II
Engracia, invitada por los de Sanahuja, llegó a Aranjuez al siguiente día. Desde que acaeció la prisión de Leonardo, la pobre viudita se había desmejorado mucho, merced a la infernal tiranía de doña Bernarda, dirigida en lo espiritual así como en lo humano por el padre Corchón. Engracia había sido constante y firme en sus sentimientos, a pesar de todo, y lejos de disminuir su afecto hacia la pobre víctima de la Inquisición, se había aumentado, alimentando sin cesar una remota y endeble esperanza. Pero no había vuelto a recobrar su buen humor, y el trasladarse a Toledo, precisamente cuando el pobre preso había sido también conducido a las cárceles de esta ciudad, no era el mejor medio para curarse de sus melancolías. Doña Bernarda estaba, no obstante, muy tranquila, confiada en la solidez probada de los muros del Santo Oficio, y creía que la pasión de su hija se enfriaría poco a poco hasta llegar a su completa extinción.
Pero dejemos a un lado estas consideraciones para venir a lo que ahora nos importa: a que Engracia, entretenida en presenciar los esparcimientos bucólicos de su amiga, y habiendo hecho al pastor Fileno un interrogatorio parecido al que hemos copiado, comprendió al instante que era hermano del amigo de su desgraciado novio. Al momento enteró de todo a los señores de Sanahuja, asegurándoles que el hermano de Pablillo vivía, que estaba en Madrid, y que había hecho inútiles pesquisas por encontrar al pobre niño abandonado.
Los padres de Pepita creyeron en conciencia que debían mandar a Pablillo a Madrid. De este modo hacían una obra de caridad, y al mismo tiempo le quitaban a la pastora Mirta su juguete. Así se convino, en efecto, sin más discusión, y aunque ocurrió el inconveniente de no saber dónde Martín habitaba, Engracia lo arregló todo diciendo que ella escribiría a D. Lino Paniagua remitiéndole el chico para que se hiciera cargo de entregarlo a Muriel. Se notificó a Pepita la determinación, y que quieras que no, Fileno fue despojado de sus cintas y encomendado a unos arrieros que al día siguiente salían para la Corte. La felicidad de Pablillo, que se había visto transportado a un Edén, donde no se le ocupaba en otra cosa que en brincar y en poner atención a las estrofas de Meléndez y de Cadalso, concluyó de repente, y cuando se vio en poder de los arrieros le pareció que todo aquello había sido un sueño.
No seguiremos a Pablillo en su viaje antes de hacer mención de la llegada a Aranjuez de doña Bernarda, la cual, encontrándose muy sola por la ausencia de su hija, y aún más por la de Corchón, determinó ponerse en camino, cediendo al fin a las muchas indicaciones de los Sanahujas. Llegó con todo el cuerpo molido, renegando de los zagales y carromateros, de la distancia, del tiempo, de la contrariedad de habérsele olvidado su libro de horas y una pasta de chocolate para la jornada.
—¿No sabe usted, Sr. D. Cleto —decía a los diez minutos de haber llegado—, no sabe usted como he tenido ayer carta del padre Corchón? No tardará mucho en volver. ¡Qué de cosas dice! Está muy ocupado. Ya lo creo. ¡Como que habrán ido pocas personas a consultar con él negocios de Estado! ¡Pues si viera usted, D. Cleto, el cariño que le ha puesto D. Juan Escoiquiz! ¡Vamos, que ya para él no hay más que D. Pedro Regalado! Corchón para arriba, Corchón para abajo, y sin Corchón no hay nada. Le digo a usted que están locos con él, y si cae Godoy, como dicen, y sube el Príncipe, ya le tenemos obispo, y no así de cualquier parte, sino de Salamanca o León, cuando menos, a no ser que en dos palotadas me lo hagan arzobispo, como merece... Pero hijas, ¿no sabéis que a Pluma le han puesto preso? ¡Si vierais cuántas novedades me cuenta! Y de Susanita, ¿no sabéis nada? Pues hijas, se ha enamoricado de un hombre, ¡santo Dios!, del mismo Enemigo. Y la robó una noche, y no se ha vuelto a saber de ella, pues parece que la tiene escondida en una cueva. Si me he quedado muerta... ¡y qué gente tan mala hay en el mundo, señor D. Cleto! A mí que no me digan; si se hiciera un buen escarmiento... Pero, como dice D. Pedro Regalado, mientras están las riendas del Gobierno en manos del Guardia...
Doña Bernarda, sin dar tiempo a que los demás le contestaran, continuó en su charla infatigable, ávida de desembuchar lo que traía en el cuerpo.