Escena XIV
Calle.
FEDERICO.— (solo, andando muy a prisa.) ¡Cómo está mi cabeza! ¿Pues no me entra la duda más espantosa que jamás agitó mi espíritu? ¿He hablado yo con Orozco en casa de San Salomó, o es ficción y superchería de mi mente? No puedo asegurar nada. Yo le he visto, yo he hablado con él... La realidad del hecho, en mí la siento; pero este fenómeno interno ¿es lo que vulgarmente llamamos realidad? Lo que yo he dicho cien veces: no hay bastantes palabras para expresar las ideas, y deben inventarse muchas, pero muchas más. Que yo le vi y le hablé, no es dudoso para mí, y me parece que le oigo todavía. Pero un sentimiento vago de las cosas exteriores me dice que aquel encuentro es obra de mis propias ideas...
(Escudriñando en su espíritu.) ¿Pero es cierto que hablamos Orozco y yo en esa casa? ¿Estuve yo realmente en ella? Vamos a ver: concretemos. (Parándose.) ¿En dónde has estado desde las diez?... No acierto a precisarlo. Sea lo que quiera, realidad por realidad, lo mismo da una que otra... Despéjate, cabeza. ¿A dónde iré, para calmar mi afán? ¿Cómo pasaré las horas de esta triste noche, que no se acaba nunca? Cien veces he mirado el reloj sin enterarme... Mirémoslo con la atención debida: las once y media. ¡Temprano, siempre temprano! (Vuelve a andar presuroso.) Necesito desahogar mi corazón, confiando mis inquietudes a alguien.
¿Pero a quién? Se las contaría yo a Leonorilla; pero no es hora de ir allá. De noche, no puedo, no sé ver en ella a mi amiga querida. A estas horas, encontraré la casa toda llena de... hombres. ¡Desgracia inmensa para mí, que la única persona a quien declararme puedo no me sirve para el caso si no cuando no parece lo que es!... ¿Iré a que me consuele la otra, Augusta? Tampoco es ocasión. Esta por ser honrada de noche, aquella por no serlo, ambas me cierran sus puertas en las horas de mayor soledad y tristeza. Además, Augusta es la persona a quien menos puedo confiarme, porque ella, ella me ha lanzado a esta lucha, a este vértigo... ¡Pobre mujer! Alucinada por el amor, has perdido de vista la ley de la dignidad, o al menos, desconoces en absoluto la dignidad del varón. ¡Ay, tus palabras, tan gratas para mí en otro tiempo, ahora serán como instrumentos de suplicio! Me embriagarás con tus avasalladoras seducciones; disiparás durante un rato grande o chico las tinieblas de mi vida; pero no derramarás en mi corazón ese bálsamo de ternura y consuelo, que es la única medicina de este mal espantoso de la conciencia... ¡A estas horas, ya la malicia se cebará en la verdad descubierta por Malibrán, y mientras Orozco cree y dice que La Peri me ayuda a vivir, nuestros amigos dirán que Augusta me mantiene y me paga las trampas! Esto me subleva. (Con desesperación.) Romperé con ella; rechazaré las ofertas de Tomás, y después, que me devoren la miseria y la usura... (Pausa.) ¿Iré a pedir consuelos a mi hermana? No, porque me encontraría con ese facha innoble, a quien detesto. Sólo de verle, se me crispan las manos, y siento anhelos de destrozar a alguien. No, allá no iré por nada de este mundo. Ya no tengo hermana, ya no tengo familia; estoy solo, y la compañera que me hace falta, ni puede dármela la amistad ni dármela puede el amor... Vagaré por las calles hasta que sea hora de entrar en mi casa... Pero el tiempo no avanza. ¡Demonio, siempre las once y media! Me canso ya de este paseo febril. (Detiénese indeciso y fatigado.) ¿En dónde me metería yo para reposarme y distraerme un rato? No iré a ningún sitio donde pueda encontrarme con el Santo, pues su sola presencia me causa las agonías de la muerte. ¡Ah, qué idea feliz! Me refugiaré en un teatro. ¿En cuál? En este, que es del género picante. No me reiré porque no puedo reírme; pero mis ideas se desviarán un rato de la fijeza congestiva que me atormenta. (Párase a la puerta de un teatro; toma localidad y entra.) Están en el entreacto; pero pronto empezará la función, que ojalá sea una pieza muy disparatada, muy absurda, muy cínica... (Dirígese al pasillo de butacas.)