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Realidad: Escena X

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Escena X
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table of contents
  1. Portada
  2. Información
  3. Realidad
  4. Dramatis personae
  5. Jornada I
    1. Escena I
    2. Escena II
    3. Escena III
    4. Escena IV
    5. Escena V
    6. Escena VI
    7. Escena VII
    8. Escena VIII
  6. Jornada II
    1. Escena I
    2. Escena II
    3. Escena III
    4. Escena IV
    5. Escena V
    6. Escena VI
    7. Escena VII
    8. Escena VIII
    9. Escena IX
    10. Escena X
  7. Jornada III
    1. Escena I
    2. Escena II
    3. Escena III
    4. Escena IV
    5. Escena V
    6. Escena VI
    7. Escena VII
    8. Escena VIII
    9. Escena IX
  8. Jornada IV
    1. Escena I
    2. Escena II
    3. Escena III
    4. Escena IV
    5. Escena V
    6. Escena VI
    7. Escena VII
    8. Escena VIII
    9. Escena IX
    10. Escena X
    11. Escena XI
    12. Escena XII
    13. Escena XIII
    14. Escena XIV
    15. Escena XV
    16. Escena XVI
  9. Jornada V
    1. Escena I
    2. Escena II
    3. Escena III
    4. Escena IV
    5. Escena V
    6. Escena VI
    7. Escena VII
    8. Escena VIII
    9. Escena IX
    10. Escena X
    11. Escena XI
    12. Escena XII
    13. Escena XIII
  10. Autor
  11. Otros textos
  12. CoverPage

Escena X

La misma decoración.

Los mismos personajes. FEDERICO en el gabinete, reclinado en la silla larga.

AUGUSTA dentro de la alcoba. No se la ve al principio de la escena. Es de noche.

La lámpara está encendida.

FEDERICO.— (mirando su reloj.) Yo creí que era más tarde: las siete menos diez.

AUGUSTA.— (desde la alcoba.) ¿Qué? ¿Deseas que corra el tiempo? ¿Tienes prisa de que me vaya?

FEDERICO.— Al contrario; cuento los minutos, y si pudiera, pondría por delante los que ya están a la espalda.

AUGUSTA.— Esta noche podré estar hasta las ocho menos cuarto pero ya sabes que no has de entretenerme cuando llegue la hora de marcharme. Llegando a casa a las ocho, ocho y quince, no hay temor. Resultará que he pagado la tarde en casa de la tía Serafina. Para saber lo que debo decir, he mandado a Felipa a que se entere de lo que ha ocurrido esta tarde allá.

FEDERICO.— ¿Y si tu marido ha ido a ver a la enferma?

AUGUSTA.— Casi nunca va.

FEDERICO.— No te fíes, no te fíes.

AUGUSTA.— (apareciendo en la puerta de la alcoba.) Veo que eres tú más receloso que yo.

FEDERICO.— Pues digo, si pudiera realizarse lo que antes me proponías, todas las precauciones serían inútiles, y el disimulo absolutamente imposible.

AUGUSTA.— No es imposible... Monín, déjate guiar por esta loca. (Acercándose a él.) Lo dicho, dicho. Acábese el romanticismo, y empiece la época positiva, positivista o como quieras llamarla. Es menester, amigo de mi alma, que nos pongamos en prosa. Yo pienso mucho en ello, y se me ocurren mil planes.

FEDERICO.— Cuéntamelos. Me gusta oírte divagar con tanto donaire sobre lo imaginario y lo imposible, y admiro en ti la voluntad más independiente que existe en el mundo.

AUGUSTA.— (sentándose junto a FEDERICO en una banqueta, y reclinando su cabeza sobre el pecho de él.) Te contaré una cosa interesante. Esta mañana me dijo el Santo: "Tengo un proyecto para modificar la vida de ese pobre Federico y librarle de la plaga de sus acreedores".

FEDERICO.— (agitado.) Por Dios, no me hables de eso. No sabes el daño que me causas.

AUGUSTA.— (vivamente.) Considera que, si algo hacemos por ti, no es él quien lo hace sino yo.

