Escena IX
AUGUSTA, OROZCO.
OROZCO.— ¿Has visto qué farsante, qué monstruo de astucia?
AUGUSTA.— (recostándose en un sillón.) Deja, deja que me reponga del terror que me causa. No lo puedo remediar.
OROZCO.— ¿Terror por qué? A mí me causa risa. Es un histrión perfecto; pero yo le calo la intención, la máscara que usa se transparenta a mis ojos, y veo la cara del truhán verdadero bajo las muecas del falso amigo.
AUGUSTA.— ¡Qué hombre! Cuéntame. ¿Qué te proponía? Yo rabiaba de curiosidad, y abrí un poco la puerta. Pero no pude enterarme bien... Creí entender algo de una obligación olvidada.
OROZCO.— De las que llamamos Proctor y Barry.
AUGUSTA.— ¿Pero es legítima? Porque ese pillo sería capaz de falsificar la escritura como falsifica los sentimientos.
OROZCO.— (pensativo.) Es legítima. No creas que me pesa su descubrimiento.
Puesto que la obligación existía, vale más que se presente de una vez. Tengo la seguridad de que no hay ninguna otra. Respecto a si ha prescrito o no, puede haber dudas, y de fijo un abogado travieso, con el sin fin de leyes y disposiciones que rigen sobre la materia, encontraría fundamentos legales en qué apoyar la no cancelación.
AUGUSTA.— Yo temí que tu bondad te llevara a transigir; recelé que tus escrúpulos de conciencia pudieran más que el sentido práctico de la justicia. Pero he visto con gusto que por esta vez has puesto a un lado tus filosofías, y que te resistes a pagar una deuda prescrita.
OROZCO.— (después de una pausa.) Hija mía, estás en un error. No has penetrado mi pensamiento.
AUGUSTA.— (alarmada.) Pues ¿entonces...?
OROZCO.— Aunque, contando con el dédalo de nuestras leyes, pudiera sostenerse la prescripción, yo no la admito, no puedo admitirla, y el crédito ese como deuda sagrada, debe pagarse.
AUGUSTA.— Dios mío, ten piedad de mi pobre marido, que ha perdido la razón.
OROZCO.— No digas disparates, ni juzgues tan de ligero lo que no has comprendido bien todavía. Voy a explicarte mi pensamiento, y el plan que he concebido...
AUGUSTA.— Tomás de mi alma, ¿serás capaz de dejarte coger en las malvadas redes de ese miserable? ¿Serás capaz de dejarte conmover por su refinada astucia y por su adulación infame?
OROZCO.— No te acalores antes de enterarte bien...
AUGUSTA.— Es que te veo al borde del abismo de tu bondad, de esa bondad que es una desdicha, créelo, un pecado, una sugestión Satánica...
OROZCO.— Ten calma, mujer.
AUGUSTA.— (levantándose.) No puedo tenerla. Tu filantropía ha venido a ser una verdadera demencia. ¡Tomás, Tomás!
OROZCO.— Si no te callas y me oyes, no nos entenderemos.
AUGUSTA.— (disparada.) Imposible que nos entendamos, si no te curas de esa manía de la bondad y de la indulgencia... Consulta el caso con papá, con Manolo Infante, con todos nuestros amigos, y verás como todos me dan la razón, verás como te aconsejan no reconocer la validez de ese papelote que te ha presentado el monstruo. Esas deudas fiambres, obscuras y antediluvianas no se reconocen nunca, Tomás. Sólo los inocentes, los dejados de la mano de Dios, incurren en la tontería de hacer de ellas un caso de conciencia. (Con sarcástico acento.) En una palabra, que quieren darte un timo, y tú, como esos que creen en la paparrucha del dinero enterrado, aceptas el negocio.
OROZCO.— Estás graciosa, vida mía, y te oigo con muchísimo placer. Pero todo te lo dices tú, y así no ha discusión posible.
AUGUSTA.— Pues habla... explícate.
OROZCO.— Ante todo, no apoyes tu idea con el argumento de que debo hacer tal cosa porque la hacen los demás. Hija de mi alma, sería insoportable este plantón de la vida terrestre, si no se permitiera uno, de vez en cuando, la humorada de hacer algo diferente de las acciones comunes y vulgares. El papel de comparsa no me ha gustado nunca. Tampoco debes ponerme delante de los ojos, como un emblema de sabiduría, la opinión de tu padre, de Manolo Infante, y de otros amigos. Sin ser vanidoso, me precio de entender estas cosas mejor que ellos.
