Escena II
FEDERICO. AUGUSTA.
AUGUSTA.— Perdis mío del alma... ¡Qué carita tienes tan, tan... no sé cómo! ¿Has dormido mal anoche? ¿Por qué no fuiste a comer a casa? ¡Qué sola estuve, y qué triste! Pero ya tocan a olvidar penas pasadas. ¡Qué consuelo verte!... ¡Ah!, ¿sabes?... No sé por dónde empezar... Tantas cosas tengo que decirte, que las palabras se me enredan en la lengua. Lo primero: sabrás que Tomás fue a las Charcas.
FEDERICO.— ¿Solo?
AUGUSTA.— Con Malibrán.
FEDERICO.— ¡Y tú tan tranquila!
AUGUSTA.— ¡Oh!, no, no estoy tranquila ni mucho menos. ¿Crees tú que...? ¡Ay! Por tu vida, no me asustes. Esta noche quiero ser feliz, o hacerme la ilusión de que lo soy. La dicha pasa tan pronto, que debemos andar muy listos, y cogerla y gozarla antes de que vengan las complicaciones. Y aún espero yo que las venceremos. ¿No lo crees tú así? Dime que las venceremos; confórtame, anímame.
FEDERICO.— (sombrío.) Ten por seguro que nuestro secreto no puede defenderse ya.
AUGUSTA.— ¡Ay, qué pesimista! Yo rabiando por hacer aquí un paréntesis, un refugio, un mundo aparte, y tú empeñado en traer a este rinconcito los afanes de allá. Aislémonos; cortemos la comunicación con el mundo, querido.
FEDERICO.— No es posible cortar la comunicación, cuando nos amenazan graves sucesos.
AUGUSTA.— ¡Ay, qué miedo! Bueno, hijo mío, si quieres que llore, lloraré; ¡yo que venía dispuesta a reírme y hacerte reír! Y no creas, traigo muy pensados mis argumentos. Hoy me propongo convencerte, y para ello no habrá monería que yo no emplee.
FEDERICO.— (tedioso.) Convencerme... ¿de qué?
AUGUSTA.— De que debes someterte a mi voluntad, grandísimo pillo.
(Acariciándole.) ¿Qué tienes tú que hacer más que vivir exclusivamente para mí? Yo soy para ti el mundo entero, y agradarme y tenerme contenta es tu único fin. Si me dices que no, te arranco todo el pelo, y te dejo más calvo que la ocasión...
pintada.
FEDERICO.— (abatido.) Palabras muy bonitas, pero inoportunas. Tú no te has hecho cargo del peligro que nos acecha. Mi opinión es que tu marido sabe ya esto.
El viaje a las Charcas es capcioso, una ausencia figurada para sorprendernos aquí.
AUGUSTA.— (ocultando la cara en el pecho de su amigo.) ¡Oh, qué espanto! De sólo pensarlo, paréceme que pierdo el sentido... (Rehaciéndose.) Pero no puede ser.
No me metas miedo. ¡Cuánto me haces sufrir! No nos sorprenderá.
FEDERICO.— Por mí no me importa. Estoy dispuesto a todo. A quien quiera que entre por esa puerta, le suelto seis tiros.
AUGUSTA.— (temblando.) ¡Ay, qué horror! Por la Virgen Santísima, no hables de tiros, ni de que aquí va a entrar alma viviente. Tú estás alucinado, nervioso. Sueñas con peligros que no existen, y ves fantasmas en tus propios dedos. ¿Qué te pasa?
FEDERICO.— (levantándose como con necesidad de expansión.) ¡Ay, Augusta! Yo no puedo vivir así; yo tengo sobre mi alma un peso insoportable. Déjame explayarme contigo, y no te asustes si digo algún despropósito... algo que no ha de serte grato. Se ha complicado esto de tal modo, que es preciso echar una víctima al monstruo, al problema, y la víctima, o mucho me engaño, o seré yo.
