Escena XII
Despacho de OROZCO.
AUGUSTA, envuelta en su cachemira, se acomoda en una butaca, junto a la chimenea muy cargada de lumbre; OROZCO, junto a la mesa, en la cual hay una lámpara encendida.
OROZCO.— ¿Qué... tienes frío?
AUGUSTA.— Un poco; pero ya voy entrando en calor. (Para sí.) No sé por qué tiemblo. Su mirada me desconcierta.
OROZCO.— No es tarde. Si te encuentras bien, hablaremos un poco de asuntos que a entrambos nos interesan.
AUGUSTA.— ¿Asuntos...? Tú siempre discurriendo empresas o aventuras humanitarias...
OROZCO.— (interrumpiéndola.) No es eso...
AUGUSTA.— Vale más que te acuestes y descanses.
OROZCO.— (acercándose a ella.) Descansaría si pudiera. Pero por mucho dominio que uno tenga sobre sí propio, por grande que sea nuestra energía para disciplinar las ideas, hay ocasiones, querida, en que las ideas ahogan la necesidad de reposo, y el sueño es imposible.
AUGUSTA.— (para sí, con espanto.) Llegó el momento de las explicaciones. Estoy perdida. ¿Lo sabe o desea saberlo? (Mirándole fijamente a los ojos.) ¿Quién podrá descifrar el jeroglífico de ese rostro de mármol?
OROZCO.— (para sí, mirándola a su vez con atención profunda.) ¿Será capaz de confesar? Me temo que no.
AUGUSTA.— (para sí.) No nos acobardemos. Me adelantaré gallardamente a sus preguntas. (Alto.) ¿Por qué me miras así? ¿Es que quieres decirme algo y no te atreves?
OROZCO.— Te observo temerosa, y esperaré a que te tranquilices.
AUGUSTA.— ¡Temerosa yo! (Para sí.) Fingiré un valor que no tengo... Hasta para confesar lo necesitaría, pues si me rindo, conviéneme hacerlo con dignidad.
OROZCO.— Ya sé que eres valiente. No necesitas demostrármelo con palabras. Yo también lo soy, más que tú, mucho más, pues tengo ánimo suficiente para poner la verdad por encima de los afectos grandes y chicos, para reducir a la insignificancia las pasiones, cuando contradicen el sentimiento universal.
AUGUSTA.— (para sí.) Desvaría. El delirio humanitario se ha apoderado de él.
Esto me envalentona. Veámosle venir.
OROZCO.— Yo había pensado educarte en estas ideas, iniciarte en un sistema de vida que empieza siendo espiritual y difícil, y acaba por ser fácil y práctico. Ahora no sé si debo insistir en mi propósito. Se me figura que no ha de gustarte esta creencia mía, adquirida en la soledad a fuerza de meditaciones y de magnas luchas.
AUGUSTA.— (para sí.) ¡Ay, Dios mío, cómo se evapora el pensamiento de este hombre! Si me hablase en lenguaje humano, que moviera mi corazón y mi conciencia, me impresionaría; pero estas cosas tan etéreas no se han hecho para mí, amasada en barro pecador. (Alto.) Ya sé que eres un hombre sin segundo, al menos entre los que yo conozco. Has cultivado, a la calladita y sin que nadie se entere, la vida interior; has conseguido lo que parece imposible en la flaqueza humana, a saber: no tener pasiones, subirte a las alturas de tu conciencia eminente, y mirar desde allí los actos de tus semejantes, como el ir y venir de las hormigas; aislarte y no permitir que te afecte ninguna maldad, por muy próxima que la tengas. ¿Es esto así? ¿Te he comprendido bien? (OROZCO hace signos afirmativos con la cabeza.) ¿Y quieres que yo te acompañe en esa purificación? ¡Ay!, bien quisiera; pero no sé si podré. Soy muy terrestre; peso mucho, y cuando quiero remontarme, caigo y me estrello.
