Skip to main content

Realidad: Escena VI

Realidad
Escena VI
    • Notifications
    • Privacy
  • Project HomeBenito Pérez Galdós - Textos casi completos
  • Projects
  • Learn more about Manifold

Notes

Show the following:

  • Annotations
  • Resources
Search within:

Adjust appearance:

  • font
    Font style
  • color scheme
  • Margins
table of contents
  1. Portada
  2. Información
  3. Realidad
  4. Dramatis personae
  5. Jornada I
    1. Escena I
    2. Escena II
    3. Escena III
    4. Escena IV
    5. Escena V
    6. Escena VI
    7. Escena VII
    8. Escena VIII
  6. Jornada II
    1. Escena I
    2. Escena II
    3. Escena III
    4. Escena IV
    5. Escena V
    6. Escena VI
    7. Escena VII
    8. Escena VIII
    9. Escena IX
    10. Escena X
  7. Jornada III
    1. Escena I
    2. Escena II
    3. Escena III
    4. Escena IV
    5. Escena V
    6. Escena VI
    7. Escena VII
    8. Escena VIII
    9. Escena IX
  8. Jornada IV
    1. Escena I
    2. Escena II
    3. Escena III
    4. Escena IV
    5. Escena V
    6. Escena VI
    7. Escena VII
    8. Escena VIII
    9. Escena IX
    10. Escena X
    11. Escena XI
    12. Escena XII
    13. Escena XIII
    14. Escena XIV
    15. Escena XV
    16. Escena XVI
  9. Jornada V
    1. Escena I
    2. Escena II
    3. Escena III
    4. Escena IV
    5. Escena V
    6. Escena VI
    7. Escena VII
    8. Escena VIII
    9. Escena IX
    10. Escena X
    11. Escena XI
    12. Escena XII
    13. Escena XIII
  10. Autor
  11. Otros textos
  12. CoverPage

Escena VI

Los mismos, OROZCO.

OROZCO.— (entrando, con semblante risueño.) Vamos, le despaché... Se va el pobrecillo muy descorazonado. Pero yo ¿qué le he de hacer? Pues sólo faltaba que...

AUGUSTA.— (con gracejo.) Eso es: fuertecillo. ¡Qué genio vas echando, hijo de mi alma!

OROZCO.— Lo siento; pero no he podido darle ni esperanzas siquiera.

AUGUSTA.— Sí, te lo conozco en la cara.

VILLALONGA.— Su cara revela satisfacción.

INFANTE.— La satisfacción de las malas acciones.

OROZCO.— Ni buenas ni malas.

AUGUSTA.— (en voz baja a INFANTE.) ¿Pero tú le crees?

INFANTE.— ¿Qué le hemos de creer? Para mí Santanita se ha puesto las botas.

VILLALONGA.— Permítame usted, amigo Orozco, que no dé crédito a su modestia. Lo mismo nos dijo usted el otro día, cuando vino a importunarle aquel vejete arruinado de la Plaza Mayor, y después supimos que a la calladita le puso usted una tienda nueva, un comercio de gorras.

OROZCO.— (excitado.) ¿Quién ha dicho eso? ¡Es calumnia!

VILLALONGA.— ¡Calumnia!

OROZCO.— (dominándose y riendo.) El que tal diga falta a la verdad. ¿Con que de gorras, eh? Tiene gracia.

AUGUSTA.— (hace señas a VILLALONGA para que se calle.) ¡Eh!, chitón, indiscreto.

INFANTE.— Son voces que hace correr la maledicencia.

AUGUSTA.— No se hable más de eso. En resumidas cuentas, puesto que tú no quieres proteger al rey de las hormigas, le echaremos nosotros un cable.

OROZCO.— ¡Bueno estoy yo para protecciones! ¿Quién me defenderá a mí de la fiera que me amenaza hoy, y que no tardará en presentarse?

INFANTE.— Ya sé quién es. Joaquín Viera, el papá de Federico, que llegó anoche.

VILLALONGA.— ¡Demonio! Cuidado con ese, que es el primer sable de América... y de Europa.

INFANTE.— ¿Quiere usted que le recibamos Villalonga y yo, y le paremos la estocada?