AUGUSTA.— ¡Por Dios, querido mío, no hables de víctimas! Es hasta de mal gusto... En todo caso, la víctima sería yo, como la más culpable: tú eres hombre, eres libre. Yo soy mujer casada, y falto a mis deberes.
FEDERICO.— Tú no. Por alborotada que esté tu conciencia, no hay en ella las luchas que agitan la mía. Yo no puedo acabar en bien. Lo menos malo que me podrá pasar es que perezca. Por desgracia mía, quizás la víctima que presiento será Tomás. (Con desvarío.) Porque, tenlo por cierto, si me insulta, creo que le mato. El derecho suyo a injuriarme, y la justicia con que lo haría, si lo hiciera, me son insoportables.
AUGUSTA.— (horrorizada.) ¡No hables así, por Cristo! Me pones enferma. ¿Pero qué ideas traes hoy, querido mío?
FEDERICO.— Tú, contéstame a lo que te pregunto: Si yo matara a tu marido, bien en duelo, bien en defensa propia, ¿qué harías?
AUGUSTA.— (cubriéndose el rostro con las manos.) Cállate, que me vuelves loca.
¿Y si él te matase a ti? Esa es otra. ¡Jesús de mi vida! No quiero pensarlo.
¡Pesadilla horrenda!
FEDERICO.— ¿Y si te matara a ti? Según la justicia vulgar, eso sería lo más derecho.
AUGUSTA.— (con aflicción.) ¿A mí? ¿Por qué? ¿Porque te quiero? ¡Oh!, no... no es motivo suficiente. La idea de morir me horroriza. El sentimiento místico no cabe en mí. Quiero vivir ¡ay!, y gozar de la vida que Dios me dio. Me son antipáticas las ideas trágicas y las emociones lúgubres: las proscribo de mi cerebro y de mi corazón, como algo que no es de buen tono. Cállate, si quieres que yo no me arrepienta de haber venido a pasar este rato contigo.
FEDERICO.— (caviloso, con idea fija.) Pues de los tres, tenlo por seguro, alguno ha de caer.
AUGUSTA.— Por Dios, basta ya de cosas lúgubres. Yo quiero vivir y que vivan todos: que viva él, tan bueno, tan humano; que vivas tú, perdulario mío, porque te quiero y me haces falta. Tu existencia me es tan necesaria como la mía propia. Que viva yo; también soy de Dios, y aunque mala, no me resigno a morirme... ¡Ay, la vida me gusta!
FEDERICO.— (con gran desaliento.) También a mí me gustaba cuando te enamoré y me correspondiste. Pero ya me pesa, me hastía... ¿No lo comprendes? ¿Te parece un vislumbre de romanticismo trasnochado? Esto de que el vivir le cargue a uno se ha hecho algo cursi; mas no deja de ser verdad en ciertos casos. Figúrate tú: cuando las dificultades de la vida se complican de modo que no ves solución por ninguna parte; cuando, por más que te devanes los sesos, no encuentras sino negaciones; cuando nada se afirma en tu alma; cuando las ideas que has venerado siempre se vuelven contra ti, la existencia es un cerco que te oprime y te ahoga.
AUGUSTA.— Alma mía, estás trastornado de tanto cavilar en pamplinas. ¿Has pasado malas noches? ¿Estás enfermo? Cuéntame. Descansa en mí. Reposa tu cabecita sobre mi hombro, y échame para acá, una por una, esas terribles penas.
Verás cómo resulta que todas ellas son unas grandes necedades. ¿Tienes o no confianza con tu dama?
FEDERICO.— (para sí.) Si le digo que no, me comprenderá menos. Más vale callar. (Recuesta la cabeza sobre el hombro de su amada, y cierra los ojos.)
