II
Leonardo consagraba su vida y su tiempo a lo que entonces se designaba con una palabra un poco malsonante hoy, pero que emplearemos por necesidad, a cortejar. No indica precisamente esta voz corrompidas costumbres ni licencioso libertinaje. Más general, expresa la ocupación, en cierto modo insulsa, de los que aman por pasatiempo y por una especial necesidad de espíritu en que la pasión tiene muy poca parte. Leonardo, pues, cortejaba, siguiendo la corriente poderosa de la juventud de su tiempo, que no conocía ocupaciones de otra especie, que no tenía libros en que estudiar, ni cátedras o tribunas donde discutir. El último tercio del siglo XVIII y los primeros años del presente fueron la época de las caricaturas. La de D. Juan no había de faltar en aquella sociedad, que Goya y D. Ramón de la Cruz retrataron fielmente y con mano maestra.
Leonardo, pobre, caído desde la altura de su noble origen a la miseria de su humilde existencia, se ocupaba en enamorar escofieteras y tal cual petimetra de la clase media, perdida a prima noche en los laberintos de Maravillas o Lavapiés. Pero la indigencia no podía desmentir su alta prosapia, y ésta se manifestaba en un presuntuoso deseo de llevar su derecho de conquista a una sociedad más distinguida. En tan atrevida aspiración, deparole el Cielo o el infierno una misteriosa y recatada beldad en cierta novena de San Antonio, a que asistía con hipócrita fervor; y aquí comenzó al par que una serie de amorosas glorias y platónicos deleites, la serie de sus grandes apuros económicos.
Era en extremo curioso entonces ver el afán con que Alifonso componía la casaca de su amo, dándole un corte que, si bien la dejó algo rabicorta, la asimilaba a las que en aquellos días eran de moda entre los currutacos. Al mismo tiempo cogía los puritos a las medias y galonaba la chupa; robaba con mucha gracia a sus compañeros de profesión algunas esencias con que perfumar los pañuelos de Leonardo, condición indispensable para ser caballero entonces, y, por último, planchaba y pulía el arrugado sombrero, haciéndole pasar por joven, sobre todo si la noche se encargaba de ocultar sus tornasoladas tintas y tapar otras muchas inveteradas fealdades. Con este atavío, el galanteador salía a la calle hecho un marqués, sobre todo de noche, pudiendo así retardar lo más posible el desengaño de la dama, y ocultar la desnudez efectiva de quien no tenía más tesoros que los de su fácil afecto.
Cuando Muriel llegó, Alifonso hubo de hacer un nuevo alarde de su fecundo genio, pues los vestidos del joven filósofo no eran los más a propósito para presentarse delante de una persona como D. Buenaventura Rotondo y Valdecabras. Sujetose a prolongado tormento la única casaca que poseía; empleáronse las prodigiosas lejías que habían rejuvenecido las chupas de Leonardo, y el sombrero gimió bajo las planchas del hábil confeccionador, por lo cual, y mientras duraron tan complicadas operaciones, tuvo Martín que guardar un encierro de cuatro días, viéndose imposibilitado de visitar a la persona a quien había sido recomendado.
Ésta, sin embargo, quiso anticiparse, tal vez deseosa de conocerle, y una mañana, cuando menos se la esperaba, se presentó en la casa de la calle de Jesús y María en busca de Muriel. Era el Sr. de Rotondo persona de mediana edad, amable, pero con cierto agrado empalagoso, que más parecía obra de un detenido estudio que espontánea cualidad de su carácter. Vestía con extremada pulcritud, y en su andar, como en sus miradas, había siempre expresión de recelo. Cauteloso o asustado siempre, no se atrevía a dar un paso sin mirar antes donde ponía el pie. Su vista al entrar en un sitio recorría las paredes, escudriñaba las puertas, parecía querer penetrar en el interior de lo más reservado y oculto, y al sentarse, sus manos tanteaban el asiento, como si temiera ser víctima de alguna burla o asechanza. Pero en ninguna ocasión se ponía en ejercicio su desconfianza observadora tan activamente como mientras conversaba con alguien. El Sr. de Rotondo no perdía sílaba, ni modulación, ni gesto, ni ligera contracción facial, nada. Su atención era provocativa, y por su parte él hablaba despacio, como no queriendo decir palabra alguna que no fuera precedida de una seria meditación. En general, ni su presencia, a pesar de ser persona siempre acicalada y compuesta, ni su conversación, a pesar de ser hombre culto y con cierto gracejo, despertaban ningún sentimiento afectuoso. No se podía mirar sin recelo a quien era el recelo mismo. Al presentarse ante Muriel, hízole varias cortesías con muy artificiosa finura, y después de pasear su mirada por cuantos objetos había en la habitación, tomó una silla, y asegurándose con cuidado de su solidez, se sentó en ella, entablando con el joven la siguiente conversación.