OROZCO.— La gravedad se disminuye limpiando el corazón de malos deseos, y el pensamiento de toda inclinación mala.
AUGUSTA.— ¡Ay!, yo limpio, limpio; pero se vuelven a ensuciar cuando menos lo pienso.
OROZCO.— Yo te enseñaré la manera de triunfar, si te confías a mí; pero por entero; confianza ciega, absoluta. Revélame todo lo que sientes, y después que yo lo sepa... hablaremos.
AUGUSTA.— (para sí.) ¡Confesar!, esto me aterra. Si él fuera más hombre y menos santo, tal vez...
OROZCO.— ¿No contestas a lo que te digo? Descúbreme tu interior; pero con efusión completa.
AUGUSTA.— Lo sabe, y quiere arrancarme la confesión. ¿Cómo lo habrá sabido? ¿Se lo dije yo? Esta duda me vuelve loca. Tomemos la ofensiva. (Alto.) ¿Qué quieres que te descubra? ¿Sospechas de mí? Empieza por decirme en qué se funda tu suspicacia, y yo veré lo que debo contestarte.
OROZCO.— (con determinación.) Inútiles y ridículos escarceos. Vale más que hablemos con claridad. Desde que apareció muerto Federico, tu nombra anda en lenguas de la gente. No necesito añadir más. Lo que haya de verdad en esto, tú me lo has de decir. Si es falso, desmiéntelo; si no lo es, que yo lo sepa por ti misma.
Esta ocasión es solemne, y en ella he de saber quién eres y lo que vales.
AUGUSTA.— (turbada.) ¿Pero tú... crees...?
OROZCO.— Yo no creo ni dejo de creer nada. Espero a que tú hables.
AUGUSTA.— (para sí.) ¡Confesar!... ¡Antes morir!... ¡Siento un pavor...! (Alto.) Pues te diré: extraño mucho que des asentimiento a esas infamias.
OROZCO.— (flemáticamente.) Luego es falso lo que se dice.
AUGUSTA.— ¿Y lo dudas?
OROZCO.— No afirmo ni niego. Aplazo mi juicio, porque te veo cohibida por el temor, y te incito a sosegarte y reflexionar. Tiemblas. Tu cara es como la de un muerto.
AUGUSTA.— Estoy enferma.
OROZCO.— Enferma de susto. Tranquilízate: tómate el tiempo que quieras para pensarlo: es temprano. Estamos solos, y nadie nos molesta. Mira, yo me siento en esta butaca a leer un poco, y en tanto, tú recoges tu conciencia, y decides, delante de ella, lo que debes responderme. (Se sienta junto a la en que está la luz, toma un libro y lee.)
AUGUSTA.— (para sí, la cabeza inclinada sobre el pecho, y arrebujada en su abrigo.) Lo sabe... Ese lenguaje claramente lo indica. ¡Qué actitud tan extraña la suya! Por grande que sea la serenidad de espíritu de un hombre, no la comprendo en grado tal. Imposible que su cerebro no sufra alguna alteración honda. La humanidad, ni aun en los ejemplares más perfectos, puede ser así... Y no obstante, ¿qué hay en esa actitud, que me causa una especie de alivio, y me inspira confianza? Todo esto ¿será para oírme y perdonarme? Y pregunto yo: "¿Ese perdón vale? El perdón de quien no siente, ¿es tal perdón? ¿Puede un alma consolarse con semejante indulgencia, venida de quien no participa de nuestras debilidades?". ¡Oh!, no; su santidad me hiela. Yo no confieso, no confesaré... ¡Y si tras esa mansedumbre rebulle el propósito de imponerme un castigo severo...! ¡Si en su sistema, para mí no bien comprensible, entra también el trámite de matarme...! ¡Ay, siento escalofrío mortal!... ¡No, no confieso!
