Escena VIII
Los mismos, AUGUSTA, que entreabre cautelosamente la puerta del foro y permanece indecisa escuchando, sin atreverse a entrar.
AUGUSTA.— (para sí.) Mi marido alza la voz. No puedo vencer mi curiosidad.
¿Entraré? No me atrevo. Parece que el cometa lleva la peor parte, y que no se sale con la suya. Su cara revela contrariedad, la rabia del reptil que se siente pisado.
VIERA.— (con sofocada ira.) ¡Ay! Mi situación es sumamente penosa, pues si tú no fueras quien eres, un amigo de toda la vida, casi un hijo para mí, yo te diría lo que pienso acerca de esa singular manera de entender el derecho, y de apreciar la oportunidad para el pago de deudas sagradas.
OROZCO.— Es lo que me faltaba, que usted me diese lecciones de conducta.
VIERA.— Me vería obligado a dártelas si no cayeras pronto en la cuenta del daño que te haces a ti mismo. Yo espero que serás razonable, Tomás, y que no consentirás que yo vaya ahora a Benjamín Proctor y le diga: "aquel hombre a quien creíamos la conciencia más pura del mundo es un negociante vulgar, que se aprovecha de las obscuridades de la ley, y se apoya en los embrollos de la curia para no pagar. E a él hay más astucia que virtud, y tiene todas las marrullerías de un tendero insolvente o de un zurupeto intrigante". Y a pesar mío, habré de ayudar a tu acreedor a apretarte las clavijas, porque no puedo negarme a poner al servicio de la justicia mi conocimiento de la curia española y de cómo se llevan aquí los negocios de cierta clase.
OROZCO.— Muy bien. Póngase usted al servicio de Benjamín, y ármeme todas las trampas curialescas que quiera. Todavía, si se me antoja, seré yo capaz de cancelar la obligación por una cantidad doble de lo que dio usted por ella...
VIERA.— ¿Ya vienes con miserias? Tomás, me ofendes con proposición tan humillante. Me equivoqué al suponerte prendas extraordinarias; no quisiera equivocarme también, teniéndote por generoso y viendo la mezquindad con que le regateas a este infeliz un pedazo de pan. Nada, no hay arreglo posible.
Pleitearemos; tú lo has querido. Si sobre quedar por los suelos y echar al arroyo tu fama, tienes que pagar el total de la obligación, y de añadidura las costas, no me culpes a mí, que me propuse hacerte un favor, y evitar el desdoro de tu nombre.
OROZCO.— Gracias... En pago de esa abnegación, ¿sabe usted a lo que me hallo dispuesto? Pues muy sencillo. Si usted insiste en aburrirme y en amenazarme, yo, el hombre comedido, el puritano, la conciencia recta y pura, no tendré empacho de tomarme la justicia por mi cuenta, (parándose ante él y accionando sin afectación y con flemática tranquilidad.) ni de romperle a usted el bautismo, así, muy sencillamente, a lo santo, sin escándalo y como quien no hace nada.
AUGUSTA.— (para sí, con alegría.) Bien, muy bien.
VIERA.— (levantándose, demudado.) Tomás. No puedo tolerar eso... No lo admito sino como broma... una broma de mal género.
AUGUSTA.— (que avanza decidida, presentándose.) Y si hace falta otro guapo, aquí está.
VIERA.— (inclinándose con afectada etiqueta.) Augusta, señora mía... ¡Qué a tiempo llega usted, como enviada por el Cielo, para librarme de esta fiera que tiene usted por esposo...
AUGUSTA.— Aquí la fiera no es él...
VIERA.— (con servilismo, y como queriendo echarlo a broma.) Hija mía, si hasta se ha permitido amenazarme de palabra y de obra. ¡Qué bromas gasta este modelo de ciudadanos y espejo de maridos! No sabe usted bien cómo se ha puesto.
¡Caramba! Todo por una mala interpretación de mis rectas intenciones... Por Dios... Sea usted juez de esta contienda, Augusta, usted, que es un ángel.
AUGUSTA.— ¿Juez yo? No he pensado entrar nunca en la magistratura.
VIERA.— ¡Ay! Horrible tortura es para mí verme mal juzgado por personas a quienes tanto quiero; por personas que son en mi ánimo lo primero del mundo, la crema, el cogollito de la humanidad. (Aturdido y descompuesto.) Augusta, ¿quiere usted que la entere del asunto que me trae aquí? Apuesto mi cabeza a que lo ha de juzgar con más serenidad que su digno esposo, el cual ha sido hoy muy cruel con el compañero y socio de su padre... ¿Le parece a usted que merezco yo, el primer amigo de la casa, ser tratado como un...? No, Tomás, no es propio de ti ensañarte con el débil. Tu misma superioridad te obligaba a la benevolencia.
OROZCO.— Evitemos discusiones. (Con desagrado.) Todo lo que cabe decir sobre esto, dicho está ya por una parte y otra. Se me ha hecho una proposición, y yo no he querido admitirla.
VIERA.— Augusta, intervenga usted con su buen juicio, con su templanza, con su apacible y dulce trato, más propio de ángeles que de mujeres. Si en ninguno de los dos encuentro la consideración que creo merecer, si ambos me rechazan con la misma dureza, sólo me resta decirles que aunque los dos se empeñen en ello, no conseguirán tener en mí un enemigo. Amigo soy y amigo seré siempre, y pruebas he de darles de mi cariño, superior a todas las injusticias y desdenes. Yo tendré mis defectos; no quiero hacer mi apología; pero nadie conoció en mí la ingratitud. Yo no puedo olvidar que debo mil atenciones a esta pareja feliz; no puedo olvidar tampoco que mi hijo, que mi querido hijo, es mirado en esta casa como un miembro de la familia...