AUGUSTA.— Serénate. Yo te refrescaré las ideas, que están irritadas y ardientes, de tantas vueltas como les has dado en el cerebro. No hay cosa peor que no tener un amigo a quien contarle todo lo que nos pasa. Tú te empeñas en ser reservadito con tu dama, y ahí tienes, ahí tienes el resultado. (Pausa.) ¿Por qué callas? ¿Misterios tenemos, y conmigo? No salgas ahora con la evasiva de que estás así por el asunto de tu hermana. No es para tanto.
FEDERICO.— Mucha parte tiene en mi abatimiento.
AUGUSTA.— ¡Oh, no!, hay algo más. Un pajarito que a mí me lo cuenta todo, me lo ha dicho así.
FEDERICO.— Mis cosas no están al alcance de los pajaritos cuenteros.
AUGUSTA.— Yo te digo que sí lo están. Además, yo no necesito que las aves me traigan secretos al oído, para saber los tuyos. La ciencia sola del amor me da suficiente penetración para comprender que tus afanes de estos días, y tu tristeza de reo en capilla, obedecen a... (Con arranque.) ¿Pero a qué vienen esas delicadezas y esos tapujos, tratándose de mí, que soy tu amiga del alma...
FEDERICO.— (para sí.) Mi amiga no, mi amiga no.
AUGUSTA.— ...y estoy en la obligación de compartir tus penas? Sean comunes nuestros bienes y nuestros males, como es común la responsabilidad. Juntos vamos por el camino de la vida, y resulta monstruoso que mientras yo no carezco de nada, vivas tú como vives. No, no lo eches a broma: tú estás mal, muy mal, y sin duda has llegado a una situación insostenible, ahogadísima, de naufragio irremediable...
(FEDERICO deniega enérgicamente con la cabeza.) Por Dios, no me atormentes; no me prives del mayor placer de mi vida, goce del alma tan puro, que no cabe mayor pureza; no me quites esta ilusión, que me compensa de los malos ratos que paso por ti, la ilusión de favorecerte... Y no diré favorecerte, porque te molesta la palabra. Si la idea de protección te humilla, diré... lo que quieras. Yo pongo los hechos: pon tú las palabras. Considera que no te doy nada, sino que tomas lo tuyo, porque lo mío es tuyo... Di una cosa: si tú fueras rico y yo pobre, ¿no me darías todo lo que yo necesitase?
FEDERICO.— Es diferente. Yo quisiera, vida mía, que no hablaras de estas cosas.
No sé cómo responderte sin lastimarte. Tu bondad me confunde. Si te contesto que nada necesito, que mi situación es buena, creerás que miento, y que sobrepongo mi orgullo a mi necesidad, por no rebajarme... ¿crees eso?
AUGUSTA.— (impaciente.) Palabrería, chico, palabrería. Estamos haciendo frases estúpidamente, cuando lo que importa es hablar con claridad. Por mucho que disimules conmigo tu mala situación, no te vale. ¡Ni que fuéramos criaturas...! Ea, confianza, pues sin confianza no hay amor. Fuera caretas, perdis mío. Oye la palabra de Dios que sale de mis labios. (Con secreteo cariñoso.) ¡Tengo una hucha... más rica!... En previsión de tus ahogos, que también son míos, vengo llenándola tiempo ha... Si quieres que no riñamos, di a todo que sí, y déjate guiar, muñeco.
FEDERICO.— (sonriendo con tristeza.) Cuando me ahogue, te avisaré. Sigue engordando la hucha. Por ahora, floto perfectamente.
AUGUSTA.— ¡Qué has de flotar, mico, qué has de flotar si llevas al pescuezo una piedra muy gorda!... (Echándole los brazos al cuello.) ¿Ves?, aquí tienes la piedra: ahógate, ahoguémonos juntos, y despertaremos, como dicen los amantes suicidas, en un mundo mejor... Eh, ¿qué suspiro tan grande es ese? ¿Qué tienes tú dentro de ese pecho que no quiere salir?
FEDERICO.— (sin aliento, oprimiéndose el costado.) Nada, es cosa puramente física, un dolor aquí. No, no es dolor, una opresión; tampoco es opresión; un estímulo, no sé qué...
