I
La escena que hemos referido es de todo punto necesaria para comprender la impresión que produjeron en Muriel al volver de Alcalá las estupendas novedades ocurridas en la casa durante su ausencia de tres días. Llegó por la noche, y al entrar por la calle de Jesús y María siente detrás un pertinaz ceceo; vuelve la cara y ve en la esquina un hombre muy envuelto en su capa, que con la mano le hace señas de acercarse. Se dirige a él y reconoce a Alifonso, a pesar de la consternación y palidez que desfiguraba el semblante del pobre barbero.
—¿Qué hay? —preguntó comprendiendo que algo grave había pasado.
—No suba usted, señor, no suba usted —dijo con trémula voz el mozo.
—¿Pues qué ocurre?
—Pueden echarle mano. ¡Oh!, no sé cómo pude escapar.
—¿Y Leonardo?
—Hace dos días que se lo han llevado.
—¿Adónde?
—A la Inquisición.
—¡A la Inquisición! ¿Qué has dicho? —exclamó Muriel, creyendo que había oído mal.
—Lo que usted oye. A la Inquisición, al Santo Oficio en su mesma mesmedad.
—¿Qué estás diciendo? Tú estás loco.
—¡Ay, señor, por desgracia estoy despierto! Pero alejémonos de aquí, y le contaré a usted todo.
—Pero si esto parece una burla o... Vamos, Alifonso, ¿es esto alguna broma de Leonardo? Tú eres muy travieso.
El barbero se había llevado la mano a los ojos en ademán de limpiarse algunas lágrimas, y Muriel ya no dudó que la cosa era seria. Alejáronse de allí y fueron a sentarse en el escalón de una de las puertas del cercano convento de la Merced.
—Pues Sr. D. Martín —dijo Alifonso— esto es tremendo. Las carnes me tiemblan todavía. Pero yo juro que he de retorcerle el pescuezo a doña Visitación, que es más tonta que una marmota. No sé cómo no me comí a los alguaciles que fueron allí a prender a mi amo.
—Bien, deja ahora aparte las heroicidades que no has hecho y cuenta bien y con orden —dijo con la mayor impaciencia Martín.
—Pues señor, el martes, que en martes no puede pasar nada bueno, estaba yo poniéndole un botón a la casaca de mi amo; ya le había limpiado las hebillas y tenía enhebrada con la seda la aguja para cogerle a la media ciertas ortografías, cuando llaman a la puerta; miro por el ventanillo y veo unas caras... Aquello me olió mal; pero el amo me mandó que abriera, y abrí. Ello es que eran seis, si mal no recuerdo, y dos de ellos traían unas cruces verdes, y todos vestían de negro, de tal modo que me espanté y no supe contestar a sus preguntas. Yo no sé qué respondí; ellos dijeron que yo era un mentiroso, y a la verdad, así fue, pues no me sacaron el nombre de mi amo, por más que el uno de ellos me clavó unos ojazos que me querían comer. Entráronse de rondón todos en la casa, y era cosa de ver cómo andaba la vecindad por la escalera atisbando lo que pasaba, y exclamando las mujeres y los chicos: «La Inquisición, la Inquisición en casa de D. Leonardo». Doña Visitación cayó como un saco, y yo, lo confieso, me puse a temblar como si ya sintiera en las espaldas las disciplinas del verdugo. Mi amo no se acobardó, y faltó poco para que la emprendiera a porrazos con toda aquella patulea. Ya usted ve: así de pronto... con el coraje... Hubiera hecho mal; porque aquellos son ministros de Dios. Yo soy buen cristiano, Sr. D. Martín; pero ¿a qué vienen esas cosas de la Inquisición? Es mucho cuento el tal Santo Oficio: que si son herejes, que si no son herejes. ¡Y por eso azotan a la gente!... Y dicen que antes los asaban como si fueran conejos. ¿Verdad, señor, que si no sueltan pronto a mi amo es preciso andar a bofetones con esa gente?... porque yo tengo un genio...
—¿Y le prendieron? —preguntó Martín, poco atento a las consideraciones de Alifonso sobre el Santo Tribunal.
—¿Que si le prendieron? Aunque hubieran sido dos. Pues digo: iban también por usted. Puede dar gracias a Dios por haberle ocurrido ir a Alcalá; que si está en Madrid me lo cogen y de patitas me lo zampan en la cárcel.
—¿Y él no hizo resistencia?
—¡Quiá! Al principio, como que quiso... pues; pero eran muchos los otros y no tuvo más remedio. Le bajaron, le metieron en un coche, y agur. Esto me lo han contado, porque yo, señor, en cuanto vi las cruces verdes, eché a correr y por el desván me salí a los tejados, donde estuve un día y una noche haciendo el gato; y cuando la tocinera de la guardilla se asomaba, tenía necesidad de agazaparme y dar algún maullido para que no me conocieran. En toda la noche tuvo el alma en mi almario, y no sé lo que hubiera sido de mí si el del tinte, que vive en la guardilla de la izquierda, no me hubiera dado asilo.