FEDERICO.— No puedo considerar tal cosa. Querida mía, si me amas, impide por cuantos medios estén a tu alcance los favores de ese hombre, a quien yo por mil motivos debería reverenciar... (con mucha inquietud) de un hombre a quien tú y yo ofendemos gravemente. (AUGUSTA da un suspiro y cierra los ojos.)

AUGUSTA.— (después de una pausa.) ¿Sabes que me dormiría yo aquí, tan ricamente? Siento el latido de tu corazón, ¡pum pum!, y el chiqui—chiqui de tu reloj.

Con ambos arrullos y el sueño que tengo, me quedaría como piedra en un pozo.

¡Ay, qué gusto, si el tiempo maldito no me aguijoneara el pensamiento, para mantenerme en vela!

FEDERICO.— (para sí, meditabundo.) Alma ambiciosa de lo desconocido, de lo ilegislado, no puedo seguirte en tu vuelo. En ti no hay idea moral, al menos la idea mía, elemental y rutinaria, la que a mí me argumenta sin descanso. Hay entre tú y yo algo inconciliable, irreductible, y la tremenda muralla se alza cuando menos lo pienso. La belleza, la gracia de esta mujer me trastornan. Por ese lazo nos unimos.

De la conciencia de ambos parte lo que eternamente nos separa. ¿Cómo decírselo sin ofenderla?

AUGUSTA.— (suspira otra vez y levanta la cabeza.) Habíamos convenido en no hablar nunca de mi falta, o lo que sea. Legalmente no tengo disculpa. ¿Pero no habíamos hecho nosotros, en la embriaguez primera, un código, de estos que hacen todos los amantes, unas Tablas muy monas, en que derogábamos toda la legislación que anda por esos mundos?

FEDERICO.— (para sí.) Su valor es tan grande como su pasión. Defiende sus faltas como si fueran méritos. ¡Con qué brío se lanza por ese camino de vértigo y de sofismas! Mis ideas son claras; pero sin duda alcanzan poco. Me gustaría deslumbrarme como ella, y poder seguirla hasta los abismos del disparate, que sin duda están llenos de flores.

AUGUSTA.— Pero no necesitas decirme nada para que yo respete al hombre cuyo nombre llevo, para que le profese un cariño fraternal. Él se merece más: yo le doy lo que puedo. La equidad es letra muerta en cosas de amor.

FEDERICO.— (con sequedad.) Está bien. Pero no me hables a mí de favores de ese hombre, porque no puedo admitirlos.

AUGUSTA.— ¿Ni míos tampoco los admites?

FEDERICO.— Tampoco.

AUGUSTA.— De modo que la pared vuelve a alzarse, y tú la haces más fuerte y más gruesa, recordando que somos pecadores. ¡Qué moral está el tiempo, querido mío!

FEDERICO.— Te diré... Si he sacado a relucir la cuestión moral, no ha sido por petulancia ni por gazmoñería. Me propuse no ocuparme de ella; pero desde el momento en que me hablas de generosidades de tu marido hacia mí, y de sus proyectos de favorecerme, la cuestión moral se me impone, y plantea un dilema que tanto tú como yo debemos mirar con la mayor seriedad.

AUGUSTA.— (inquieta y mal humorada.) Ya, ya veo venir el sermoncito. El otro día apuntaste algo... sí, y ya me esperaba yo hoy un chubasco de moral. ¿Es verdadera virtud, o simplemente falta de valor?... Bueno, déjame a mí el pecado entero, y coge para ti los escrúpulos. No me importa; tengo fuerzas para cargar toda la culpa, con tal de verte contento, tranquilo, y hecho un varón santo. Tú no me quieres, y por no quererme, me das la leccioncita de buena conducta. Yo estoy enamorada, y por eso no podré quizás entenderla. Te contaré todo lo que pasa en mi interior, y luego, vengan sermones. (Se dan las manos.) Yo siento a veces en mi conciencia 6 tumultos de reprobación, pero en seguida salen, por aquí y por allá, mil ideas que me absuelven. Conforme a la ley, yo no debiera quererte. La religión manda que combata y ahogue este loco amor. Y las fuerzas para combatirlo y ahogarlo, ¿dónde están? Yo no las tengo, ni me parece que las tendré nunca. Es como si al que carece de vigor muscular le mandan que levante un peso de tantos quintales. Reconozco como nadie el mérito de mi marido, y en cuanto a su bondad, sólo yo, que a su lado vivo, sé bien toda la extensión de ella. Me inspira un cariño acendrado y puro, una gran admiración; pero Dios ha establecido la diferencia entre el amor que debemos a la divinidad, a la perfección moral, y el amor terreno, el que tenemos a nuestro igual, al semejante a nosotros por el pecado y la impureza. Yo reverencio a Tomás, le rezaría, ¿sabes?... pero te amo a ti. Me casé sin saber lo que es amor, y no lo supe hasta que tú no me lo enseñaste. Todavía no me he convencido de que esto sea una cosa muy mala, rematadamente mala. Qué quieres; soy muy torpe, y quizás de condición perversa. Lo que sí te digo es que cuando me sermonees, no necesitas hacer el panegírico de la persona que conozco mejor que tú y mejor que nadie. Bien sé que no hay otro que se le asemeje, aunque... te diré una cosa que hasta ahora no he querido decirte.

