Escena XI
Calle.
OROZCO, FEDERICO.
OROZCO.— ¿Has visto qué gente más fastidiosa?
FEDERICO.— Fastidiosos por agradecidos.
OROZCO.— Quita allá. No es para tanto. Cuando las acciones comunes se consideran actos dignos de alabanza, es que el nivel moral desciende hasta lo increíble. Y ahora que estamos solos, hablaremos. Tenía yo ganas de que echásemos un párrafo.
FEDERICO.— (sombrío.) Y yo también.
OROZCO.— Por cierto que... y perdona que me entrometa en tus asuntos... creo que debiste contemporizar con ese pobrecillo Luis, tu futuro cuñado. Ya no puedes impedir el parentesco. La sociedad sanciona los matrimonios desiguales en cuanto se convence de que no puede impedirlos. ¿Por qué has de ser tú menos que la colectividad?
FEDERICO.— (con ardor.) ¿Otra vez el mismo asunto? Soy un anticuado, y no admito en la intimidad de mi familia a personas de esa clase, de esos hábitos y de esos procedimientos amorosos, los cuales acusan una extracción villana y grosera.
Y no tengo más que decir.
OROZCO.— Bueno; no es preciso acalorarse. Hártate de aborrecer... saborea las hieles del alma. Hay personas a quienes gusta el dolor propio con tal de producir el ajeno. No te arriendo la ganancia. Has hablado de extracción villana, tontería impropia de ti.
FEDERICO.— Pues que lo sea; mejor. Tontería constitutiva, contra la cual no puedo nada, como nada podemos contra nuestro temperamento.
OROZCO.— No insisto en ello. Entiéndete con tus errores. Te estás labrando tu infelicidad.
FEDERICO.— ¿Y qué?
OROZCO.— No conceptúo la infelicidad terrestre como un mal absoluto; pero debemos evitarla.
FEDERICO.— (muy displicente.) Pues a mí se me antoja no luchar contra ella.
¿Qué quieres? Será porque me he convencido de que me ha de vencer.
OROZCO.— Pesimista estás. La vida es un beneficio y no una carga.
FEDERICO.— Para mí no vale esa regla... ni otras.
OROZCO.— Porque no quieres hacerla valer... Pero, en fin, no divaguemos, y vamos a lo concreto. ¿Adivinas el asunto de que quiero hablarte?
FEDERICO.— (para sí.) ¡Dios mío, ahora es ella! (Alto.) Sí, me lo figuro.
OROZCO.— Augusta se encargó de tantear el terreno. Yo no quise hacerlo. Me asustaban esos relinchos que da tu falsa dignidad salvaje, y recalco la figura, porque verdaderamente es como un caballo sin desbravar... Adelante: mi mujer me ha dicho que no aceptas.
FEDERICO.— Es cierto.
OROZCO.— Dame una razón.
FEDERICO.— (después de vacilar.) Porque no puedo, porque es absolutamente imposible que acepte.
OROZCO.— Pero eso no es razón... Dame una, siquiera sea del tamaño de una lenteja.
FEDERICO.— Las tengo del tamaño de calabazas.
OROZCO.— Pues vengan. Porque no comprendo yo delicadezas extremadas hasta la sinrazón. Eso ya es ingratitud y orgullo satánico.
FEDERICO.— ¡Orgullo satánico! Es que yo sostengo que Lucifer no fue malo al rebelarse... era un ángel muy delicado.
OROZCO.— Pase como chascarrillo. Tratemos la cuestión formalmente. ¿Qué agravio recibe tu decoro con adoptar una manera de vivir que te libre de amarguras, y te asegure la paz moral para toda la vida? Empieza por considerar que lo que se te ofrece no es mío, es de tu padre.
FEDERICO.— Imposible considerarlo así. Las cosas son lo que son.
OROZCO.— Bueno, pues sea de quien sea. Explícame por qué te humillan los favores de un amigo.
FEDERICO.— (turbado.) No es que me humille; es que... (Para sí.) Este hombre me está asesinando.
OROZCO.— ¿Qué orgullo es ese? ¡Qué casta de dignidad tan incomprensible! ¿Te rebaja el beneficio otorgado por un amigo, por un compañero de la infancia, y no te envilecen otras cosas? ¿Cómo entiendes tú el honor? Tus arbitrios angustiosos y degradantes de buscarte la vida no te sonrojan, y te sonroja lo que te propongo.