—¿Y se lo llevaron? —preguntó otra vez Martín, que en su asombro necesitaba nuevas afirmaciones para creer que aquello no era sueño.
—No allí lo dejaron de muestra —contestó con sorna el barbero—; se lo llevaron. La vecindad está toda escandalizada, y ya creo que se han gastado tres azumbres de agua bendita en santiguar la casa. Todos andan como moco de pavo, muy devotos y rezones, y esta noche creo que van a hacer un sahumerio de romero bendito y raspaduras de cuerno para limpiar la casa de maleficio.
—¿Y él no decía nada?
—Si he de decir la verdad, yo no lo sé, porque me escurrí, como he contado. Pero según unos, al salir dijo mil blasfemias y cosas malas contra Dios y la Virgen; yo no lo creo, porque el señor es buen cristiano. Según otro, dijo: «Si Martín estuviera aquí...», como dando a entender... pues. ¡Fuerte cosa ha sido ésta, señor, y cuando considero que mi amo está en un calabozo, comiéndose los codos de hambre!... Pero ¡ah!, ¡la tía Visitación! ¡Que no la vea yo con coroza por esas calles! Con sus devociones y aquellos singultos que le dan, tiene peores entrañas que una hiena. Contarele a usted lo que ha pasado hoy.
—¿Tú no has vuelto a la casa?
—¿Qué había de volver? ¡Pues bonito está el negocio para meterse allí! Hasta que esto no se aclare no me ven el pelo. De esa gente de las cruces verdes hay que estar a cien leguas. Pues contaré a usted. Hoy han ido esos cafres a tomar declaraciones y a enterarse... pues... Lo primero que les dijo la perra de doña Visitación fue que era yo el demonio mismo o tenía tratos con él. Riéronse los inquisidores, según me contó la del tinte, que estaba allí; pero la maldita vieja insistió en ello, asegurando que yo andaba siempre manejando lejías y brebajes. Eche usted cuenta... que yo tenía mil potingues de elixires y drogas, y que una vez había convertido un jamón en violín. ¡Ha visto usted qué tía estropajosa! Dijo también que los tres estábamos toda la noche dando aullidos y cantando cosas malas. De usted no asegura ninguna cosa mala, ni de mi amo tampoco, a no ser aquello de las griterías; pero de mí no quedó peste que no dijo la maldita vieja. Mas llamaron a declarar a las escofieteras: ya usted sabe que el amo tenía mucha broma con el marido de la casada, y que si hubo, que si no hubo aquello de... déjelo usted estar; lo cierto es que las dos no nos podían ver ni pintados, sobre todo la Teresita, aquella de los ojuelos negros. Dijeron que nosotros éramos gente perdida, que teníamos alborotada la vecindad con nuestras maldades y que usted había traído un barco cargado de libros diabólicos y perversos que estaba vendiendo de ocultis. Dijeron también que el Jueves Santo por la noche yo había estado bailando y que mi amo tenía un licor infernal para adormecer a las muchachas. Pero ¿a qué es cansarnos? ¡Fueron tales las iniquidades que aquellas pelandruscas inventaron! ¡Ah!, también se les ocurrió... las colgaría por el pescuezo en los dos balcones de la casa... afirmaron que algunas noches sentían en nuestra habitación lamentos de niño y que se horrorizaban todas... ¿Ve usted qué farsa?, y aseguraron que mi amo robaba chicos y les sacaba la sangre para hacer sus brebajes.
Muriel no pudo reprimir una exclamación de horror al oír el relato de las soeces declaraciones de aquella vecindad implacable, enemiga de los pobres vecinos del piso segundo. Estaba absorto ante la novedad de aquel triste suceso que se presentaba con tan graves y alarmantes caracteres, y aún no había en su espíritu la serenidad suficiente para juzgarlo y determinar lo que allí había de monstruoso o ridículo. La Inquisición ha sido siempre una mezcla de lo más horrendo y lo más grotesco, como producto de la perversidad y de la ignorancia.
—¿Y no registraron las habitaciones? —preguntó.
—¡Pues no!, la puerta estaba sellada con cera verde; abriéronla y no dejaron cosa alguna en su sitio. Uno hojeaba todos los libros de usted, y después de sacar un apunte de lo que eran, cargaron con ellos, sin dejar una hoja. También se llevaron el pedazo de aquella estampa de la Virgen del Sagrario que usted quiso quemar, porque era un mamarracho muy feo, y no gustaba de ver representada a Nuestra Señora con semejante carátula. Sobre esto me han dicho que hicieron muchos aspavientos los clerizontes. De los papeles no dejaron uno, incluso las cartas de... ¡Pobre señorita Engracia, cómo se quedará cuando sepa tales horrores!... Cuando se echaron a la cara el título de aquella obra que usted leía... ¿Cómo era?... Sí... escrita por un tal Chasclás o Blaschás...
