Skip to main content

Realidad: Escena V

Realidad
Escena V
    • Notifications
    • Privacy
  • Project HomeBenito Pérez Galdós - Textos casi completos
  • Projects
  • Learn more about Manifold

Notes

Show the following:

  • Annotations
  • Resources
Search within:

Adjust appearance:

  • font
    Font style
  • color scheme
  • Margins
table of contents
  1. Portada
  2. Información
  3. Realidad
  4. Dramatis personae
  5. Jornada I
    1. Escena I
    2. Escena II
    3. Escena III
    4. Escena IV
    5. Escena V
    6. Escena VI
    7. Escena VII
    8. Escena VIII
  6. Jornada II
    1. Escena I
    2. Escena II
    3. Escena III
    4. Escena IV
    5. Escena V
    6. Escena VI
    7. Escena VII
    8. Escena VIII
    9. Escena IX
    10. Escena X
  7. Jornada III
    1. Escena I
    2. Escena II
    3. Escena III
    4. Escena IV
    5. Escena V
    6. Escena VI
    7. Escena VII
    8. Escena VIII
    9. Escena IX
  8. Jornada IV
    1. Escena I
    2. Escena II
    3. Escena III
    4. Escena IV
    5. Escena V
    6. Escena VI
    7. Escena VII
    8. Escena VIII
    9. Escena IX
    10. Escena X
    11. Escena XI
    12. Escena XII
    13. Escena XIII
    14. Escena XIV
    15. Escena XV
    16. Escena XVI
  9. Jornada V
    1. Escena I
    2. Escena II
    3. Escena III
    4. Escena IV
    5. Escena V
    6. Escena VI
    7. Escena VII
    8. Escena VIII
    9. Escena IX
    10. Escena X
    11. Escena XI
    12. Escena XII
    13. Escena XIII
  10. Autor
  11. Otros textos
  12. CoverPage

Escena V

Gabinete lujoso en casa de LA PERI. Es de día.

FEDERICO, LEONOR.

FEDERICO.— (entrando precedido de una CRIADA.) Pásale recado en seguida. Si hay alguien y tengo que hacer antesala, me marcho, porque no estoy de humor de plantones.

CRIADA.— No hay nadie; digo, sí, está ese, que es lo mismo que decir nadie. Pero al momento se va... (Poniendo atención.) ¿Oye usted? Ya sale... como siempre, metiendo mucho ruido.

FEDERICO.— Pues anda, dile a tu ama que estoy aquí, y que si no sale pronto me colaré adentro.

CRIADA.— Siéntese usted un ratito. Leonor sabe que es usted, porque me dijo: "corre a abrir, que debe de ser ese...". Ahora saldrá. (Vase.)

FEDERICO.— Aquí todos somos eses. ¡Bueno, bueno, bueno!

LEONOR.— (que sale presurosa, muy maja, con bata negra de seda, adornada de lazos rosa—té, la cara recién empolvada, el pelo recogido con horquillas de concha.) Niño, buenos días. Hay que echarte memoriales para verte. (Poniéndole la mano en la cabeza.) ¿Cómo estás? ¿A ver esa carátula? Palidez tenemos, y ojeritas... ¡Ay, ay! Habrás dormido mal... ¡Pobrecito de mi alma!

FEDERICO.— (estrechándole la mano.) Yo, así así. ¿Y tú, cómo estás? (Se sientan juntos. LEONOR le pasa la mano por el pelo.)

LEONOR.— ¿Recibiste mi papel?

FEDERICO.— Sí, esta madrugada, al llegar a casa. Te agradezco mucho la buena voluntad.

LEONOR— El agradecimiento está demás. Pues oye: supe ayer por Torquemada lo que te pasa, y la que te tenían armada para hoy ese pillo y su compinche Bailón.

Me entraron ganas de echar un capote por ti, como tú lo has echado por mí, cuando me he visto en la cuna de la fiera.

FEDERICO.— Conozco tu buen corazón y tus desplantes de generosidad. Puesto que entre los dos hay confianza, hablemos. Nunca siento ante ti el embarazo que estas materias me producen ante otras personas con quienes tengo amistad.

