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Realidad: Escena IV

Realidad
Escena IV
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table of contents
  1. Portada
  2. Información
  3. Realidad
  4. Dramatis personae
  5. Jornada I
    1. Escena I
    2. Escena II
    3. Escena III
    4. Escena IV
    5. Escena V
    6. Escena VI
    7. Escena VII
    8. Escena VIII
  6. Jornada II
    1. Escena I
    2. Escena II
    3. Escena III
    4. Escena IV
    5. Escena V
    6. Escena VI
    7. Escena VII
    8. Escena VIII
    9. Escena IX
    10. Escena X
  7. Jornada III
    1. Escena I
    2. Escena II
    3. Escena III
    4. Escena IV
    5. Escena V
    6. Escena VI
    7. Escena VII
    8. Escena VIII
    9. Escena IX
  8. Jornada IV
    1. Escena I
    2. Escena II
    3. Escena III
    4. Escena IV
    5. Escena V
    6. Escena VI
    7. Escena VII
    8. Escena VIII
    9. Escena IX
    10. Escena X
    11. Escena XI
    12. Escena XII
    13. Escena XIII
    14. Escena XIV
    15. Escena XV
    16. Escena XVI
  9. Jornada V
    1. Escena I
    2. Escena II
    3. Escena III
    4. Escena IV
    5. Escena V
    6. Escena VI
    7. Escena VII
    8. Escena VIII
    9. Escena IX
    10. Escena X
    11. Escena XI
    12. Escena XII
    13. Escena XIII
  10. Autor
  11. Otros textos
  12. CoverPage

Escena IV

Comedor en casa de OROZCO.

AUGUSTA, OROZCO, INFANTE, MALIBRÁN y VILLALONGA, sentados a la mesa, almorzando.

OROZCO.— ¿Pues qué quería ese terco de Federico? ¿Que viviendo Clotilde como vivía, fuese a pedir su mano un Hohenzollern o un Hapsburgo? Anoche le vi tan excitado, que no quise contradecirle por no aumentar su pena. Tuve con él la consideración de apoyar débilmente sus quejas; pero ahora que no está presente, declaro que no tiene razón.

AUGUSTA.— Creo lo mismo. Mil veces le hablé de su hermana, augurándole lo que ha pasado. Mal que nos pese, somos arrollados por... la ola democrática. ¿Qué tal la figura? Lo que hay es que nos gusta más verla reventar en la cabeza del vecino que en la propia.

MALIBRÁN.— Como figura del género balneario, no está mal. Eso lo aprendió usted este verano en Arcachón... Pues volviendo a Federico, opino que es un desequilibrado de marca mayor, aristócrata por las ideas y los gustos, sin los medios materiales de que toda idea necesita disponer para manifestarse dignamente. Absolutista por temperamento, reniega de verse gobernado por el parecer de la multitud, y su orgullo tropieza a cada instante con las garrulerías de la igualdad. Es una contradicción viva, una antítesis...

AUGUSTA.— ¡Jesús de mi vida, qué sabios venimos hoy!

MALIBRÁN.— Quiero decir que por efecto de esa radical contradicción entre la época y el hombre, todos los actos de este resultarán incongruentes, no dará un paso que no sea un tropezón, y será al fin envuelto por la ola de que antes nos hablaba usted, ya que no se decide a sortearla, como hacemos los demás.

INFANTE.— Pues yo, sin meterme en filosofías, voy a dar noticias concretas. Esta mañana se presentó en mi casa el trovador de Clotilde.

AUGUSTA.— (con viveza.) ¿Y cómo es?

OROZCO.— Según me han dicho, atrevidillo, y no peca de corto.

INFANTE.— Simpático; pero muy simpático, y parece despejadísimo. En cuatro palabras me ha contado su historia. Es huérfano, tiene veintitrés arios, y desde los dieciséis se bandea solo. Es sobrino de un tal Santana, tendero en la calle de Lope de Vega, y de otro en la Plaza Mayor, que le llaman Jáuregui, y de otro cuyo nombre y señas no recuerdo. En fin, que cuenta media docena de tíos, detallistas de comestibles. Sabe al dedillo la partida doble, y escribe cartas comerciales en francés; tiene título de perito mercantil, y se ganó un premio de Economía política.

AUGUSTA.— (con animación.) ¡Ángel de Dios!... Señores, es preciso que le protejamos entre todos.

INFANTE.— El tío Santana le ocupaba en llevar la contabilidad y la correspondencia; y en medio de esta prosaica tarea nacieron los castos amores con la hermana de Federico. Pero ¡vean ustedes qué desgracia!, casi en los mismos días en que los tórtolos se lanzaban de cabeza en lo ideal, el tío Santana, por la paralización de los negocios y la necesidad de economías, despidió al chico, que a la sazón vive al amparo de su tío Jáuregui, sin sueldo. ¡Ah!, otro detalle. Nunca ha servido en el mostrador, que repugna a sus hábitos y a su educación; pero está decidido a todo, hasta a fregar copas en una taberna, con tal de ganarse el pan para mantener a la elegida de su corazón.

