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Realidad: Escena III

Realidad
Escena III
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table of contents
  1. Portada
  2. Información
  3. Realidad
  4. Dramatis personae
  5. Jornada I
    1. Escena I
    2. Escena II
    3. Escena III
    4. Escena IV
    5. Escena V
    6. Escena VI
    7. Escena VII
    8. Escena VIII
  6. Jornada II
    1. Escena I
    2. Escena II
    3. Escena III
    4. Escena IV
    5. Escena V
    6. Escena VI
    7. Escena VII
    8. Escena VIII
    9. Escena IX
    10. Escena X
  7. Jornada III
    1. Escena I
    2. Escena II
    3. Escena III
    4. Escena IV
    5. Escena V
    6. Escena VI
    7. Escena VII
    8. Escena VIII
    9. Escena IX
  8. Jornada IV
    1. Escena I
    2. Escena II
    3. Escena III
    4. Escena IV
    5. Escena V
    6. Escena VI
    7. Escena VII
    8. Escena VIII
    9. Escena IX
    10. Escena X
    11. Escena XI
    12. Escena XII
    13. Escena XIII
    14. Escena XIV
    15. Escena XV
    16. Escena XVI
  9. Jornada V
    1. Escena I
    2. Escena II
    3. Escena III
    4. Escena IV
    5. Escena V
    6. Escena VI
    7. Escena VII
    8. Escena VIII
    9. Escena IX
    10. Escena X
    11. Escena XI
    12. Escena XII
    13. Escena XIII
  10. Autor
  11. Otros textos
  12. CoverPage

Escena III

FEDERICO, con el chiquillo en brazos, después JOAQUÍN VIERA.

FEDERICO.— ¡Qué noche he pasado! Esta vileza de mi hermanita ha concluido de anonadarme. (Se pasea.) ¿Tendrá razón Infante sosteniendo que toda la culpa es mía? Pues aunque cien veces lo sea, no transijo con ese cursi maldito. ¿No es verdad, Fefé, que debo mantenerme inflexible? Tú estás en lo cierto. Yo soy como soy, y no puedo ser de otra manera... (Confuso.) Y en verdad que no puedo entender por qué causa me es insoportable este vilipendio, mientras que acepto otros y los llevo conmigo, acustumbrándome a su peso, como al peso de la ropa que me cubre. Lo que llamamos dignidad ¿será función social antes que sentimiento humano? ¿Será ley de ella escandalizarnos de la ignominia que se hace pública, y apechugar con la que permanece secreta...?

VIERA.— (entrando por la izquierda.) Bien por los hombres madrugadores.

¡Levantado a las doce del día! Yo pensé que almorzaría solo, y almorzaremos juntos. All right. (Se en un sofá.) ¡Pero, chico, qué cambiado está nuestro viejo Madrid! Hasta pisos de madera me le han puesto. El lugareño con botas de charol.

He salido a dar una vuelta, y el plum—plum de las caballerías sobre el entarugado, el sordo ruido de los coches y el olor de la creosota me daban la impresión de Londres o París.

FEDERICO.— Sí; ha cambiado algo Por fuera en los últimos tiempos. Pero por dentro está como tú lo dejaste.

VIERA.— Siempre es el perdido de buena sombra y de muchas trazas, que se contenta con las apariencias del vivir, viviendo en realidad muy mal... ¿Sabes lo que pareces tú ahora? Un San Cristóbal, de esos que hay en las catedrales. Y el nene es precioso. ¿A quién sale, siendo su padre más feo que su madre, que es cuanto hay que decir...? No, (observando al chiquillo.) no puede ser obra de Pepe.

(Alzando la voz, mira hacia la puerta de la derecha.) ¡Ah, Claudia, Claudia, veo que siguen los descuidos...! (A FEDERICO que se pasea meditabundo.) Dame pronto de almorzar, que tengo muchísimo que hacer. Y te advierto que mi primera diligencia es ir a ver a Clotilde. No, no te enfurruñes. No puedo seguirte por el camino de la intolerancia caballeresca. Cada uno obra según su carácter y el medio en que respira. ¡Vivimos en atmósfera tan distinta!, yo en un país democrático y rico, donde los apellidos y las posiciones aparentes no suponen nada; tú en un país sin dinero, donde la exterioridad lo suple todo, y donde las posiciones oficiales hacen las veces de riqueza. Nunca aspiré a que mi hija se casara con un noble, con un millonario. Modestísimo en mis pretensiones, y conociendo el país, me ilusionaba con verla esposa de un capitancito de artillería o ingenieros, o con un abogadillo de chispa, que andando el tiempo se hiciera diputado, y quizás ministro.