FEDERICO.— Es que mis arbitrios degradantes son hábitos, y ya no puedo vivir sin ellos. Tomás, Tomás, me duele mucho decírtelo; pero te lo diré. Soy vicioso.
La idea de una vida sosa y correcta, con el bienestar acompasado de un modesto rentista, me horroriza. No quiero esa vida, no la quiero. El veneno se ha adaptado a mi naturaleza, y no puedo existir sin él.
OROZCO.— Palabrería ingeniosa. Tú no sientes lo que dices. Me engañas, y yo, al menos, merezco de ti la sinceridad. ¿Cómo pretendes hacerme creer a mí que prefieres esa vida de sobresaltos a...?
FEDERICO.— (interrumpiéndole.) Créelo, sí. Me carga la tranquilidad. No sé cómo explicártelo. Los conflictos diarios, las angustias, el no respirar, el no vivir, la excitante lucha, me producen placer insano. ¿No lo comprendes? Soy como el borracho incorregible, que se siente envenenado por el alcohol, y lo apetece con todas las energías de su naturaleza. Yo apetezco el mal, el picor terrible de las dificultades pecuniarias, las emociones del azar, con sus desmayos hondos y sus alegrías delirantes.
OROZCO.— Nada de eso pertenece a la realidad. O es desvarío de enfermo, o una manera hábil de argumentar. Otras razones te mueven a despreciar lo que te ofrezco. Dímelas, y quizás me sea fácil rebatirlas. Imposible que dejes de comprender las ventajas de la vida decente y sosegada. ¿Sabes cuál es mi aspiración y la de Augusta, que en esto, como en todo, está de acuerdo conmigo? Pues que te entiendas con tus hermanos, y viváis juntos. Por eso te escribió mi mujer suplicándote que visitaras a Clotilde. Accediste, y pensamos que tu aquiescencia en este punto era señal de ceder también en el otro. Te propusimos el vivir con tu familia, calculando que de este modo os luciría más el pequeño capital que debéis a las travesuras de Joaquín. Porque a él, fíjate bien, a él en primer término debéis agradecerlo más que a mí.
FEDERICO.— ¡No nombres a mi padre, por Dios! ¿Qué tiene él que ver con esto?
OROZCO.— Sí, porque él, inconscientemente, nos ha proporcionado los medios para esta combinación feliz.
FEDERICO.— (espontaneándose.) Tuya, tuya y sólo tuya es esta idea, que tiene una cara divina y un reverso diabólico. Todo lo hermoso de ella te pertenece; bien lo sé. Conmigo no te valen tus farsas de modestia; conmigo no te sirve el desprenderte de tu corona sublime. Te conozco y sé apreciarte en lo que vales.
Desgracia mía es no poder corresponder a tanta... no sé cómo llamarlo. Tomás, despréciame, no hagas caso de mí. Yo no merezco ni que me mires, siquiera.
OROZCO.— No te escapes por ese registro de los elogios, para aturdirme y apartar la cuestión de sus verdaderos términos. Por reducirte y ablandarte, soy capaz hasta de transigir con lo que más detesto, que es la vanidad, y llenarme de ella, y atribuirme virtudes y méritos, con tal que accedas a nuestra pretensión. ¿Te conviene este trato? Dime que aceptas, y yo diré que soy tu protector si así te acomoda. Por el contrario, ¿te molesta mi protección?, ¿tu orgullo se subleva contra lo que crees humillante? Pues me anularé. Nada habrá en mí que te recuerde la situación de favorecido. Es más: si quieres mostrarte ingrato conmigo, mejor, tanto mejor. Si te da por mostrarte olvidadizo, no creas que eso me incomoda: al contrario...
FEDERICO.— (con viva emoción.) Tomás, si te digo que te tengo por sobrenatural, no expreso todo lo que siento. Cállate y déjame; no puedo oírte...
OROZCO.— (deteniéndose en un portal.) Piensa en lo que te he dicho. Yo me quedo aquí.
FEDERICO.— (deseando escapar.) Pues adiós... Sí; pensaré...
OROZCO.— Adiós. (Entra en una casa. FEDERICO sigue.)