AUGUSTA.— (con viveza.) Eso sería lo mejor. Si, sí, Tomás, que le reciban estos y le pongan las peras a cuarto.

OROZCO.— No puede ser. A ese maestro de maestros, no le sabe parar nadie más que yo. Dejádmele a mí.

AUGUSTA.— Hijo de mi vida, tiemblo por ti; temo a tu bondad, a tu miedo al escándalo.

OROZCO.— ¡Quia! Que escandalice todo lo que quiera. No sé qué lío se traerá. Ya lo veremos.

AUGUSTA.— Estoy en ascuas. No tendré tranquilidad hasta que no le vea salir de casa. ¿A qué hora viene?

OROZCO.— A las tres. (Hablan aparte OROZCO y VILLALONGA.)

AUGUSTA.— Faltan diez minutos. Siento escalofríos.

INFANTE.— ¿Te pones mala?

AUGUSTA.— Creo que sí, y si la visita se prolonga, quizás... Me bullen en la cabeza presentimientos de no sé qué desdicha.

INFANTE.— Si no sales a paseo, te acompañaré en casa.

AUGUSTA.— No, no salgo. Pero no me acompañes; te aburrirías. Tengo muy mal humor esta tarde.

INFANTE.— Yo lo tengo pésimo. Si dos negaciones afirman, de dos displicencias puede salir un rato de agradable entretenimiento.

AUGUSTA.— No; de dos displicencias que se funden, sale de seguro la hora negra, la hora de la contradicción y del tirarse los trastos a la cabeza. Hoy es un día en que me peleo yo con el lucero del alba, a poco que me exciten. Querido Manolo, si aprecias mi amistad, echa a correr y no aportes por acá hasta la noche.

INFANTE.— Se me figura que Malibrán te ha puesto de mal humor.

AUGUSTA.— (fingiendo tranquilidad.) A mí, no. Estoy acostumbrada a sus tonterías, y la oigo como si leyera los chascarrillos de la sección amena de un periódico.

INFANTE.— Mucho cuidado con él.

AUGUSTA.— Ya lo tengo... ¡ah!, vaya si lo tengo. Con que, Infantito de mi vida, ¿me quieres hacer un favor? Te lo agradeceré mucho.

INFANTE.— Pide por esa boca.

AUGUSTA.— (con zalamería.) Que te marches, y perdona la grosería. Quiero estar sola con mi marido.

INFANTE.— El egoísmo matrimonial es tal vez el más respetable. Me sacrifico, hija, me sacrifico a tu deseo, y te ofrezco mi ausencia como el más fino de los homenajes. (Le estrecha la mano.)

AUGUSTA.— Oye, Infantito mío: para que tu fineza sea colmada, y yo tenga algo que añadir a la gratitud que te debo, llévate a Villalonga.

INFANTE.— Si no quiere irse por su pie, me le llevaré a cuestas.

AUGUSTA.— Gracias. Vales un imperio.

INFANTE.— (a VILLALONGA.) Eso es, entreténgase usted charlando, y la comisión de reforma del catastro sin poderse reunir por falta de vocales.

VILLALONGA.— Tiene usted razón. Vamos allá. (A AUGUSTA.) Patrona, ¿será usted tan buena que me deje marchar?

AUGUSTA.— No debiera hacerlo. Por mi gusto le pondría a usted habitación en esta casa, y no le permitiría salir sino para dar un corto paseíto higiénico... Pero como se trata del catastro, que es una cosa muy buena, no quiero que me llamen rémora, no debo ser obstáculo a los progresos de la administración, y le doy a usted permiso para que se largue con viento fresco, cuanto más pronto mejor.

(VILLALONGA e INFANTE se despiden de AUGUSTA. Un criado entra y habla en voz baja con OROZCO.)

AUGUSTA.— Ya está ahí. Tenemos el cometa en casa. Tomás, por Dios, mucho pulso. Contente. Pon frenos y más frenos a tu bondad. Trátale como merece. (Para sí.) ¡Dios mío, qué intranquila estoy, y qué extraños, qué indefinibles temores me acechan en las revueltas de mi conciencia!

Annotate

Next / Sigue leyendo
Escena VII
PreviousNext
Powered by Manifold Scholarship. Learn more at
Opens in new tab or windowmanifoldapp.org