AUGUSTA.— Pobretín. ¿Dónde? ¿Aquí? (Le frota suavemente el costado izquierdo.) ¿Se pasó ya...?
FEDERICO.— No se pasa, no. Sensación más rara no creo que exista. Me gustaría poder meterme los dedos por aquí, hasta tocarme el corazón.
AUGUSTA.— ¡Mimoso, aprensivo...! Pero estamos hechos aquí un par de tontos, olvidando la cenita que he mandado preparar. Tengo hambre. ¿Y tú?
FEDERICO.— ¿Yo? Pues mira que sí. Mi desgana se ha convertido súbitamente en un apetito brutal.
AUGUSTA.— (riendo.) ¡Vaya con tus enfermedades...! ¡Bobalicón, cuánto te quiero, qué loca estoy por ti! Ea, cenemos, y después se hablará otra vez de lo mismo. (Pasan al gabinete y se sientan a la mesa. Les sirve FELIPA.)
FEDERICO.— ¿Sabes que me siento ahora muy bien? Se me despeja la cabeza.
¡Ay, hija mía, no te he contado...! ¡Terribles horas las de anoche! No puedes figurártelo. Tuve alucinaciones; vi a tu marido, como te estoy viendo ahora a ti...
¡Fenómeno extraño y por demás espantoso! Pues todavía tengo mis dudas de si fue realidad o ficción de mi mente lo que vieron mis ojos, y escucharon mis oídos...
AUGUSTA.— Eso no es más que debilidad. ¡Pobrecito mío, si ni siquiera tienes quien te cuide! Paso muy malos ratos pensando en lo mal que te tratan esas criaduchas. ¿Por qué no fuiste a comer con nosotros anoche...?
FEDERICO.— Porque... (Confuso.) porque tuve compromiso de comer en otra parte.
AUGUSTA.— ¡Qué bien estamos aquí! ¡Qué soledad tan deliciosa, qué mundo este, aparte y pequeñito, pero grande por el sentimiento!
FEDERICO.— (distraído.) Hermoso es esto, sí.
AUGUSTA.— Y ese corazoncito, ¿cómo anda?
FEDERICO.— Calmado. ¡Qué bien me siento ahora! El amor evapora las penas, aunque de una manera fugaz.
AUGUSTA.— (con calor.) Fugaz no, mil veces no.
FEDERICO.— (bebiendo fuerte.) Embriaguez pasajera de los sentidos; pero aun así, buena es, ayuda a vivir...
AUGUSTA.— ¿Qué es eso de embriaguez pasajera, chiquillo tonto?
FEDERICO.— Ni sé lo que digo.
AUGUSTA.— ¿Me tomas a mí por una de esas, a quienes se adora durante media noche?
FEDERICO.— (para sí.) Si le dijera que sí, concluiríamos mal. (Alto.) No, vida mía; quiero decir que esta excitación, si durara, sería penosa.
AUGUSTA.— Déjala que dure. ¡Ay, quieres acortar los pocos instantes deliciosos de la vida! Olvidemos lo de fuera, y revolvámonos libres y gozosos dentro del mundo que encierran estas cuatro paredes. El otro universo se queda allá, navegando en el piélago inmenso de su insipidez.
FEDERICO.— (ligeramente excitado.) Quédese allá, y divirtámonos nosotros en este, mientras nos dure. Aceptemos el engaño, y alarguémoslo todo lo posible.
AUGUSTA.— Perdis, loco, botarate, ¿me quieres mucho? Dime que no amas ni puedes amar a nadie más a que mí. Siéntome ahora penetrada de un egoísmo brutal, y quiero alimentarlo, oyéndote repetir que me adoras a mí sola, a mí sola, sin desviación alguna chica ni grande en tus afectos.
FEDERICO.— (maquinalmente.) A ti sola, a ti sola. (Beben champagne.)