AUGUSTA.— Pues si esas opiniones no valen, valga la mía, y la mía es que no pagues a ese pillo.
OROZCO.— (sereno y sonriente.) Pero si yo no te he dicho que pagaré a ese pillo, ni a ningún pillo.
AUGUSTA.— Has dicho que la deuda es sagrada...
OROZCO.— Y lo repito. Y añado que esa obligación pendiente pesa sobre mi conciencia, y que no estaré tranquilo hasta que de ella no me descargue.
AUGUSTA.— ¡La conciencia! Grandes y bellas cosas ha hecho la humanidad en su nombre; pero también, también hay que poner tonterías muy gordas en el haber de los espíritus menguados, de esos que adoran la letra de la ley... Explícate.
¿Quieres decir que alivias tu conciencia pagando...?
OROZCO.— Pagando, sí; pero no he dicho que a Viera.
AUGUSTA.— Eso sí que no lo entiendo. ¿Es o no Viera poseedor legítimo de la obligación?
OROZCO.— Lo es. Antes que él entrase a verme, ya sabía yo a qué venía, porque hoy recibí carta de Horacio Miller, en la cual me dice que Viera compró esta obligación por un quince por ciento de su valor nominal. Lo supo por confidencia del propio Benjamín.
AUGUSTA.— ¡Ah!... ¿Y piensas, para evitar disgustos, recogerla de manos de Viera por el mismo quince por ciento y un poquito más, como comisión? Falta que él quiera; pero en estos términos, sólo en estos términos admito la idea de pagar.
¿Es esto lo que piensas tú?... Dímelo pronto.
OROZCO.— No es eso. Pienso pagar íntegramente el valor nominal.
AUGUSTA.— ¡Íntegramente! (Consternada.) ¡Ay!, hijo de mi vida, yo voy a buscar un médico. Tú estás malo de la cabeza... Por Dios, no hagas tal disparate.
(Con ternura.) Ya ves; nunca hemos reñido. Todos tus actos han sido aprobados y aplaudidos por mí. Verdad que siempre fueron buenos; pero aunque no lo hubiesen sido, el cariño que te tengo me los habría hecho ver como la misma perfección.
Este acto de ahora resulta de tal modo contrario a lo que yo entiendo por bondad, que me veo en el caso de reprobártelo con todas mis fuerzas. Y muy a pesar mío, sintiendo mucho disgustarte, me enfadaré contigo, disputaré, chillaré, no te dejaré vivir; y ya no habrá en nuestra vida común la paz de que hemos gozado durante ocho años; y todo será discordia, rozamientos, tú por un lado, yo por otro, siempre de puntas...
OROZCO.— ¡Quién sabe! Puede que no.
AUGUSTA.— Me haré insoportable. Tendrás en mí un censor agrio, displicente, quisquilloso... En fin, Tomás, que me tendrás que preferir a tu conciencia con tal de no ver tu casa convertida en una jaula de leones.
OROZCO.— (sonriendo.) Sentiré mucho que te me insubordines; pero si lo haces, lo llevaré con paciencia. He meditado bien la solución de este asunto, y puedes tener la seguridad de que será un hecho.
AUGUSTA.— ¿Contra mi voluntad?
OROZCO.— (cariñosamente.) De acuerdo con ella, porque he de convencerte, y en vez de tener en ti una censora impertinente, tendré un apoyo decidido. Ven acá.
Siéntate aquí. (Se sientan ambos.) ¿Hay mayor gloria, hay dicha mayor que poder realizar un acto, en el cual resplandezca ese ideal de justicia que rara vez se nos ofrece en el mundo en condiciones fácilmente practicables? Hablo con una persona que sabe elevarse sobre las ideas y las pasiones del vulgo, y me parece que seré comprendido. Si no, peor para ti.
AUGUSTA.— Hasta ahora, no entiendo ni pizca.