AUGUSTA.— Decididamente, le, hemos de proteger.

MALIBRÁN.— ¿Le encuentra usted chiste a la historia?

AUGUSTA.— La encuentro hasta poética. Por lo que veo, el verdadero amor, el principio activo que gobierna el mundo, no existe ya más que en la clase de dependientes de comercio. No podemos abandonar a ese joven. ¿Verdad, Tomás? (OROZCO sonríe sin decir nada.)

INFANTE.— Contome también cómo nacieron y se formalizaron sus amores.

Durante un mes, no hacían más que mirarse, mirarse, hechos un par de bobos. Por fin, movido de un instinto irresistible, escribía con letras gordas en un pliego abierto, al modo de cartel, frases de ternura, y desde su balcón se las mostraba a la niña, que al principio huía ruborizada, soltaba la risa después, y últimamente ponía una cara muy triste cuando él no estaba.

AUGUSTA.— ¿Y cómo, no estando en el balcón, sabía él que la chiquilla ponía la cara triste?

INFANTE.— Esa misma pregunta le hice yo, y me contestó ¡miren si es pillo!, que entornaba las maderas de modo que pareciese no estar allí, y por un agujerito observaba en la cara de la niña el efecto de su fingida ausencia.

VILLALONGA.— ¿Sabe o no sabe el pájaro ese?

AUGUSTA.— Hay que casarles, aunque no sea sino para premiar esa manera primitiva y pura de hacerse el amor. Eso es de lo que no se ve ya.

INFANTE.— Luego vinieron las cartitas, de que fueron conductores, por dicha de ambos, las criadas de Federico, hasta que una noche logró Santana colarse en la casa.

MALIBRÁN.— (vivamente.) Sí; hay que casarles: en eso estamos conformes, Augusta, aunque no por las razones que usted alega, sino por otras de un orden muy diferente.

AUGUSTA.— Cállese usted, mal pensado. ¿Qué hay en estos amores que no sea la misma inocencia? ¡Bah, que entraba de noche en la casa! ¿Y qué?

VILLALONGA.— Nada, nada, que entraba a tomarle las medidas del cuerpo, para encargar el traje de boda.

AUGUSTA.— (conteniendo la risa.) Cállese usted también, groserote: no dice más que disparates.

INFANTE.— Y por fin, después de referirme su historia, me suplicó que le consiguiera un destinito de oficial quinto, para poder casarse.

OROZCO.— ¿Y qué hace usted que no lo pide al momento?

AUGUSTA.— Yo que tú, volvía loco a todo el Ministerio hasta obtener la plaza.

INFANTE.— En estas alturas, es más difícil sacar una plaza de oficial quinto que una Dirección general. Pero algo haré, porque el chico ese me ha entrado por el ojo derecho. "Pida usted informes a mis tíos acerca de mi honradez —decía— y como no se los den buenos, me dejo cortar la cabeza". No quiere el destino más que como ayuda en los primeros tiempos, hasta que pueda tomar rumbos mejores. Y vean ustedes si el nene es activo y sabe apreciar el valor del tiempo. Por las mañanas emplea dos horitas en llevar las cuentas de una tienda de huevos de la Cava de San Miguel. De tarde, la misma faena en un establecimiento de ropas en liquidación, y por las noches se pasa tres o cuatro horas escribiendo al dictado en casa de un notario. Con esto reúne el pobrecillo sus treinta duretes al mes, que le saben a gloria, por el trabajo que le cuesta ganarlos; mas para casarse le hace falta otro tanto, o por lo menos la mitad. Ha echado bien la cuenta, y es de los que no gastan un real sin saber de dónde ha de salir. ¿Qué tal? ¿Es este, sí o no, un hombre predestinado a capitalista?

VILLALONGA.— (dando una palmada en la mesa.) Acuérdense todos los presentes de lo que digo. Si vivimos, a ese monigote le hemos de ver con más dinero que nosotros.

OROZCO.— Pues tiene, tiene, sí señor, la fibra económica.

AUGUSTA.— ¡Cuando digo que es preciso darle la mano!

INFANTE.— Aunque no quieran ustedes, tendrán que protegerle, porque es de los que se meten por el ojo de una aguja, y sabiendo que aquí hay buenos corazones, no tardará en llamar a esta puerta. Por si no cuaja lo de oficial quinto, quiere entrar de tenedor de libros en una casa de Banca. De ello me habló también, rogándome...

ya ven ustedes como no pierde ripio... que intercediera con el Sr. de Orozco para que este le recomendara a Trujillo y Ruiz Ochoa, en cuyo escritorio hay, según parece, una vacante de tenedor.

OROZCO.— Sí que la hay; pero no seré yo quien le recomiende...