AUGUSTA.— (chocando las copas.) Pertenézcame todo lo que te constituye; la persona visible y el espíritu, que no se palpa y se siente; las miradas y el alma; el carácter y la figura; las cualidades y los defectos, que adoro por igual; y hasta la ropa, hasta la ropa, todo ha de ser para mí. Quisiera vivir contigo en un rincón del mundo, y cuidarte, y coserte un botón si se te caía, y arreglarte la ropita... y aunque fuéramos pobres, no me importaría nada. Esto de ser rica, y hacer un día y otro las mismas cosas, aburre... Pero no; vale más que tengamos dinero tú y yo, y que nos demos la gran vida. (Con exaltación.) ¿De veras que me quieres a mí sola, y que no tienes mirada ni pensamiento para ninguna otra mujer? ¿Verdad que esa Peri no es querida tuya, ni le haces maldito caso?... Tu amiga, tu Peri soy yo y nadie más que yo.
FEDERICO.— (delirante.) Eres mi Peri, y mi no sé qué, y yo soy tu perdis y tu chulo, y tu qué sé yo qué... Cuando me prendan por estafador, ¿irás tú a llevarme la comida a la cárcel, chavala mía?
AUGUSTA.— Sí; me pongo mi mantón, y allá me voy. Luego, cuando te suelten, nos iremos del bracete por esas calles, y entraremos en las tabernas, siempre juntitos, a beber unas copas... ¡Ay, qué feliz soy esta noche!
FEDERICO.— Y yo más que tú. Esta embriaguez nerviosa renueva y entona la vida. Aceptémosla con júbilo: vivamos.
Pausa muy larga.
AUGUSTA.— ¿Duermes, vida? FEDERICO.— No; despierto estoy.
AUGUSTA.— ¿Te sientes mal?
FEDERICO.— (inquieto.) Siento aquello... lo indefinible de que te hablé antes. (Se levanta y pasea por la habitación.) ¡Triste de mí, con qué furia me acometen mis ideas, estos centinelas incansables que me vigilan, que me cercan de día y de noche! Pasó la efervescencia nerviosa, se apagó la ilusión de momento, y ya estamos otra vez en el suplicio de la rueda obscura.
AUGUSTA.— ¿Qué hablas ahí?
FEDERICO.— No digo nada.
AUGUSTA.— Cuéntame lo que piensas.
FEDERICO.— (secamente.) No es bueno para ti que intervengas en mis asuntos.
Contra mi voluntad, por efecto de no sé qué fatales emergencias de la vida, una muralla se levanta entre tu persona y la mía. El amor la destruye a veces... no es que la derribe; es que la transparenta. El amor cree haberla destruido porque se ve... nos vemos las caras de una parte a otra; pero no podemos juntarnos: la muralla es dura como el diamante.
AUGUSTA.— (recelosa.) ¿Qué chifladuras estás rumiando ahí? Chico mío, hemos convenido en que no tienes ya por qué darle a las cavilaciones. (Echándolo a broma.) Estás como quieres, tonto, gandul. Recuerda que eres mi chulo, y que te llevo la comida a la cárcel.
FEDERICO.— (nervioso y afectado.) Esa broma es de muy mal gusto.
AUGUSTA.— No te lo parecía antes... (Con seriedad.) En resolución, no te permito poner esa cara de deudor insolvente. Ya no tienes quien te ahogue. La confianza ha establecido la mancomunidad de nuestros bienes. Con lo que he guardado para ti, cátate resuelto el problema del momento, ¿sabes? Y luego, tu desconcertada administración se regularizará con aquel ingenioso arbitrio que discurrió Tomás, después de la entrevista con tu padre.
FEDERICO.— Fácilmente, con tu jarabe de pico, arreglas tú todas las cosas, aun aquellas que no tienen arreglo.