OROZCO.— Esta aparición del cometa Viera es un hecho feliz, dispuesto para la rectificación de uno de esos errores o anomalías de la existencia humana, que nos hacen dudar de la Providencia. Vemos cosas en el mundo, que parecen organizadas por el mal y para el mal; injusticias que por su enormidad repugnan a la razón y al sentimiento; los perversos imponiéndose a los honrados, y obligándoles a dejar de serlo; los de condición benigna incapacitados de obrar bien, por las influencias que les rodean. No desconocerás el poder y la importancia de los bienes materiales, en el orden de la vida. Las materialidades mal repartidas, como por desgracia lo están, trastornan y aniquilan el bien espiritual; y así, cuando se consigue rectificar, siquiera sea mínimamente, esta calamitosa distribución del bienestar positivo, se presta a la humanidad un servicio inmenso.
AUGUSTA.— (para sí.) No estoy segura de comprender a dónde va a parar con esto. ¿Tiene algún sentido lo que dice, o es una sinrazón, una efervescencia del talento descompuesto? (Alto.) Querido, lo que dices significa, si no soy tonta, que en el mundo hay muchos que carecen de lo que a otros les sobra. Eso ya lo sabíamos, y es cosa resuelta que no está en manos humanas el remediar ciertas desigualdades.
OROZCO.— A veces falla esa regla pesimista, y es lástima no intentar el remedio cuando de ello hay ocasión. Examinemos el caso este concretamente y con la pura lógica. Después vendrá su aplicación a la práctica. Fíjate bien: la suma que representa la obligación de Benjamín Proctor es una cantidad negativa en nuestra riqueza, un menos tanto. Esa cantidad debió ser abonada íntegra por mí, y no lo ha sido. Luego la retengo indebidamente en mi poder, no me pertenece... Esto es claro como el agua.
AUGUSTA.— En absoluto sí.
OROZCO.— Ya llegaremos a lo relativo. Sígueme ahora y calla. Conste que, en principio, esa suma no me pertenece. La razón es razón, y la lógica, lógica, y los números, números.
AUGUSTA.— Pero...
OROZCO.— Cállate. Que Benjamín Proctor haya vendido su deuda a Joaquín Viera, eso no es cuenta mía. El valor legal del crédito no crece ni mengua por los contratos a que da lugar, ni por las condiciones morales del poseedor. Que este sea un modelo de honradez o un pícaro redomado, no da ni quita la más mínima cifra al valor numérico de la deuda. Nada podrás objetar a esto. Por consiguiente, la cantidad representada por la obligación no es mía en este instante, sino de Joaquín Viera.
AUGUSTA.— (rebelde a la lógica.) Pero, hijo mío, en la vida, en esta vida humana tan compleja, ¿se puede razonar de ese modo? ¿Se han tratado así los negocios alguna vez? Los escritorios de las casas de banca y de comercio, ¿están poblados de ángeles, o son hombres los que en ellos trabajan?
OROZCO.— Yo sé lo que son, tonta. Déjame concluir. Quedamos en que soy deudor de Joaquín Viera, que este es mi inglés neto, y que no hay lógica divina ni humana que me libre del deber de darle lo suyo. Cierto que yo podría, sin escandalizar al mundo, defenderme del pago amparándome en la ley, mejor dicho, haciéndome el perdidizo en la selva intrincada de nuestras leyes. Estas, y más aún la curia, con sus tramitaciones y diligencias inacabables y el embrollo que de ellas resulta, me favorecerían, bien para no pagar, bien para hacer un arreglo que redujese el desembolso a una mínima cantidad. Esto se hace siempre. Alegando mil razones jurídicas y veinte mil argumentos de sofistería forense, conseguiríamos no pagar o pagar muy poco. De seguro que Joaquín llevaría la peor parte en una contienda ante los tribunales, y no sabría salir, como yo, del bosque espesísimo de nuestro enjuiciamiento civil. Pero yo, en conciencia, no puedo ni debo aminorar mis obligaciones pleiteando. Prefiero pagar íntegramente a pagar un poco al acreedor y un mucho a la curia. Dejo a un lado el amor propio, reconozco el crédito, y lo que no es mío no debe estar en mi poder.
AUGUSTA.— Volvemos a lo mismo, a que caes en las redes del monstruo ese, y le regalas... (con irritación) porque esto es regalar, Tomás, esto es proteger a los caballeros de industria.
OROZCO.— No, vida mía, porque yo no pagaré al caballero de industria sino poco más, muy poco más de lo que él ha dado a Benjamín Proctor.
AUGUSTA.— Entonces no pagas íntegramente.
OROZCO.— Sí, pagaré íntegramente; pero no a Joaquín.
AUGUSTA.— (confusa.) No te entiendo. ¿Pues no dices que es el único poseedor legítimo?