FEDERICO.— (para sí.) ¿Qué será ello?

AUGUSTA.— Pues de algún tiempo a esta parte, noto en la bondad de mi marido cierta exaltación de mal agüero, algo así como... vamos, que la virtud ha llegado a ser en él una manía, un tic.

FEDERICO.— (irónicamente.) ¡Qué salida! Eso lo dices por rebajarle a tus propios ojos, por disminuir la inmensa diferencia de talla que entre él y nosotros hay.

AUGUSTA.— No; no me juzgues así. Lo digo porque es verdad. Como quiera que sea, la exageración no destruye lo extraordinario, lo excepcional de su bondad.

(Dando un gran suspiro.) Él es un santo, y yo te quiero a ti. Ahí tienes las dos verdades capitales. No creas que trato de buscar entre ellas una componenda hipócrita. Dejo los hechos como están. Tú eres cobarde y huyes. Yo soy valiente, y me quedo delante de estas dos verdades, mirándolas cara a cara.

FEDERICO.— (para sí.) Me abruma con su admirable tesón.

AUGUSTA.— (después de una pausa.) No tienes nada que contestarme, o necesitas pensar mucho tus argumentos. ¡Ay qué sesudo se me ha vuelto mi borriquito, y qué gran moralizador!

FEDERICO.— Vamos a cuentas, vida mía. ¿No has dicho que estamos en la gran crisis, que salimos del periodo soñador para entrar en el práctico? ¿No quieres tú regularizarme?

AUGUSTA.— ¡Ah, pillo, y te vengas ahora, proponiéndome a mí la regularidad! ¡Ingrato! Quita allá. (Le rechaza cariñosamente.)

FEDERICO.— No, alma mía. Te expongo esta idea, como una mirada al porvenir.

Supón tú que, por unas u otras causas, esto no pudiera continuar sin escándalo. No habría más remedio entonces que sacrificar nuestras relaciones.

AUGUSTA.— Por mí nunca las sacrificaría.

FEDERICO.— No lo digas tan pronto. Eso no se puede afirmar tan de ligero. Yo te quiero demasiado para llevarte al escándalo y a la deshonra. A ti te corresponde, como mujer, la pasión irreflexiva; a mí la serenidad. Si hablo de esto, si suscito la grave cuestión moral, tú has tenido la culpa, hablándome de favores que piensa hacerme tu marido, de protecciones que sólo se dispensan a un hijo, a un hermano.

Eso pone la cuestión en el terreno de lo insoluble. Si no le impides que esos propósitos se manifiesten, te dejo... no puedo tolerar situación tan degradante, tan vergonzosa. ¿No lo comprendes? ¿Es posible que no lo comprendas?

AUGUSTA.— (con exaltación.) No; debo de ser tonta. Siento rabia de que te empeñes en hacérmelo comprender. Para mí la situación es otra. Tú me perteneces, yo te amo más que a mi vida, y quiero que participes de los bienes materiales que yo poseo. Soy rica. ¿Cómo he de soportar que vivas en la miseria y que te veas sujeto a mil humillaciones? Yo quiero compartir contigo mi bienestar, a la faz del mundo, si es preciso. No me avergüenzo de ello.

FEDERICO.— ¿Y pretendes que no me avergüence yo?

