Escena XV
Teatro.
FEDERICO, OROZCO, que se le presenta de improviso al dar los primeros pasos en el patio. Un poco más lejos, el MARQUÉS DE CÍCERO y el CONDE DE MONTE CÁRMENES.
FEDERICO.— (para sí, estremeciéndose al verle.) ¡Orozco! Esto parece cosa del Infierno.
OROZCO.— Hola, sonámbulo... ¿Qué es eso?, ¿te asombras de verme aquí?
FEDERICO.— No esperaba...
OROZCO.— Ese chiflado (señalando a MONTE CÁRMENES, que mira con gemelos hacia los palcos) se empeñó en que entráramos aquí. Y la verdad, nos hemos divertido. Me gusta mucho el género cómico, aun con toques tan chillones y picantes como los que aquí se usan. ¿Y tú...? Tienes mala cara, chico; estás pálido...
FEDERICO.— (trémulo.) No me siento bien esta noche.
OROZCO.— ¿Qué tienes?
FEDERICO.— Aquí, en el corazón... no sé qué. No es dolor, no es punzada. Es una extraña sensación, que al anochecer empezó a molestarme, y que se acentuó terriblemente al entrar aquí.
OROZCO.— ¿Te duele...?
FEDERICO.— Exactamente dolor, no, no... Es más bien un estímulo, como ganas instintivas de meter los dedos por aquí; aquí, no sé si en el corazón o un poco más abajo. Lo que más me mortifica es la idea... sí, no te rías, la idea de que me aliviaré introduciendo los dedos hasta tocar la parte dolorida, mejor dicho, la parte afectada.
OROZCO.— (sonriendo.) Te diré lo que se dice siempre en tales casos: eso es nervioso. Poco mal y bien quejado. Quizás falta de sueño, quizás un poco de dispepsia. Sanarás cuando tu ánimo se tranquilice. Federico, haz caso de mí, regulariza tu vida, para lo cual te basta dejarte querer, y verás cómo desaparece esa molestia, que no es más que una acción refleja, partiendo del cerebro. Corta de raíz tus malos hábitos, y verás qué bien te va.
FEDERICO.— (con tristeza.) ¡Qué pronto se dice eso, Tomás!
OROZCO.— Tonto, tú no has pensado en ello; no te has hecho cargo todavía del bien que te espera... A nuestra edad, pasados los treinta y cinco, un vivir metódico y sin sobresaltos es el único vivir posible... Y no me vengas con que la ociosidad te aburrirá, y que necesitas un poco de movimiento. Yo te daré ocupación; yo me encargo de que no te aburras, y con algo que ganes, y algo que recibirás de Joaquín (porque hemos convenido en que esto es de tu padre), vivirás como un príncipe. Tú créeme y déjate llevar. Confíate a mí; verás cómo te arreglo tu áurea mediocritas.
Luego la tranquilidad de la conciencia... ¿Sabes tú lo que eso vale?
FEDERICO.— (para sí.) Insisto en que este que me habla no es el Orozco de carne y hueso. Hállome en el vértice de una gran alucinación, y lo que veo y oigo es hechura de mi propia idea.
OROZCO.— Entrégate a mí sin temor, a mí, que te quiero de veras, y miro por tu bien...
FEDERICO.— (para sí, trastornado.) Basta. No puedo soportar esto. (Alto.) Adiós, Tomás; me siento mal y tengo que retirarme.
OROZCO.— Cuídate, métete en tu casa. ¡Detestable costumbre esta de hacer de la noche día! Yo, no creas, tampoco me siento bien. No sé qué me pasa. Pero con un par de días de campo me repondré.
FEDERICO.— ¿Te vas a las Charcas?
OROZCO.— Pasaré allí los dos días de fiesta.
FEDERICO.— ¿Vas solo?
OROZCO.— Estoy reclutando gente. Nuestro buen Cícero, el moderno Nemrod, no puede ir. Hasta ahora, sólo cuento con Malibrán.
FEDERICO.— ¡Ah! ¿Vas con Malibrán?...
OROZCO.— ¿Quieres agregarte?
FEDERICO.— No, gracias. Abur, abur. (Sale presuroso del teatro.)