—Por el barón de Holbach.
—Eso es, eso; pues uno de ellos lo escupió. Y cuando abrieron otro libro y vieron en la hoja... todo esto me lo ha contado la tintorera, que estaba allí, y no se acordaba de los nombres... Era aquel libro en que yo leía por las noches, cuando estaban fuera... era una cosa así como don Lamberto.
—Sí, d'Alembert.
—Ese mismo. Pero el que los puso furiosos, tanto que uno de ellos dijo unos latinos y hasta dudó el cogerlo en las manos como si le mordiera, fue aquel que a mí me gustaba tanto: aquel que tiene una estampa de un rey a quien le cortan la cabeza con una gran cuchilla que sube y baja...
—En fin —dijo Muriel—, se lo llevaron todo.
—Todo... no dejaron ni tanto así de papel. Se llevaron las cartas, los papeles de la renta del amo y aquel legajo que mandaron de su pueblo... Todo, todo, menos la ropa, que tiraron por el suelo después de haber registrado los bolsillos. Doña Visitación la ha guardado toda esta tarde, y yo voy a ver si se la entrega a la del tinte para que nos la dé.
—¿Por qué no vas tú por ella?
—Cepos quedos —contestó Alifonso—. Me parece que estoy viendo todavía las cruces verdes, y además yo desconfío de aquella vieja, que es capaz, si me ve entrar, de ponerse a dar gritos en el balcón, diciendo: «¡Ya pareció, ya pareció!». Estemos en paz con nuestro pellejo; que más vale pasear por las calles, aunque con miedo, que pudrirse en un calabozo de la Inquisición. Además, yo espero de este modo servir a mi amo... pues entre los dos... Ya hoy he dado algunos pasos.
—¿Qué has hecho?
—Pues en cuanto supe lo del reconocimiento me eché fuera, y envuelto en mi capa me fui a casa del abate don Lino Paniagua a contarle lo que pasaba. Pues vea usted, ya me dio alguna esperanza, y me consoló bastante, porque, ¡ay!, ayer tenía el corazón como un puño.
—¿Y qué te dijo ese D. Lino? —preguntó Martín con mucha curiosidad.
—Que cuando usted llegara fuese a verlo, para decirle él lo que tenía que hacer.
—Pues iré esta noche misma, si es preciso.
—Según me dijo, a usted le será fácil conseguir que echen tierra al asunto, porque, aunque esos de la Inquisición son gente de malas entrañas, parece que uno del Consejo Supremo es primo de la hermana de la mujer del cuñado o no sé qué de ese señor conde de Cerezo, a quien usted conoce.
—¡Yo!... De Cerezuelo, querrás decir. ¡Pues es buena recomendación la mía para esa gente! —dijo con ironía Martín—. El tal D. Lino no sabe lo que dice.
—En fin, él lo enterará a usted. ¡Pobre señorito D. Leonardo; verse encerrado en una prisión sin haber hecho mal a nadie! Vamos, cuando lo pienso me dan ganas de becerrear como un chiquillo.
—Esta noche misma iré a casa de ese Sr. Paniagua a ver qué me dice —indicó Martín levantándose con resolución.
—Mejor es, porque ¿qué se pierde con tomar la cosa con tiempo? Pero mucho cuidado, que si me le echan mano...
Ambos personajes avanzaron juntos a lo largo de la Merced, y hasta la esquina de la calle del Burro, donde vivía el abate, no se separaron. Muriel estaba muy abatido, y Alifonso, por la desgracia, no había dejado de ser charlatán. El primero ya no tenía fuerza para hacer frente a las desventuras, y su desprecio a los acontecimientos se trocaba lentamente en un pavor casi supersticioso que se acrecentaba a cada nuevo golpe que recibía. Empezaba a creer en una lección providencial, en un castigo tal como nunca su conciencia de filósofo esperó recibirlo, y en su espíritu había por lo menos una tregua con la Divinidad. Estaba confundido, anonadado. No sabía si seguir despreciando a su época, u odiarla con más fuerza; y la sociedad empezaba a parecerle demasiado fuerte para que fuera posible luchar con ella. La corrupción era invencible, porque era a la vez fanática, y parecía más fácil destruir aquella generación que convencerla. Con estos pensamientos, dominado a la vez por la tristeza y el recelo, el corazón desgarrado y el alma escéptica, entró en casa del abate.