LEONOR.— Es que yo soy tu amiga de... de la entraña, y los demás lo son de aquí.

(Tocándose la punta de la lengua.) Estoy contenta; esta mañana te eché las cartas, y en ellas vi que saldrías bien del soponcio.

FEDERICO.— ¡Qué célebre! (Riendo.) ¿Y qué te dijeron los naipes?

LEONOR.— Primero salió disgusto grande... ya sabes, el siete de espadas, en un corto camino, cuerpo y pensamiento de un hombre moreno. La cosa era bien clara...

FEDERICO.— (burlándose.) Clarísima; ya lo creo.

LEONOR.— No lo tomes a broma. Pues rezados los tres padrenuestros con muchísima devoción, y encendida la lamparilla a San Antonio, volví a echar lo que ha de venir, y ¿qué creerás que salió? Pues recelo por la mañana, el caballo de bastos, que eres tú, la mujer de buen color, y por fin, el as de oros. ¿No sabes lo que significa el as de oros?

FEDERICO.— (impaciente.) Signifique lo que quiera, vamos al grano, Leonorilla.

No hay tiempo que perder, y es preciso plantear la cuestión lisa y crudamente.

¿Tienes dinero?

LEONOR.— ¡Dinero...! (Mirándose las uñas.) Lo que es dinero, muy poco tengo disponible; pero se puede agenciar de aquí a la noche.

FEDERICO.— Imposible esperar de aquí a la noche.

LEONOR.— Tienes razón. Salió el dos de bastos, que quiere decir corto camino...

Bueno; pues para no cansar, empeñaré todas mis alhajas, o las que sean menester.

¿Qué quiere decir la sota de copas junto al as de oros sino que la mujer de buen color llevará a Peñaranda sus joyas? ¿Te parece bien?

FEDERICO.— Paréceme atroz, y lo acepto por la terrible ley de la necesidad, con pena, pero sin rubor. Pásmate, como se pasmaría el mundo si lo supiera. ¡Qué extrañas relaciones estas! No somos amantes: lo fuimos. Somos tan sólo amigos; pero esta amistad nuestra es un fenómeno psicológico... ¿Sabes lo que es psicológico? Pues quiere decir del alma, un fenómeno...

LEONOR.— Mira, (con ademán de pegarle) no me llames a mí fenómeno, ni tampoco a nuestra amistad...

FEDERICO.— Quiero decir que esto nadie lo entiende más que nosotros. Por nada del mundo acepto yo, de un amigo de mi clase, ciertos favores. ¿Por qué los acepto de ti, sin que mi decoro se sienta herido? No puedo explicármelo claramente. ¿Qué significa esta fraternidad que entre nosotros existe? ¿Se funda quizás en nuestra degradación? Yo degradado, tú también, nos entendemos en secreto... Quizás si tus auxilios se hicieran públicos, yo los rechazaría con horror. Pero es el caso que de otras personas, bien seguro estoy de ello, no los recibiría ni aun ocultándolos con el mayor sigilo. Mi orgullo tiene esta debilidad contigo, quizás porque entre tú y yo hay un parentesco espiritual, algo de común, que no es honroso sin duda, la desgracia, Leonor, el envilecimiento... Esto me confunde.

LEONOR.— (sin entender estas psicologías.) No, tonto; es que nos sale de dentro el ser amigos.

FEDERICO.— Amistad es esta que Dios debiera tener en cuenta. En ella se funda algo, que, si no es virtud, se le parece; en ella puede haber abnegaciones y hasta sacrificios. No es por alabarme; pero conviene recordar que yo también supe ayudarte en trances críticos de tu vida, como tú me ayudas ahora. Me compadeces, como yo te he compadecido. Pues aunque seamos un par de pícaros tú y yo, este sentimiento que uno a otro nos inspiramos, ¿no es de la mejor ley?

LEONOR.— Yo no sé lo que me pasa contigo. Bueno debe de ser esto, porque yo, aunque corra mis temporales de amor, siempre tiro hacia ti como la cabra al monte.

