Escena XIII
OROZCO, solo.
¡Dominada la pavorosa crisis!... Pero andan por dentro de mí los girones de la tempestad, y necesito dispersarlos, no sea que se junten y condensen de nuevo, y me pongan otra vez al borde del abismo de la tontería... Fuera locurillas impropias de mí. Los celos, ¡qué estupidez! Las veleidades, antojos o pasiones de una mujer, ¡qué necedad raquítica! ¿Es decoroso para el espíritu de un hombre afanarse por esto? No: elevar tales menudencias al foro de la conciencia universal es lo mismo que si, al ver una hormiga, dos hormigas o cuatro o cien, llevando a rastras un grano de cebada, fuéramos a dar parte a la Guardia civil y al juez de primera instancia. No: conservemos nuestra calma frente a estas agitaciones microscópicas, para despreciarlas más hondamente. Figúrate que no existen para ti; muéstrate indiferente, y no hagas a la sociedad y a la opinión el inmerecido honor de darles a entender que te inquietas por ellas. Que nadie advierta en ti el menor cuidado, la menor pena por lo que ha ocurrido en tu casa. Para tus amigos serás el mismo de siempre. Que te juzgue cada cual como quiera, y tú sé para ti mismo lo que debes ser en ti, compenetrándote con el bien absoluto. (Asómase a una ventana que da al patio de la casa.) ¡Hermosa noche, tibia y serena, de las que ponen a Villalonga fuera de sí! ¡Cómo lucen las estrellas! ¡Qué diría esa inmensidad de mundos si fuesen a contarle que aquí, en el nuestro, un gusanillo insignificante llamado mujer quiso a un hombre en vez de querer a otro! Si el espacio infinito se pudiera reír, cómo se reiría de las bobadas que aquí nos revuelven y trastornan!... Pero para reírse de ellas era menester que las supiera, y el saberlas sólo le deshonraría. (Abre los cristales y apoya los codos en el antepecho. En la pared opuesta del patio rectangular se ven las ventanas de la escalera de la casa.) Da gusto respirar el aire libre: su frescura despeja la cabeza y sutiliza la imaginación... (Pausa.) Siéntome otra vez asaltado de la idea que ha sido mi suplicio ayer y hoy, la maldita representación del trágico suceso, y la manía de reconstruirlo con elementos lógicos. ¿Qué pasó, cómo fue, qué móviles lo determinaron? Me había propuesto expeler y dispersar estos pensamientos; pero no es fácil. Se apoderan de mi mente con despótico empuje, y tal es su fuerza plasmadora, que no dudo puedan convertirse en imágenes perceptibles, a poco que yo lo estimulara. (Agitado.) Debo recogerme y procurar el reposo. (Cierra la ventana y se retira. Discurre por varias habitaciones de la casa, las unas obscuras, alumbradas las otras. Largo intermedio, al fin del cual vuelve a encontrarse OROZCO, por efecto de una traslación inconsciente, en la ventana que da al patio.) ¿Cómo es esto? ¿Todavía luz en la escalera? Y parece que entra alguien y sube. (Fijándose en las ventanas de en frente.) Sí, una persona sube con paso lento, como fatigada. ¡Ya! Será Juan, que se retira después de haber cerrado el portal y apagado las luces. ¡Pero si el gas está encendido aún...! El tal sigue subiendo... y es persona a quien creo conocer...
aunque no puedo asegurar quién sea. Juan se ha dormido, ¡qué posma!, y deja entrar a todo el que llega. (Llamando.) ¡Juan!... No me oye... Iré a ver qué intruso es este. (Se aparta de la ventana, atraviesa el despacho, luego el billar, y sale a la sala de tresillo.) ¿Pero qué es esto? ¿El salón también encendido? (Sorprendido de ver luces en todas las estancias.) Vamos que... Saldremos por aquí a la antesala y a la escalera, a ver quién... a estas horas... (Asómase a la puerta de la antesala, y retrocede después de una breve inspección.) Nadie, nadie. Era mi idea, queriendo convertirse en imagen. (Atraviesa el salón y la sala japonesa, pasa al gabinete próximo, que comunica con el tocador y la alcoba conyugal, y al entrar en esta, siente pasos detrás de sí, vuélvese y ve una imagen subjetiva, representación fidelísima de persona viviente. LA IMAGEN viste de frac. Semblante triste y afectuoso.)
OROZCO.— (levantando el cortinón de la puerta que da a la alcoba.) ¡Ah! ¿Eres tú? Acabáramos... Yo decía: "¿pero quién sube a estas horas?". ¿Estaba Juan dormido cuando entraste?
LA IMAGEN.— Sí; todos duermen a estas horas; tú también.