AUGUSTA.— ¡Debilidad, tontería! ¡Si otros lo hacen...!

FEDERICO.— (exaltándose también.) Pues si insistes en eso, he de hablarte con claridad, como no lo he hecho nunca. Hace tiempo que yo siento una pena, un sobresalto... más claro, ¡un remordimiento por el ultraje que infiero al hombre más generoso, más digno que existe en el mundo...! Quisiera que fueses siempre mía; pero las cosas de la vida ¿van por ventura al compás de nuestros deseos?... ¿Ya no hay ley, ya no hay principio alguno que deba ser respetado? Todo tiene su límite, y yo sería un miserable si no te dijese ahora que intentes, que lo intentes siquiera, consagrar a tu marido todos los afectos de tu corazón. Ya sé que el amor es extravagante. Ya. sé que cabe en lo humano, mejor dicho, que es muy humano no amar a un hombre de grandes cualidades, y prendarse de un cualquiera. Pues bien: protestando de que me gustas hoy lo mismo que ayer, tengo el valor de incitarte a que me sacrifiques, a que entres en la ley, a que vuelvas los ojos a aquel hombre tan superior a mí... superior a mí hasta físicamente, para colmo de lo absurdo.

AUGUSTA.— (con rabia.) ¡Qué manera tan suavecita de decirme que no me quieres ya! Ningún hombre enamorado sugiere a su querida la idea de volver al deber. Dímelo, háblame claro, porque esa moralidad tuya de última hora es ridícula y hasta poco delicada.

FEDERICO.— No, porque yo, al proponerte con honrada convicción lo que te propongo, estoy dispuesto, si no lo aceptas, a ir contigo hasta donde quieras, menos a la ignominia de recibir beneficios materiales de tu marido.

AUGUSTA.— Está bien. (Llorando.)

FEDERICO.— (con súbito arranque.) Me rebelo a ti con absoluta ingenuidad. Te diré que me creo bastante indigno, y no quiero serlo más.

AUGUSTA.— ¡Indigno tú! Recurres al argumento de sensación para apartarme de ti. No, no, tú no eres indigno.

FEDERICO.— (amargamente.) No sabes lo que dices; no me conoces. Por algo te oculto las miserias de mi vida. Si conocieras ciertos oprobios que hay en mí, quizás no tendría yo que hacerte ningún argumento para que me dejaras y volvieras a la ley.

AUGUSTA.— (arrojándose a él.) ¡No, dejarte, nunca! Porque si fueras el último de los bandidos, te querría lo mismo que te quiero.

FEDERICO.— (con cierto desvarío.) Yo no te merezco. Regenérate huyendo de mí, y entregando los tesoros de tu alma al hombre más digno de poseerlos.

AUGUSTA.— (con exaltación sublime.) No me da la gana. Cuéntame tus cosas.

Unámonos resueltamente en todas las esferas de la vida. Todo lo mío es tuyo.

FEDERICO.— Eso jamás.

AUGUSTA.— Arreglaremos nuestras entrevistas con un misterio tal, con un arte tan soberano, que sólo Dios pueda saberlas.

FEDERICO.— No puede ser. Orozco las descubrirá; ya verás como las descubre. Y cuando pienso en esto, la terrible muralla se levanta entre nosotros más fuerte, más alta que nunca.

AUGUSTA.— (estrechándole en sus brazos.) Pues yo la destruyo, yo la hago pedazos, la rompo con mil y mil besos. Y si tú eres un presidiario, yo seré una presidiaria; si tú eres un pillo, yo seré una bribona; seré lo que tú quieras que sea, menos...

FEDERICO.— (para sí, confuso.) Nada puedo contra este corazón monstruoso. Las ideas morales se estrellan en él, como migas de pan arrojadas contra el blindaje de un acorazado...

AUGUSTA.— ¿Qué piensas?

FEDERICO.— (con pasión.) Pienso que no hay nada mejor que condenarse contigo.

(Para sí.) ¡Y qué hermosa la muy...! Toda la legalidad del mundo no vale lo que sus ojos.

AUGUSTA.— ¿No me quieres ya?

FEDERICO.— ¿Y tú a mí?

AUGUSTA.— ¡Borricote!

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