OROZCO.— (apartando la vista del libro.) ¿Piensas, Augusta, o es que te has quedado dormida?
AUGUSTA.— No duermo, no. Pensaba en esa tontería que me has dicho, en tu sospecha. ¿Quién te la sugirió? ¿Te habló alguien?
OROZCO.— Curiosidad por curiosidad, creo que la mía debe llevar la preferencia.
Habla tú primero.
AUGUSTA.— Sin duda, algún amigo nuestro, de los que te tienen envidia y mala voluntad, o amiga mía chismosa y visionaria, te ha... (Impaciente.) ¿Por qué medio adquiriste esas ideas?
OROZCO.— (con ligera inflexión festiva.) Por adivinación.
AUGUSTA.— No creo en las adivinaciones. (Para sí.) Virgen Santa, mis temores se confirman... Anoche, en aquel delirio estúpido, canté... ¡Si lo tengo bien presente...! ¡Si no se me ha borrado del cerebro la impresión de lo que hice y dije...! ¡Miserable de mí, vendida neciamente! Si ahora me obstino en negar...
(Alto, tragando saliva.) Explícame ese misterio de las adivinaciones.
OROZCO.— Tú lo has dicho: misterio es de nuestra alma. Pero, en este caso, el poder mío revelador ha tenido auxiliares.
AUGUSTA.— ¿Alguien me acusó?
OROZCO.— Quizás.
AUGUSTA.— (para sí.) ¡Dios mío, sácame de esta incertidumbre, y separa en mi espíritu las acciones reales de las fingidas por el cerebro enfermo. (Rehaciéndose.) ¡Oh, no es posible que yo hablara; no puede ser! Me estoy atormentando con un recelo pueril, hijo del miedo. Ánimo... y no confesar.
OROZCO.— (para sí, fingiendo leer.) Esto sí que es difícil de extirpar. El desgarrón de este sentimiento, que me arranco para echarlo en el pozo de las miserias humanas, ¡cómo me duele! Al tirar, me llevo la mitad del alma, y temo que mi serenidad claudique. Si salgo triunfante de esta prueba, ya no temeré nada; dominaré el mundo, y nada terrestre me dominará. ¡Pero cómo me duele esta amputación! (Mirando furtivamente a su mujer.) Era el encanto de mi vida. Inferior a mí por su inconsistencia moral, su amor me daba horas felices, su compañía me era grata, y la idea de igualarla a mí, purificándola, me enorgullecía. La pierdo.
Quizás será un bien esta viudez que me espera; quizás este lazo me ataba demasiado a las bajezas carnales... Me convendrá seguramente perder el único afecto que me ligaba al mundo. ¿Y si no lo perdiera...? Si con un acto de hermosa contrición se eleva hasta mí... (Volviendo a fijar los ojos en el libro.) ¡Ah!, no tiene alma para nada grande. Si me confiesa la verdad, toda la verdad, la perdono y procuraré regenerarla.
AUGUSTA.— (para sí, sofocada y limpiándose el sudor de la frente.) No sé qué siento en mí... un prurito irresistible de referir cuanto me ha pasado, mi falta, mi pena inconsolable... ¡Pero si ya se lo revelé...! Sí; no tengo duda. Paréceme que viéndome estoy en el acto inconsciente de anoche; oigo mis propias palabras; me retumban aquí, como si ahora mismo las pronunciara. Todo lo canté bien claro... Y si lo sabe, ¿a qué me lo pregunta? ¿A qué humillarme con una segunda confesión?
OROZCO.— ¿Has pensado, Augusta?
AUGUSTA.— No, no pienso. Todo está pensado ya. (Para sí, con tenacidad.) No confieso, no puedo, no quiero. Me falta valor. Siento en mi alma la expansión religiosa; pero el dogma frío y teórico de este hombre no me entra. Prefiero arrodillarme en el confesonario de cualquier iglesia... Y si despierta niego, después de haberme delirando, ¿qué pensará de mí? Nadie es responsable de lo que dice en sueños... Pero los delirios suelen ser el espejo turbio y movible de la vida real...