OROZCO.— Sí, hija mía. Pero aquí entra lo relativo; aquí cesa de funcionar la letra de la ley moral, y entra en funciones el espíritu, ¿No hemos convenido en que Joaquín es un monstruo? Entro las muchas responsabilidades que tiene ante Dios y los hombres, la más notoria es la perversa educación que a sus hijos dio, el abandono en que los ha tenido, faltos de medios de subsistencia. Esta penuria ha motivado lentamente en Federico ciertos hábitos de mal género, el desorden y angustias humillantes de su vida; en Clotilde, su indecorosa manera de buscar marido. El enmendar la obra de Joaquín Viera ¿no es por ventura un acto de alta justicia, de esa justicia que antes llamó relativa, y que viene a resultar absoluta, de lo más absoluto que podemos concebir? (AUGUSTA no dice nada. Su estupefacción la hace enmudecer.) ¿Comprendes ahora mi pensamiento, tonta? Yo propondré al monstruo pagarle el veinticinco por ciento de su crédito, y tengo la seguridad de que acepta. Gana un diez por ciento, si es que llegó a dar el quince, que yo lo dudo. La aspereza con que le recibí le habrá quitado toda esperanza de mejor arreglo, y no se lanza él a los azares de un pleito obscuro y de éxito dudoso.
Como hombre muy necesitado, que vive siempre al día, es de los que prefieren pájaro en mano a ciento volando. Le conozco bien, y estoy segurísimo de que aceptará. Pues bien, con el resto, hasta el total del importe de la obligación, constituiré un fondo que asegure a Federico y a Clotilde una renta decorosa, poniéndolo a su nombre en títulos intransferibles. Federico podrá vivir de este modo en modesta holgura, y si es hombre capaz de apreciar los beneficios de la vida ordenada, no dudo que su nueva situación bastará a corregirle de ciertos resabios. He pensado también que la distribución no debe, en justicia, hacerse por partes iguales, porque Federico tiene deudas y Clotilde no. Además, el que será marido de esta dispone de otros medios de vivir, que a su cuñado le faltan, por lo cual juzgo equitativo asignar a Federico dos partes y una a Clotilde. Detalle es este discutible, y que podrá modificarse con los reparos que pongas a mi plan, del cual has dicho tantas perrerías antes de conocerlo.
AUGUSTA.— (en un rapto de entusiasmo.) Tomás, hay que rendirse a tu bondad y a tu entendimiento, que ya me parecen sobrenaturales... ¡Qué hombre! ¡Qué gloria para mí tenerte...! (Le abraza con efusión.) Debo adorarte de rodillas... ¡Qué grande eres!
OROZCO.— ¿Apruebas mi plan?
AUGUSTA.— ¿Cómo no? (Llora.) ¿Ves? Se me saltan las lágrimas de alegría... de admiración... (Para sí, conteniéndose.) ¡Dios mío... me estoy vendiendo... qué indiscreta soy! (Alto.) Pero no... Si tu increíble generosidad me entusiasma, como rasgo de exaltada simpatía humana, con la fría razón, como esposa tuya, debo decir que me parece un acto de... de hermosa locura... un disparate que raya en lo sublime. (Confundida.) En fin; todo lo que quieras. Nunca me opondré a tu voluntad en cosas de esta naturaleza. Cuanto imagines será acertado y merecerá mi aprobación.
OROZCO.— Ahora sólo falta que el tontín de Federico, con su carácter susceptible y vidrioso, nos suscite dificultades. Todo podría ser. Hay que salirle al encuentro.
Háblale tú. Preséntale la cuestión con tacto y diplomacia.
AUGUSTA.— ¿Yo...? (Cortada.)
OROZCO.— Y te encargo expresamente que procures alejar de su ánimo toda idea de gratitud.
AUGUSTA.— ¡Por María Santísima, Tomás! ¿Cómo pretendes que no agradezca...? ¿Quieres que sea tan monstruo como su padre?
OROZCO.— No es eso. Que agradezca en su fuero interno todo cuanto le plazca; pero que no lo manifieste a nadie, y menos a mí. Me gustaría que no viese en esto una generosidad mía, sino un caso legal. Persuádase de que el donativo le viene de su padre, no por voluntad de este, sino por una combinación que los favorecidos no deben examinar ni discutir... En fin, que no puedo descender a estos pormenores.