AUGUSTA.— (enérgicamente.) No; no puedo creer que persistas en la simpleza de rechazar eso. Si lo haces, es que no me quieres, ni estimas en nada mi felicidad. No me cabe en la cabeza tal obstinación, ni esa clase de orgullo tan tonto y tan...
finchado.
FEDERICO.— ¡Ay, querida mía!... (Con aflicción.) Mucho siento tener que decírtelo: tu sentido de la dignidad es muy incompleto; tus ideas morales no se ajustan a la razón.
AUGUSTA.— ¿Qué significa eso? ¡Ah, las ideítas morales! Nos las encontramos en el camino al volver de la excursión del amor; a la ida, hijo de mi alma, las ideas esas andarán por allí, pero no las vemos. Eres un ingrato, pues aun considerando que no es bueno lo que te propongo, debes aceptarlo y comulgar conmigo en esta maldad... Dilo de una vez. (Alborotándose.) ¿Es que no me quieres; y tomas eso por pretexto para separarte de mí?
FEDERICO.— No, tonta, no. (Con cariño.) Pero ven acá, sé razonable sin dejar de ser apasionada. ¿Cómo quieres tú que yo reciba tal beneficio de aquellas manos que...?
AUGUSTA.— Hazte cuenta que no lo recibes de aquellas sino de estas.
FEDERICO.— No puedo hacer esas cuentas galanas. Y aunque las haga, la monstruosidad no desaparece.
AUGUSTA.— ¡Fantasmón, esclavo de la letra y de la forma! Sacrificas tu felicidad y la mía al respeto social, a esa paparrucha del qué dirán, a la opinión de cuatro estúpidos, que censuran lo que ellos harían si pudieran.
FEDERICO.— Prescindo de la opinión, si gustas, y no veo frente a nosotros más que a tu marido sólo. Sin que yo me precie de austero, mi conciencia no puede soportar la contradicción horrible de ultrajarle gravemente, y recibir de él limosnas de tal magnitud. ¿Es posible que no lo comprendas así? ¿Cabe en tu mente aberración semejante?
AUGUSTA.— (ligeramente desconcertada.) Yo no pienso ni siento más sino que tú padeces, y que por este medio no padecerás.
FEDERICO.— Pero hay otra razón más poderosa que las razones de honor. ¿Crees que tu marido va a ignorar mucho tiempo esto?
AUGUSTA.— No, verás como no.
FEDERICO.— ¡Inocente! ¿A qué crees tú que ha ido Malibrán a las Charcas?
AUGUSTA.— (pensativa.) ¡Si sucediera lo que temes...! No, no sucederá: el corazón me dice que Tomás no sabrá nada, y el corazón no me engaña nunca a mí.
FEDERICO.— Y aún no sabemos si el viajecito al monte será simulado, con el piadoso objeto de sorprendernos. (Mirando con recelo a las puertas cerradas.)
AUGUSTA.— (con pavor, agarrándose a él.) Por tu salvación, no me asustes.
¡Sorprendernos! ¿Te has propuesto martirizarme esta noche? (Rehaciéndose.) No, no puede ser. Peligros que sólo están en tu imaginación. Esos viajes fingidos y esas sorpresas por escotillón sólo ocurren en los dramas.
FEDERICO.— Y también en la vida.
AUGUSTA.— (con gravedad.) Oye tú: voy a revelarte un secreto. Me determino a ello... por ser cosa importante, que tal vez modifique tus ideas y te quite ese sobresalto.
FEDERICO.— ¿Qué es?
AUGUSTA.— Algo que te indiqué otras veces como sospecha; pero que ya es evidencia.
FEDERICO.— ¿Referente a mí?