AUGUSTA.— (para sí, con sobresalto.) ¿A dónde irá a parar este tunante?
VIERA.— Los favores que el hijo merece desagravian al padre... y me consuelo del mal trato, viendo que en él se deposita la confianza que a mí se me niega.
AUGUSTA.— No habiendo semejanza en la conducta, no puede haberla en... lo demás.
OROZCO.— Tiene razón.
VIERA.— Augusta siempre la tiene. Es la pura discreción, y yo acepto los juicios que se digne formar de mí. Tomás, no debe ser implacable con los débiles el hombre que ha recibido de la Providencia tantos beneficios. Yo quisiera saber si hay algún bien de los concedidos a la humanidad que tú no disfrutes. Y el mayor de todos, el que remata y compendia todas tus felicidades es esta perla, este galardón del Cielo, esta mujer incomparable que más parece sobrenatural que humana.
AUGUSTA.— Basta de flores... No me gustan fuera de tiempo.
VIERA.— Lo supongo. Si no fuera usted modesta, no sería lo que es. (Con refinada habilidad.) Tomás, la presencia de este ángel suaviza las asperezas entre tú y yo.
No me lo niegues. Te has humanizado desde que ella entró.
OROZCO.— ¡Válganos Dios! Si no es eso... Mi mujer, siempre que usted me hace alguna visita, teme que yo le reciba con demasiada benevolencia.
VIERA.— ¿Es cierto eso, Augusta?
AUGUSTA.— Ciertísimo.
VIERA.— No me doy por vencido. ¡De este modo, ingrata, paga usted los elogios que lo hice, y los piropos que le eché!... ¡Ay, qué mala se va usted volviendo! Tomás, Tomás, ten cuidado con ella.
AUGUSTA.— (para sí.) No puedo resistir el cinismo de este hombre.
VIERA.— Paciencia. He caído en esta casa con mala suerte. Recibís como a enemigo al que viene con bandera de paz... (Para sí.) Si no recojo velas estoy perdido. (Alto.) Tomás, ¿quieres que aplacemos para otro día la cuestión que ha dado motivo a estas diferencias, y no pensemos más que en renovar nuestra antigua amistad, en gozar de ella, como de un bien inapreciable? Yo tengo debilidad por ti, Tomás, yo te quiero como a mi hijo...
OROZCO.— La comparación no resulta, porque es dudoso que usted quiera bien a sus hijos.
VIERA.— (aparte.) Este cuákero maldito me tapa todas las brechas... (Alto.) ¡Si me niegas hasta los sentimientos primordiales del hombre, entonces...! (Con pena.) Amigo mío, quizás sin mala intención, me estás agraviando, sí, con verdadera saña.
Tú no sabes lo que es amor de hijos, porque no los tienes. En tu hogar falta la alegría, que es fuente de la piedad y de la indulgencia. Augusta, ¿por qué no ha dado usted familia menuda a este hombre? Amiga mía, yo quería encontrar a usted un defecto, y al fin he dado con él. Si en este hogar hubiera hijos, el pobre amigo menesteroso no sería recibido tan mal.
AUGUSTA.— Si doy o no doy hijos a mi marido, eso no es cuenta de usted.
VIERA.— ¡Quién sabe si se los dará todavía! Yo espero que sí. Hago votos porque así sea.
AUGUSTA.— (para sí.) Su sarcasmo me envenena la sangre. (Alto.) Me parece que esta conversación es bastante impertinente.
VIERA.— (para sí, con rabia.) ¡Grandísima tal, hállome atado de pies y manos ante ti, por desconocer los enredos que de fijo tienes!
OROZCO.— Demos por terminado este asunto, y que esta conferencia sea la primera y la última. Yo escribiré a usted, y le haré una proposición. Si la acepta, bien, y si no, tiene el camino libre para proceder como quiera.
VIERA.— All right... He tenido la desgracia de encontrar aquí los corazones abroquelados contra mi cariño. El uno con su desconfianza y la otra con su huraña virtud, no han sabido comprender el celo y la abnegación con que les sirvo.
(Afectado dignidad.) Está bien; por eso no dejaré yo de ser quien soy. Mi conducta no variará. Soy incapaz de venganza, y aunque sintiera estímulos de maldad, no los dirigiría nunca contra personas para mí tan caras, contra personas que considero buenas, deplorando su obcecación. Tomás, no te molestará más este amigo, a quien no quieres comprender. Aguardo en mi casa, hasta mañana, la proposición que te dignes hacerme. Quédate con Dios... (Da la mano a OROZCO. Este se la estrecha con frialdad.) ¡Qué triste me voy... y qué daño me has hecho! (Con emoción muy bien fingida.) Dios te lo perdone. Y usted, Augusta, sea feliz, ignore siempre cuánto me duelen sus palabras incisivas y desdeñosas, y siga siendo compañera de este buen hombre, siga siendo ornamento de la sociedad y orgullo de su familia y de sus amigos. Dios quiera que pueda apreciar algún día que este infeliz no merece ser recibido tan mal. Adiós. (Retírase afectando profunda aflicción. Para sí, en la puerta.) ¡Negocio destripado...! ¡Maldita sea mi suerte, y mala peste os devore, cuákero indecente y virtud relamida! Si buen punto es él, buena punta es ella...
Volveré. (Sale.)