Cuando pasan muchos días sin verte, estoy intranquila, y si oigo decir que estás enfermo, me pongo de mal temple. Me enamoro de este y del otro, me chapuzo, me emborracho; pero no me importa engañar al que más me entusiasma y encajarle una mentira. Pues no teniendo amores contigo, como no los tengo, primero me corto la lengua que decirte una falsedad. Esto sí que es rarísimo. No sé... pero como vivo sin familia, me parece que tú eres para mí algo como hermano, como padre... y si tú dices: "Leonorilla, tal cosa te conviene", lo hago con los ojos cerrados. ¿Consiste en que tú sólo me hablas con verdad? Por esto debe de ser.

Eres el perdis más caballero que hay bajo el sol.

FEDERICO.— Y tú la perdida más señora que hay bajo la luna. Te profeso un cariño fraternal. ¡Caso extraño! En cuestión de amores, tú vas por tu lado, yo por el mío. Después de rodar cada cual por distinta órbita, venimos a juntarnos en este punto inexplicable de nuestra confianza, que es para mi alma un gran consuelo.

(Para sí.) ¿Será verdad lo que estoy diciendo, o me engaño y me ilusiono con palabras artificiosas? ¿Será que me he connaturalizado con la degradación, como los seres que viven en una sentina, y no pueden respirar si se les saca del aire corrupto? Es triste que haya venido a encontrar el único afecto reposado y noble en el trato de esta mujer envilecida.

LEONOR.— (que le ha observado cariñosamente, tratando de penetrar el objeto de su meditación.) ¿En qué piensas, monín?

FEDERICO.— En cosas que a mí me pasan.

LEONOR.— ¿Amores? ¡Ah!, pizpireto, no me lo niegues. Como entre tú y yo no hay lío, puedes contarme tus penitas. Dime. ¿A qué señora trasteas, pillo? Porque señora ha de ser, y de las buenas.

FEDERICO.— Pues... algo hay. Pero la confianza contigo tiene su excepción, y lo que es el nombre no hay para qué sacarlo a relucir.

LEONOR.— Bueno; guárdate el nombre. No le vaya a dar el aire. ¿La quieres mucho?

FEDERICO.— Te diré... Me gusta. Es mujer hermosa, apasionada, y tan buena por todos estilos, que no me la merezco. Pero...

LEONOR.— Ese pero es muy salado. Di que no te entusiasma.

FEDERICO.— No es eso; despierta en mí ilusión grandísima; mas no sé qué barrera, no sé qué zanja la separa de mí... Sería mi felicidad si entre ella y yo se estableciese, como entre nosotros, esta confianza, esta sinceridad, este abandono de los secretos penosos de la vida... Mi alma se divide... la parte que tengo aquí me hacía falta llevarla allá para completar lo otro.

LEONOR.— (tirándole del pelo.) ¿Y piensas llevarla, canallita?

FEDERICO.— Es que no puedo. Estas cosas son fatales, superiores a nuestra voluntad. Así es que faltando allá un ligamento esencial y necesario, aquello tiene que concluirse.

LEONOR.— ¡Qué cosas!

FEDERICO.— Ya ves que te hablo de mis amores. Cuéntame ahora los tuyos.

¿Sigues con el Marqués de La Cerda? ¿No te has cansado ya del pollo malagueño?

LEONOR.— Chico, el Marqués está cada día más chocho por mí; sólo que de algún tiempo a esta parte se me ha vuelto muy cicatero, y hace muchos números. En cuanto al pollo, verás. He estado apasionadísima, chochísima durante unos meses.

No podía vivir sin él. Ya me voy enfriando, porque me ha hecho dos o tres judiadas buenas. ¡Y cómo me tira el dinero el muy tuno! ¡Pero paso por todo, porque es tan guapo, tan zalamero!... Hace dos días tuvimos una bronca un poco más fuerte que las de tanda. Le tiré una bota a la cabeza y le hice sangre en la frente. Después no tenía yo consuelo. Ayer y anoche estuvimos de monos; pero al fin tocamos a reconciliación.

FEDERICO.— ¡Qué vida, chica! ¡Qué misterio en los afectos humanos! Y hay tontos que quieren reducirlos a reglas, y encasillarlos como las muestras de una tienda.