AUGUSTA.— Referente a Tomás. La observación atenta de estos últimos días me lo ha comprobado. Ese afán de prodigar y repartir beneficios, ocultándolos como si fueran faltas; ese horror al agradecimiento; ese anhelo de una falsa reputación de egoísmo, vienen a ser... ¡Ay!, no te lo quería decir, porque me causa inmensa pena, y... Pues bien, eso que parece una exaltación de bondad, no es sino locura, hijo mío, locura que no se manifiesta aún ante el mundo, pero que en la intimidad de la vida doméstica resulta bastante clara para que yo la comprenda y la deplore. No lo dudes, Tomás tiene un principio de parálisis general. Con sana razón, no puede existir virtud semejante... ¿Y qué más? (Bajando la voz.) El mismo caso sobre que estamos disputando, la sutil combinación para darte a ti lo que, según él, corresponde legalmente a tu padre, ¿no es obra de un cerebro enfermo? ¿Qué persona medianamente sensata ha podido discurrir cosa semejante? Dar por válida, en conciencia, una deuda que los tribunales no acertarían a poner en claro; reconocer como acreedor a tu padre, que adquirió el crédito por una bicoca; darle a él parte mínima, y lo demás a ti y a tu hermana... eso que, presentado así, en pocas palabras, resulta hermoso y hasta sublime, es, no lo dudes, ebullición de la mente, atacada del delirio humanitario.
FEDERICO.— ¡Ay, la pícara idea moderna, contra la cual yo estoy a matar! A todo el que piensa o hace algo extraordinario, le llaman loco. Es que esta innoble sociedad sin religión, sin ningún principio, no comprendo nada grande. El genio poético y la inspiración, locura; locura las acciones maravillosas; locos los criminales, para dejarles impunes; locos los grandes hombres, para empequeñecerles. ¿Pretenden sin duda establecer un nivel de tontería y vulgaridad, del cual no rebase nadie? No, yo protesto contra esa idea. ¡Orozco demente! ¡Oh, Dios de justicia! ¿Y por qué? ¡Porque imaginó aquel plan admirable en beneficio mío y de mi hermana! Idea encantadora original y atrevida; idea tan alta que no se puede uno elevar hasta ella y hacerse digno del que la concibió, sino no aceptándola. Sí, rechazarla es merecerla, querida mía, y aceptarla es una indignidad... Créelo, si aquí hay locos, somos nosotros, tú y yo, que estamos discutiendo una cosa tan clara y sencilla.
AUGUSTA.— (contrariada.) Lo claro y sencillo es que no tienes sentido común... o en ti no hay más que orgullo, soberbia, hinchazón, caballería andante y ganas de hacer el paladín.
FEDERICO.— Ni comprendo yo cómo podría ser amado un hombre capaz de envilecerse hasta ese punto. Yo mujer... ¡quita allá!, sentiría asco del hombre que, en un caso semejante, no procediera como yo procedo.
AUGUSTA.— (retirándose de la mesa y arrojándose en un sofá.) Será que estoy imposibilitada de verlo así por mi ceguera, porque todas las potencias del alma me las tiene secuestradas el amor. (Con arrogancia.) No me pesa ser así: ni me concibo de otra manera. Pudo asustarme esta falta mía cuando a ella me vi lanzada; pero una vez en el camino, las cuestas y aun los despeñaderos no me asustan. Todas las consecuencias que pudieran sobrevenir, yo las soporto. A veces me doy a imaginarlas muy terribles, y créelo, las miro sin pestañear. Queriéndote yo, y queriéndome tú, para nada me faltan alientos. Paréceme que no hay ningún interés superior al de tu tranquilidad, y que la logres por mi mediación será mi mayor dicha.
FEDERICO.— (agitado y hosco.) No puede ser, repito que no puede ser.
AUGUSTA.— (con súbita energía.) Pues lo será, quiéraslo o no. ¿Se ha de hacer siempre lo que a ti se te antoje?
FEDERICO.— En cosas que a mí sólo atañen, sí. ¡Pues no faltaba más...!
AUGUSTA.— (con exaltación.) Tienes el deber de complacerme, de sacrificarme tu orgullo, a mí, a mí, que me he deshonrado por quererte... Vengamos a cuentas.
¿No puedes tú deshonrarte un poco por mí?