A ti, que hacías veces de padre, te correspondía el arreglarlo de este modo. ¿Pero qué pasó? Que dejaste a la niña entregada a sí misma, y la pobre tuvo que elegir entre lo que veía. Si en vez del capitancito de artillería nos ha resultado un chico de mostrador... es sensible; pero ya no tiene remedio. Claro que no me gusta; pero yo no forcejeo con la realidad. ¿Qué?, ¿hemos de abandonar a la pobre niña? ¿Estamos en el caso de hilar muy fino, muy fino? ¿Quién sabe si el joven ese saldrá listo y trabajador, y poseerá el arte de estos tiempos, que consiste en traer legalmente a las arcas propias el dinero que anda por las ajenas? ¡Quién sabe si Clotilde habrá labrado, sin saberlo, su porvenir, y el tuyo y el mío, y estará en estos instantes preparándonos una vejez decorosa y tranquila! Ea, no seamos intransigentes ni pesimistas. Aceptemos la realidad, y dentro de ella, saquemos el mejor partido posible de los hechos que no dependen de nuestra iniciativa.

FEDERICO.— No me decido a conceder que tengas razón, ni afirmaré que no la tienes. Sea lo que quiera, yo no transijo. Es cuestión de temperamento. Ciertas ideas me dominan a mí, antes que yo pueda ni aun siquiera formar el propósito de dominarlas.

VIERA.— Ya hablaremos de eso más despacio.

FEDERICO.— (para sí.) Ha perdido toda idea del decoro de su nombre. (Se sienta, y pone al niño sobre sus rodillas. Entra BÁRBARA y da una carta a VIERA.)

VIERA.— (examinando el sobre.) Es de Tomás. Conozco su letra jesuítica. (La abre.) Me cita para las tres. Eso sí: no es de los que huyen el bulto.

FEDERICO.— (mal humorado.) Bárbara, llévate este chiquillo, que molesta.

BÁRBARA.— (aparte.) Tan pronto se entusiasma con las criaturas como se cansa de ellas. ¡Ay!, de todo se cansa. (Tratando de coger al chiquillo, que grita, patalea y se resiste a pasar a sus manos.)

FEDERICO.— Fefé, no seas malo. Vete con tía Bárbara.

VIERA.— Prefiere estar con nosotros. El angelito gusta de la sociedad. Ea, dámele acá. (Le toma en brazos.) Conmigo. ¡Qué bien! Mira qué contento. Tú eres de casta de señores. Bárbara, puedes marcharte y que nos den pronto de almorzar. Dispongo de poco tiempo, y hay mucho que hacer esta tarde. (Sale BÁRBARA.)

FEDERICO.— ¿Qué ocupaciones son esas, di? Por Dios, yo te suplicaría... yo te agradecería mucho que dejases en paz a Orozco. Es un hombre excelente.

VIERA.— (zarandeando al niño y haciéndole cabalgar sobre sus rodillas.) No niego su excelencia; pero que me la pruebe pagando lo que debe... Anda, caballo...

agárrate, valiente.

FEDERICO.— ¿Pero qué crédito es ese? Sin ofenderte, yo dudo mucho que sea un crédito real y efectivo.

VIERA.— (con socarronería.) Buena idea tienes de mí. Aquí no entendéis de negocios, y rendís homenajes demasiado serviles a la delicadeza, madre del no comer y amparadora de la insolvencia. Los negocios son negocios, y se tratan con la crudeza que enseñan los números, lo cual nada quita a las efusiones de la amistad.

FEDERICO.— (inquieto.) Cuéntame, ¿qué diantre de negocio es ese?

VIERA.— Una deuda.

FEDERICO.— Orozco no tiene deudas. Como no hayas descubierto alguna póliza olvidada y prescrita de la Humanitaria...

VIERA.— Eres más inocente que este niño que galopa en mis rodillas, y se cree que monta a caballo. ¿Me juzgas tú a mí capaz de presentarme a Orozco sin refuerzo de documentos legales? ¿Por quién me tomas?

FEDERICO.— (con embarazo.) Es que... me causa pena recordarlo; pero debo decirte que, en otras ocasiones, Tomás te ha dado dinero por conmiseración, y por evitarse disgustos. Los hombres de orden temen a los pleiteantes enredosos y sin ningún derecho, más que a los que de buena fe reclaman su propiedad.

VIERA.— En primer lugar, nadie da dinero por conmiseración, ni aun en este país tan estúpidamente platónico. En segundo lugar, yo vengo aquí a sostener un derecho claro y terminante, no a poner una trampa de derechos ilusorios para que caigan en ella los incautos. Y te diré de paso, que tienes de Orozco una idea equivocada. ¿Crees tú que en él no hay más que bondad y mansedumbre, y que lleva su abnegación hasta el extremo de dejarse explotar? ¡Qué tonto eres! Bajo aquella dulzura de carácter, se esconden todas las marrullerías de un ingenio vividor. Posee el arte de hacerse pasar por generoso cuando se ve en el caso de transigir con el derecho ajeno.