OROZCO.— Yo no. ¿No me ves en pie?
LA IMAGEN.— ¡Qué has de estar en pie, hombre! Por cierto que tienes una postura molestísima. ¿Negarás que te duelen el brazo derecho y el cuello?
OROZCO.— Sí que me duelen.
LA IMAGEN.— Ponte de otra manera y respirarás más fácilmente. ¿Por qué no duermes tranquilo? ¡Pobre cerebro, atormentado noche y día por las fórmulas algebraicas de la conciencia universal! Si no te calentarás los cascos dormido y despierto, no vendría yo a molestarte.
OROZCO.— No me molestas. Pasa aquí. (Entran en la alcoba.)
LA IMAGEN.— Se me ocurrió venir porque pensabas en mí más de lo que yo merezco, reproduciendo en tu mente mi persona y mis actos con una fuerza tal que hacías vibrar mis inertes huesos. En medio de tus extraordinarias perfecciones, tuviste flaquezas impropias de un hombre de tu altura moral; reconstruiste, al par de la terrible escena de mi muerte, las escenas amorosas que la precedieron.
OROZCO.— (con tristeza.) Es verdad: ayer y hoy, a pesar de mis esfuerzos por encastillarme en un vivir superior, no he podido menos de ser a ratos tan hombre como cualquiera. Pensé mucho en ti y en ella. Y tú me dirás: "¿cómo has llegado a conocer la verdad de mi desastrosa muerte?". Te contestaré que he pasado rápidamente de la presunción a la certidumbre.
LA IMAGEN.— ¿Te lo ha dicho esa?
OROZCO.— Anoche, calenturienta y trastornada, articuló delante de mí palabras ininteligibles. Pero no vendió su secreto. Esta noche, despierta y en posesión de su juicio, no ha tenido grandeza de alma, para confesarme la verdad. La muy tonta se ha perdido mi perdón, que es bastante perder, y la probabilidad de regenerarse.
LA IMAGEN.— (acercándose al lecho de AUGUSTA y contemplándola dormida.) Duerme, como tú, intranquila, y también me trae a su lado.
OROZCO.— ¿Pero la ves a ella? Yo creí que me veías a mí solo, como hechura mía que eres. Y te equivocas al pensar que duermo. Ni siquiera estoy en el lecho: me veo en pie, como tú, vestido; aún no me he quitado el frac. Acércate acá. ¿Qué haces ahí mirando a mi mujer? ¿No la has visto bastante? Es una falta de atención que me dejes con la palabra en la boca, habiendo venido a visitarme... Pero qué, ¿te vas? (Se pasa la mano por los ojos.)
LA IMAGEN.— No; aquí me tienes. Te toco para que no dudes de mi presencia.
OROZCO.— (cogiéndole una mano.) No he concluido de contarte cómo se determinó en mí el conocimiento de esa triste verdad. El rumor público acerca de la culpabilidad de Augusta fue principio y fundamento de mis presunciones. Oí todas las hablillas, y de su variedad y garrulería saqué la certidumbre de que esa desdichada te amó, y de que tú la amaste. Completaron mi conocimiento diversos accidentes; las visitas de Felipa, algo que advertí en la cara de esta, la turbación de Augusta, la rozadura de su mano, y un no sé qué, un misterioso sentido testifical notado en la luz de sus ojos, en el eco de su voz, y hasta en el calor de su aliento.
Ahora, respecto a tu muerte, nada concreto sé. No puedo decir que poseo la verdad; pero tengo una idea, interpretación propiamente mía, hija de mi perspicacia y de mi estudio de la conciencia universal e individual. Esta interpretación atrevida no concuerda con ninguna de las versiones vulgares, patrocinadas por los comentaristas del ruidoso y sangriento caso; es mía exclusivamente y voy a comunicártela. (LA IMAGEN se sienta al borde del lecho en que yace OROZCO, y se inclina sobre este.) Pero no peses tanto sobre mí. Me sofocas, me oprimes, no me dejas respirar... Oye lo que pienso de tu muerte... ¡Ay!, por Dios, no te apoyes en mi pecho. La más grande montaña del mundo no pesa lo que tú... Pues mi opinión es que moriste por estímulos del honor y de la conciencia; te arrancaste la vida porque se te hizo imposible, colocada entre mi generosidad y mi deshonra.
Has tenido flaquezas, has cometido faltas enormes; pero la estrella del bien resplandece en tu alma. Eres de los míos. Tu muerte es un signo de grandeza moral. Te admiro, y quiero que seas mi amigo en esta región de paz en que nos encontramos. Abracémonos. (Se abrazan.)
Madrid, Julio de 1889.