FEDERICO.— Augusta, mi sacrificio, en ese caso, sería superior al tuyo.
AUGUSTA.— Egoísta.
FEDERICO.— Egoísta tú...
AUGUSTA.— (levantándose poseída de furor.) Pues tiene que ser, porque yo te lo mando... Necio, si ya no puedes evitarlo. Estás cogido. Te lo diré, para que te sometas a los hechos consumados. Esta mañana, han estado en casa dos de tus acreedores. Les citó mi marido para tratar con ellos de la manera de recoger tus pagarés.
FEDERICO.— (con menosprecio.) ¡Mujer!... Déjame en paz. Usas un argumento capcioso para doblegarme.
AUGUSTA.— Te doblegarás, aunque no quieras. Lo hecho, hecho está, y que patalee tu ridículo orgullo. Y si te obstinas en luchar con nosotros, te aborrezco, te abandono a tu suerte... (Nerviosa y trémula coge una copa de champagne, como con intención de beber; pero de improviso la estrella contra la pared próxima.) ¡Maldita sea yo mil veces!
FEDERICO.— Estás loca, loca... y yo también.
AUGUSTA.— (rompiendo a llorar.) ¡Dios mío, qué desgracia querer a este hombre, quererle así... y no poder yo arrancarle de mi alma, como debo y como él se merece!
FEDERICO.— (aproximándose a ella.) Aborréceme de una vez. Y así quedaremos francos para hacer cada cual nuestra santa voluntad.
AUGUSTA.— (con vivísima expresión en la voz y gesto.) No sé aborrecer... pero sabré arrancarte de mi corazón, y arrojarte a la indiferencia. Estúpido, tú te lo pierdes. Consúmete en la miseria; vive como los tramposos, sin familia, sin hogar casi, acechando la suerte, perseguido de acreedores, sin saber por qué calle pasar, porque en todas temes que salga una fiera con las garras afiladas; anda, sigue, corre, diviértete; devánate los sesos calculando cómo aplacar a este usurero, cómo entretener al otro, cómo engañarles a todos; pásate la vida aparentando bienestar y alegría, de casa en casa, y en realidad más pobre y más angustiado que los infelices harapientos que piden limosna por las calles.
FEDERICO.— (que se sienta al otro extremo de la mesa, volviendo la espalda a AUGUSTA.) Sí, ese es mi destino. Qué quieres; viviré así... mientras viva.
AUGUSTA.— Buen provecho. Imposible hacer carrera de ti. Esto me desilusiona de una manera horrible. Hemos concluido. Ya era tiempo... Por culpa tuya es...
Esta noche nos despedimos para siempre.
FEDERICO.— Concluiremos, sí... Yo lo deseo.
AUGUSTA.— ¡Lo deseas! (Conteniendo su furor.) Ya lo conocía yo... Pues mira; yo también lo deseaba. No me decidía por lástima de ti.
FEDERICO.— Y yo también vacilaba, por la misma razón.
AUGUSTA.— Pues mejor... (Rabiosa.) Esto se acabó. Ya era tiempo.
FEDERICO.— (para sí, apoyando la cabeza en las manos.) ¡Nada me queda ya, ni esto siquiera! Hasta el recreo de la imaginación se me acaba. Ya, ni aun podré engañar las soledades de mi vida llamando a la mujer seductora y diciéndole: "vente a pasar un rato conmigo". Romperemos.
AUGUSTA.— (altanera y sarcástica.) Tenía que ser. Somos incompatibles. Tu quijotismo no se aviene con mi llaneza... Puede que te lo sufran esas mujerzuelas con quienes tratas, las Peris y otros tipos semejantes, porque esas, por su misma inferioridad, hasta pueden socorrerte sin herir tu soberbia...
FEDERICO.— (llena de champagne una copa y la bebe.) ¡Dios mío, qué mal me siento! (Pausa. AUGUSTA le contempla sin chistar.)