¡Qué combate dentro de mí! No sé qué hacer ni por dónde escurrirme.
OROZCO.— ¿Has examinado tu conciencia, Augusta?
AUGUSTA.— (sacando fuerzas de flaqueza.) Déjame en paz. Mi conciencia no tiene nada que examinar.
OROZCO.— ¿Está tranquila? ¿No te acusa de ninguna acción contraria al honor, a las leyes divinas y humanas?
AUGUSTA.— (para sí.) Me confieso a Dios, que ve mi pensamiento; a ti no...
OROZCO.— ¿Qué dices?
AUGUSTA.— No he dicho nada. (Para sí, con brutal entereza.) Me arriesgo a todo... Salga lo que saliere, negare...
OROZCO.— ¿Insistes en llamar disparatado y absurdo el rumor de que presenciaste la muerte violenta de Federico?
AUGUSTA.— (para sí, desconcertada.) ¿Poseerá alguna prueba material?
OROZCO.— ¿Callas?
AUGUSTA.— (enfrenándose.) No, no callo... Es que me asombro de que creas semejante desatino. (Para sí.) Si tiene pruebas, que las tenga. Ya no me vuelvo atrás.
OROZCO.— ¿De modo que lo niegas?
AUGUSTA.— Lo niego terminantemente.
OROZCO.— ¿Y lo juras?
AUGUSTA.— ¿A qué viene eso de jurar?... Si es preciso... lo juro también.
OROZCO.— (para sí.) Me engaña miserablemente. Peor para ella. Desgraciada, quédate en tu miseria y en tu pequeñez.
AUGUSTA.— No es propio de ti dar crédito a las invenciones de la gente maliciosa.
OROZCO.— (gravemente.) Yo no anticipo juicio alguno. Me atengo a lo que tú declares.
AUGUSTA.— (para sí, recelosa.) ¿Me crees? ¿Crees lo que digo?
OROZCO.— Sí... (Se aparta de ella, y pasea por la habitación, mirando al suelo.
Para sí.) Me he quedado solo, solo como el que vive en un desierto.
AUGUSTA.— (para sí.) No me ha creído... ¡Y yo noto un vacío en mi alma...! Me siento divorciada, sola, como si viviera en un páramo.
OROZCO.— (para sí.) Mi mujer ha muerto. Soy libre. Ningún cuidado me inquieta ya, sino es el de mi propia disciplina interior, hasta llegar a no sentir nada, nada más que la claridad del bien absoluto en mi conciencia.
AUGUSTA.— (para sí.) He mentido... Su virtud no me convence ni despierta emoción en mí. ¡Divorciados para siempre...! Si viera en él la expresión humana del dolor por la ofensa que le hice, yo no mentiría, y después de confesada la verdad, le pediría perdón. Ningún rayo celeste parte de su alma para penetrar en la mía. No hay simpatía espiritual. Su perfección, si lo es, no hace vibrar ningún sentimiento de los que viven en mí.
OROZCO.— (para sí.) ¡Pero qué solo estoy! Murió el encanto de mi vida.
¿Flaqueará mi ánimo en esta crisis tremenda? La conmoción interior es grande.
¿Conseguiré dominarla, o me dejaré arrastrar de este impulso maligno que en mí nace, o más bien resucita, porque es resabio de mis dominadas pasiones de hombre? (Detiénese detrás de AUGUSTA contemplándola. Ella no le ve.) ¿Por qué no te impongo el castigo que mereces, malvada mujer? ¿Por qué no te...? (Apretando los puños.)
AUGUSTA.— (para sí, sobresaltada y recelosa, al sentirle parado detrás de ella.) ¿Qué hace? No me atrevo a moverme, ni a mirar siquiera para atrás. ¡Dios me ampare!