AUGUSTA.— (con gracejo.) Tomás de mi vida, no te me hagas el feroz tirano.

OROZCO.— ¡Pero hija de mi alma, si ya he recomendado a tres... a tres!

INFANTE.— Yo, no sólo prometí hablar con interés al amigo Orozco, sino que invité a Santana a que viniera a verle...

OROZCO.— Ángel de Dios, ¿le parece a usted que no tengo ya bastantes jaquecas?

INFANTE.— Es que yo quiero que conozca usted a este rey de las hormigas.

OROZCO.— ¿Para qué, si no puedo hacer nada por él? Dígale usted que no se moleste.

INFANTE.— Ya será tarde; porque, o mucho me engaño, o ese es de los que obran rápidamente, y detestan el mañana. Hoy le tendrá usted aquí.

OROZCO.— (benévolamente.) Mi casa es un hospicio, y no puedo verme libre de postulantes, que me marean pidiéndome lo que darles no puedo: este una credencial, el otro una fianza, aquél dinero para salir de un apuro, el de más allá ropas usadas; y no falta quien me pida billetes de teatro, o una recomendación para obtener la cruz de Beneficencia. La suerte mía es que cantando se vienen y cantando se van.

MALIBRÁN.— Amigo mío, aunque usted se empeñe en desacreditarse, no lo conseguirá.

AUGUSTA.— (a su marido.) Hijo, en este caso, has de desmentir tu fiereza, tu crueldad y tu tacañería, recibiendo bien al pobre Santana, y procurándole el destino en casa de Trujillo. Lo necesita para casarse. De ti depende la ventura de esa familia en ciernes. ¡Casarse así, con todas las ilusiones del amor, y con esas ansias de trabajar, previendo los hijitos que habrá de mantener! Estos son los seres verdaderamente providenciales, los que aumentan la raza humana, los que hacen poderosas y ricas a las naciones. Verán ustedes cómo Clotilde se carga de familia en pocos años, y cómo ese marido modelo gana para mantener el pico a toda la prole.

INFANTE.— ¡Vaya que tiene un gancho ese joven! Me decía: "Si no consigo la plaza de tenedor de libros o la de oficial quinto, me pasaré las mañanas vendiendo tomates o pimientos en cualquier plazuela. Trescientas sesenta y cinco mañanas dan mucho de sí".

VILLALONGA.— (con vehemencia.) ¿Ese... ese?... Le hemos de ver firmando letras de cambio por miles de miles.

AUGUSTA.— (con entusiasmo.) Amparémosle entre todos. Juremos ampararle. Es el hombre del porvenir, y todos los presentes están en el deber de prestar apoyo al que les da esta lección de arte de la vida.

VILLALONGA.— Acepto la lección, y admiro a ese tipo, por lo mismo que es el reverso de mi medalla, mi revés moral.

OROZCO.— Ese es de los que no necesitan ayuda de nadie. Su propio instinto y su acometividad social le abrirán camino.

MALIBRÁN.— Protejámosle, lo que quiere decir que le proteja Orozco en nombre de todos. Usted lo favorece, y él nos lo agradecerá a los demás.

Sirven el café.

UN CRIADO.— Un joven está ahí, que pregunta por el señor.

TODOS.— Él, él es.

INFANTE.— ¿Delgadito, mal color, ojos negros, el pelo al rape, gabán muy viejo?

CRIADO.— El mismo.

OROZCO.— (un poco molesto.) ¡Que todos los moscones de Madrid han de caer sobre mí!

AUGUSTA.— (al CRIADO.) Dile que pase al despacho. El señor le recibirá... (A su marido.) Ea, fastídiate, corazón de granito.

OROZCO.— (fingiendo buen humor.) Como recibirle, sí... ¡Pobre tonto! No es cosa de ponerle en la calle. Pero se irá como ha venido. (Por INFANTE.) Este, este métome — en — todo es quien me ha echado el mochuelo.

INFANTE.— Yo no. Recuerdo muy bien que le dije: "Vaya usted mañana"; pero ese es de los que no padecen la enfermedad española del mañana; profesa la teoría de que mañana quiere decir hoy.

VILLALONGA.— ¡Hoy! Dichoso el que sabe agarrarse al hoy antes que pase, porque ese llegará primero que los demás.

MALIBRÁN.— Y encontrando los mejores sitios desocupados, se apoderará de ellos.

AUGUSTA.— No le dejes ir sin esperanzas. Hazlo por mí, por todos los presentes, que tomamos al gran Santanita, al futuro millonario, bajo nuestra alta protección.

OROZCO.— (sonriendo.) Esperanzas sí; todas las que quiera, pero realidades no podrá sacar de mí. Me sacudiré la mosca... No sé qué se figuran... Francamente, es cosa de traer a casa una pareja de Orden Público. Yo aseguro a ustedes que este impertinente no volverá más por aquí. (Toma el café de un sorbo y sale.)

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