LEONOR.— Sí que es raro lo que le pasa a una. Mírame chiflada por ese gitano, y sin maldita confianza en él; no le fiaría el valor de una peseta, ni nada tocante a las cosas formales.

FEDERICO.— Pues a mí me pasan hoy, además de lo que te he dicho, cosas muy desagradables. Si tuviéramos tiempo te las contaría.

LEONOR.— Sí que hay tiempo. Son las diez y media. Yo me visto volando, y arreglo eso en lo que se persigna un cura loco. Cuenta.

FEDERICO.— Pues he descubierto que mi hermana me ha salido enamoriscada de un muchacho de Ultramarinos. Créelo: esto me produce el mismo efecto que si me dieran de bofetadas en mitad de la calle. ¿Y qué voy a hacer yo ahora? No lo sé.

Me acostumbraré a la idea de que se ha muerto mi hermana.

LEONOR.— ¡Vaya un disparate, niño! Si la pobrecita le tiene ley a ese facha, déjales que se casen. Guárdate el orgullo para otras cosas. Puede que sea más feliz con él que con cualquier fantoche de esos que andan por ahí. Yo tuve un novio barbero. ¡Ay, mi Lucas! Se llamaba Lucas... Si me hubiera casado con él, en vez de escaparme de casa de mis tíos con el tenientillo de infantería que me perdió, hoy sería yo una mujer honrada; mira tú, tendría la mar de chiquillos y... Pero no nos descuidemos. Ya me parece hora de ocuparnos de nuestros negocios. Saldré a eso, y luego almorzaremos juntos... Vamos a ver; ¿quedamos en que empeño las alhajas? Si se pudiera aguardar a mañana, yo le pediría a mi Marqués de La Cerda esa cantidad, amenazándole con sacarle los ojos si no vomitaba.

FEDERICO.— No... eso no. Malo es lo de las alhajas; pero lo prefiero.

LEONOR.— Pues manos a la obra. Por una casualidad, tuve noticia de este apurillo tuyo. Fui a ver a Torquemada, para pagarle mil reales que le debía mi pollancón maldecido, y me dijo aquel esperpento que ya no te da más prórrogas, que si hoy no le pagas te echa al juez. Por él supe también la cantidad. Dime, si yo no te hubiera llamado hoy, ¿habrías venido tú a contarme tu compromiso, y a pedirme que echara el resto por sacarte?

FEDERICO.— (después de vacilar.) Creo que sí.

LEONOR.— ¡Viva la confianza! Ahora a la calle, Leonor. Voy a echarme una falda... Al momento estoy lista. (Vase saltando.)

FEDERICO.— (solo.) ¡Qué criatura, qué arranques! Lo mismo absorbe una fortuna que la regala. Ha arruinado a tres ricachos, y a mí me comió lo que heredé de mi madre. ¡Pero qué simpático desorden!

LEONOR.— (que entra en traje de calle, con mantilla y manguito.) Ya estoy. No te muevas de aquí. Yo te lo arreglaré todo. Torquemada está a dos pasos, calle de Tudescos... Me parece que llevo bastante... género. (Mostrando varios estuches envueltos en un pañuelo.) Llevo los tres solitarios, el collar de perlas, los pendientes, la mariposa de brillantes... Con esto creo poder llegar a las trece mil pesetas. Si no es bastante, Valentín me dará lo que falte, prometiendo llevarle alguna alhaja más.

FEDERICO.— Haz lo que quieras. Te pintas sola para estas cosas. Aquí te aguardo.

LEONOR.— Si viene el Marqués, no me le entretengas, a ver si se larga. Dices que no me has visto, que cuando llegaste, ya había salido yo. Si le hablas del crimen ese, te advierto que es Cuadradista rabioso, y que quiere ahorcar a todo el género humano, menos a la madrastra. Dale por ahí mucho jabón. Si cuando yo venga, está él aquí, salúdame como si no me hubieras visto hoy. Ya buscaré un pretexto para escaparnos, dejándolo en el chiquero.

Annotate

Next / Sigue leyendo
Escena VI
PreviousNext
Powered by Manifold Scholarship. Learn more at
Opens in new tab or windowmanifoldapp.org