus amigos, liquidó con la vida. En rigor era la única liquidación posible.

VILLALONGA.— Es verosímil.

MALIBRÁN.— Tan verosímil, que yo me represento la escena como si la estuviera viendo, y escuchara la voz de ambos personajes.

VILLALONGA.— Pero hay algo que no está claro, ni creo que lo esté nunca. No tengo yo por seguro que la pobre Augusta se hallara presente en el acto del suicidio.

MALIBRÁN.— Para mí es indudable que sí.

VILLALONGA.— ¡Pobre mujer! Cree que me inspira lástima, y que daría yo cualquier cosa porque su nombre no figurara en este misterioso asunto.

MALIBRÁN.— Déjala, déjala que pague su error. Estas damas que presumen de inteligentes son atroces en sus deslices. Escogen siempre lo peorcito, y luego se llaman desgraciadas y se encomiendan a la Virgen. El mejor auxilio que les puede dar el Espíritu Santo es sugerirles una buena elección.

VILLALONGA.— (con seriedad.) Amigo Malibrán, como amigos de la casa, debemos desear que se corte el escándalo y se eche tierra al asunto. No sé si Orozco se dará por entendido ante el público del descarrilamiento de su mujer. Es probable que la discordia conyugal, consecuencia segura de este mal paso, quede en las sombras de la vida íntima. Orozco es muy circunspecto, muy metido en su concha, y sabe tragarse en silencio la cicuta. Se me figura, por algo que he olfateado esta tarde, que Cisneros intriga subterráneamente a fin de ahogar el escándalo. A nosotros, amigos leales de la familia, nos corresponde coadyuvar a esta obra benéfica del gran castellano viejo. Desmintamos las especies terroríficas que circulan por ahí; defendamos el honor de esta casa, y saquemos a la pobre Augusta del pantano en que ha caído.

MALIBRÁN.— ¡Diantre! (Caviloso.) Pues si ella lo agradeciera...

VILLALONGA.— Claro que lo agradecerá. La infeliz es una bendita. Ha padecido una alucinación... ¡Ah!, el mal de la época, la diátesis de nuestros tiempos de refinamiento social. Amigo mío, la vida esta de recepciones, galantería, sibaritismo, comidas, y el charlar ingenioso y pérfido entre los dos sexos, es un excitante desmoralizador. No hay familia posible con semejante vida. Perdona que esté tan filósofo, yo, el último de los desmoralizados, pero también el primero de los alumnos de la gran profesora, la experiencia.

MALIBRÁN.— Sí yo contara con la gratitud de Augusta, sería el primero en llevar mi espuerta de tierra al montón que ha de cubrir el escándalo. Pero dudo que...

VILLALONGA.— (poniéndose serio.) No seas idiota. Y en último caso, el agravio que la opinión infiere a nuestro amigo Orozco, lo hago yo mío; vamos, que me meto a paladín, sí señor. Cuidado, pues, Malibrancito: ten juicio, pues bien pudiera suceder que yo me amoscara... Todo está en que me dé por ahí.

MALIBRÁN.— ¿Pero tú qué tienes que ver...?

VILLALONGA.— Tengo y no tengo... En fin, que me carga tu intervención, tu espionaje y tu lamentable oficiosidad en este asunto.

MALIBRÁN.— (con mal humor.) Ea, déjame a mí... (Cediendo.) Pero, en fin, ¿qué es lo que tú quieres?

VILLALONGA.— Que hagas propaganda sensata. Aquí no ha pasado nada.

Nuestra conducta ha de corresponder a los agasajos de esta excelente familia.

Augusta se merece un sin fin de homenajes, ¡y Orozco es tan bueno, tan generoso...! Te diré: yo le debo el grandísimo favor de haberme cedido su puesto en la combinación de senadores. ¡Caray, si no es por él, me quedo también ahora en la calle, muerto de risa!

MALIBRÁN.— ¡Ah, mameluco, that is the question! Ya veo la clave de tu sensatez.

VILLALONGA.— Este pastelero mundo es una cadena, un collar, un toisón de oro, en el cual las personas, remachadas con las ideas, somos los eslabones, y no podemos escoger la relación o argolla que nos une al eslabón vecino. ¿Qué tal? ¿Estoy yo filosófico esta noche? Mentecato, ¿tú qué te creías?... Y punto en boca que viene aquí el grande hombre.

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