OROZCO.— (para sí, venciéndose con supremo esfuerzo.) No, no te iguales a lo más miserable y rastrero de la humanidad. Déjala...
AUGUSTA.— (volviéndose aterrada.) ¿Qué? ¿Qué hay?
OROZCO.— Nada, no he dicho nada. (Para sí, paseando de nuevo.) No, los brutales instintos no destruirán, en un instante de flaqueza, la serenidad que adquirí a fuerza de mutilar y mutilar pasiones y afectos miserables. Elévate, alma, otra vez, y mira de lejos estas bastardías liliputienses. Nada existe más innoble que los bramidos del macho celoso por la infidelidad de su hembra.
AUGUSTA.— (para sí.) Si en él viera yo el noble egoísmo del león que se enfurece y lucha por defender su hembra... me sería fácil humillarme y pedirle perdón.
OROZCO.— (para sí.) Ánimo, y adelante. Volvamos a esta vida externa, cuya estupidez me es necesaria, como la esterilidad glacial del yermo en que habito.
Vivamos en esta aridez pedregosa, como si nada hubiera ocurrido. Despierto de un sueño en que sentí reverdecer mis amortiguadas pasiones, y vuelvo a mi rutina de fórmulas comunes, dentro de la cual fabrico, a solas conmigo, mi deliciosa vida espiritual. (Alto y con resolución.) Augusta.
AUGUSTA.— ¿Qué?
OROZCO.— ¿Pero no te acuestas, hija? Es muy tarde.
AUGUSTA.— (para sí.) El mismo acento de siempre. (Alto.) Sí, me acostaré. ¿Y tú?
OROZCO.— Yo también. Oye una cosa: mañana, recuérdame que hay que comprar el regalo para Victoria Trujillo, cuya boda es el jueves.
AUGUSTA.— Es verdad. ¿Qué le compraremos?
OROZCO.— Lo que tú quieras. Tienes mejor gusto que yo para elegir cachivaches.
¡Ah! Otra cosa: si mañana estás bien, hemos de visitar a Clotilde Viera.
AUGUSTA.— ¡Ah!, sí... Mañana estaré bien, y saldré; saldremos.
OROZCO.— Daremos una vuelta en coche por el Retiro y la Castellana. Te llevaré que veas los cuadros que ha comprado últimamente tu papá.
AUGUSTA.— Bueno... (para sí.) Como si tal cosa. El mismo hombre, el mismo, inalterable, marmóreo, glacial. ¿Qué significa esto? (Alto.) Francamente, no tengo muchas ganas de ver los cuadros que ha comprado papá, pues me dijo Malibrán que eran cosa de muertos, y santos en oración, flacos, sucios y amarillos. Todo eso me es antipático.
OROZCO.— Por cierto que ayer estuve a punto de comprarte una imitación de Watteau muy linda... Pastorcitos, elegantes marquesas con cayado, mucho lazo en la frente y hombros, zapatito de raso, y luego amorcillos jugando con las ovejas.
AUGUSTA.— ¡Ay, eso me encanta! ¿Por qué no me lo trajiste?
OROZCO.— Pensé consultar contigo la compra antes de hacerla; pero como estuviste mala, no quise molestarte.
AUGUSTA.— (que se levanta y tira del cordón de la campanilla.) Pues no dudes que te agradezco de todas veras regalito tan de mi gusto. (Mirándole fijamente y con alarma.) ¿Qué significa esta indiferencia, grave y hermosa, que raya en lo sobrenatural? Esto no es grandeza de alma. Esto es...
OROZCO.— (para sí.) Expláyate, hombre, expláyate en el páramo de la vida externa. Eso conforta.
AUGUSTA.— Una nueva pena, una nueva inquietud. Será preciso consultar con los mejores especialistas en perturbaciones cerebrales. (La criada aparece en la puerta.
AUGUSTA se retira con ella.)