FEDERICO.— Me parece que le conoces más por referencias del vulgo que por propia observación. Tomás no es así.

VIERA.— Lo he conocido niño, lo vi crecer y hacerse hombre. Sa padre y yo éramos como hermanos. ¡Ah! Pepe Orozco, grande hombre para los negocios, sin entrañas, duro, y económico en su vida interior hasta la sordidez, también algo zorro y de doble fondo como su hijo. Créeme a mí, que he visto mucho mundo, y he asistido al paso de una generación a otra... gran enseñanza. Tomás se ha encontrado la fortuna hecha, y le ha sido fácil sentar plaza de virtuoso, de varón justo y magnánimo. (Con sarcasmo.) El otro trabajó como un negro, sacrificó a las ganancias su reputación, para que ahora este se haga pasar por santo. Los padres se condenan para que los hijos puedan labrarse un huequecito en el cielo. La suerte que no hay cielo ni infierno, pues si existieran esos... locales, sólo servirían para hacer eterna la injusticia.

FEDERICO.— (tristemente.) Estás desvariando, y no te puedo seguir.

VIERA.— Te has pasado al enemigo. Mírame cara a cara. (Observándole con suspicacia.) Noto en ti no sé qué... Me sorprende mucho ese interés por una persona con quien no tienes más que relaciones superficiales, de esas que se establecen entre un estómago agradecido y el anfitrión que convida martes y jueves.

FEDERICO.— Le debo mil atenciones. Bien sabes que somos amigos de la infancia.

VIERA.— ¿Te ha señalado dietas por hacerle la rueda a su mujer? ¿Cobras a tanto la frase, a tanto la anécdota y el chascarrillo?

FEDERICO.— (conteniendo su ira.) No me hables de ese modo... No puedo tolerarlo.

VIERA.— (riendo.) ¡Cándido! Déjame a mí, déjame, que si le saco a tu anfitrión este platito de lentejas, realizaré un acto de justicia, por dos razones: primera, porque es de ley que me dé lo que reclamo; segunda, porque sus bienes fueron mal adquiridos, y deben volver a la masa, al despojado imponente, a quien representamos en este instante nosotros, los desfavorecidos de la fortuna.

FEDERICO.— Me hacen padecer horriblemente tus sofisterías. Haz lo que quieras, y no me comuniques ni tus planes ni el resultado que obtengas. Nada pretendo saber. Tratándose de esto, no quiero que haya entre nosotros ni la confianza natural entre hijo y padre.

VIERA.— Gracias. Tu tontería me anonada, porque yo pensaba pagarte tus deudas, si salía bien de este negocio... quiero decir, siempre que tus deudas se limitaran a una cifra razonable.

FEDERICO.— Cuídate de las tuyas. (Para sí.) Dios mío, ¡qué hombre! No hace ni dice cosa alguna que no sea para humillarme y herirme en lo más delicado. ¡Es fuerte cosa que no podamos aborrecer a un padre sin atropellar las leyes de la Naturaleza!

VIERA.— No te pareces a mí más que en la figura. Eres un sonámbulo, un cata— humos, y te pasas la vida mirando a las estrellas, viendo la fortuna pasar, rozándote las puntas de los dedos, sin que se te ocurra oprimir la mano y atraparla. Podrías sacar partido inmenso de tus relaciones, de tu buen parecer, de tu arte social, que no debe servirnos sólo para divertir a los ricos, como los bufones antiguos divertían a los reyes, sino para compartir con ellos el imperio del mundo. La opulencia está en el deber de compartirse con el ingenio, y cuando no lo hace de grado, hay que llamarse a la parte, como el galleguito del cuento, diciéndole: "¿cuánto voy ganando?".

FEDERICO.— (para sí.) No le contesto, porque perderé la serenidad.

CLAUDIA.— (entrando.) Señores... almuerzitis. (Cogiendo al chico de los brazos de JOAQUÍN.) Ven con tu madre, rey de los cielos y la tierra, ángel de amor, hijo pródigo, patriarca de las Indias.

VIERA.— Lo que es este no pasa, Claudia. Es muy bonito para ser de tu marido.

CLAUDIA.— (soltando la risa.) ¡Qué cosas tiene el señor! Por estas cruces le juro que es de Pepe.

VIERA.— Vamos, que estás tú buena pieza... A la mesa. Tengo sobre mi cuerpo toda el hambre española. (Vase.)

FEDERICO.— (abrumado.) ¡Que este hombre sea mi padre! ¡Ay!, me dio su rostro, me puso el sello de su casta, para que ni un momento pueda dejar de avergonzarme de ser su hijo.

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