Fácilmente, concibo una idea, y la convierto en hecho con poderosa voluntad; pero en la aplicación flaqueo... lo reconozco. (Con inquietud.) Encárgate tú de estas menudencias de la realidad. Hazle ver que esto no es donación, que es más bien una triquiñuela encaminada a fines de justicia... (Nota que AUGUSTA, profundamente pensativa, no presta atención a sus palabras.) ¿Te enteras de lo que digo? ¿En qué estás pensando?
AUGUSTA.— (turbada.) Nada... pensaba... Si... te escucho... Justo, una triquiñuela... Perfectamente. Estamos conformes.
OROZCO.— Mis pretensiones van más lejos aún. Yo aspiro a que Federico y Clotilde se reconcilien, a que vivan juntos los dos, es decir los tres, y que Santanita y Federico se miren como lo que deben ser, como hermanos.
AUGUSTA.— Paréceme mucho pretender, Tomás.
OROZCO.— Te advierto que Santana es una gran capacidad para la administración.
Yo que Federico, me entregaría a él en cuerpo y alma para el gobierno de mi casa y de mis intereses. Conviene indicarle esto para que se vaya acostumbrando a la idea de las paces con sus hermanos.
AUGUSTA.— (dando un gran suspiro.) ¡Ay, nobles ideas; pero qué inmateriales, querido! Son como formas vaporosas que parecen figuras. Intentamos cogerlas, y se nos desvanecen entre los dedos.
OROZCO.— Sutil estás.
AUGUSTA.— ¿Quién no lo estará oyéndote? Inspiración contagiosa. Tu pensamiento brilla demasiado para que en mí no se refleje algo de su luz. Mi desgracia es que no puedo seguirte a esas esferas del bien supremo. Veo la realidad mejor y más de cerca que tú, porque soy peor que tú, claro está, y porque vivo más próxima al suelo. Tu proyecto de reconciliar a Federico con Santanita, y de que vivan juntos y confundan sus intereses, me parece un delirio.
OROZCO.— Soluciones que en principio nos parecen irrealizables, en la práctica y por suave gradación llegan a ser posibles y aun fáciles. Sé que Federico, al pronto, se sublevará; pero hay que empezar por manifestarle este proyecto y sugerirle la reconciliación. Abordemos la delicada empresa... (Con una idea repentina.) Convendría enterarle por escrito...
AUGUSTA.— (vivamente.) ¡Ah!, sí, yo le escribiré... Es mejor; así se expresan las ideas con claridad y se dice lo que conviene. Déjalo de mi cuenta. (Turbada y desanimándose.) Pero no... no sé... ¡Ah! Tomás, yo dudo mucho que ese hombre...
OROZCO.— La rutina se rebela contra el bien, harto lo sé, como el niño que se resiste a tomar las medicinas. Pero es nuestro deber mandarle que las tome. Se me figura que dando a todos los medios de vivir bien y de ser felices, es imposible que ellos se obstinen en amarrarse a la desgracia. El bienestar lleva en sí mismo una fuerza persuasiva incontrastable. Yo tengo fe, y nadie me quita este placer íntimo, este regocijo de conciencia, por haber intentado corregir, con medios prácticos, una grave anomalía social. Créelo, hija mía, el único goce efectivo es este. Lo demás es miseria, pequeñez, satisfacción de antojos pueriles... (Se sienta junto a la chimenea, y contemplando el fuego, cae en profunda meditación.)
AUGUSTA.— (para sí, observándole con fijeza y temor.) Inquietud vivísima llena mi alma. No sé qué siento; no sé qué temo. ¿Esto que veo es grandeza de alma en su grado mayor, o ebullición intelectual producida por un desquiciamiento del cerebro? ¿Serás tú la perfección humana, y no podré yo comprenderte por ser, como soy, tan imperfecta? (Con exaltación.) Impulsos siento de adorarte, como adoramos a los seres sobrenaturales; y de rodillas ante ti, como si estuvieras en un altar, te diría que nada hay entre tú y yo que nos una, nada que humanamente nos ligue, nada más que el lazo del culto que te debo y que te tributaré. Soy poco para ti en el orden espiritual, porque soy simplemente una mujer. Eres mucho para mí porque has dejado de ser un hombre.
Pone la mano sobre la cabeza de OROZCO, el cual, profundamente abstraído, parece no darse cuenta de la proximidad de su esposa.