I
Después de la entrevista con los grandes señores de Enríquez, Muriel determinó volverse a su antigua casa de la calle de Jesús y María. Ya fuera porque no sentía temor alguno a las visitas de la Inquisición, después de aquella entrevista no explicada ni comprendida aún, ya porque no gustaba de ocultarse ni menos de habitar en compañía de D. Buenaventura, lo cierto es que abandonó la calle de San Opropio, a pesar de que su dueño le instaba a que se quedase.
El último día que Muriel estuvo allí, Rotondo le presentó dos caballeros de muy raro aspecto y traje, que se decían entusiasmados con las ideas filosóficas y revolucionarias. El uno, que era un joven mal vestido y de tristísimo semblante, habló largo rato con Muriel, exponiéndole su doctrina, que consistía en pegar fuego a todas las ciudades y llevar al cadalso a cuantos nobles, frailes y gente real se hallaran en la Península. Sotillo, que así se llamaba, era un hombre dominado por perpetua cólera. Su rabia insensata y su excitación le asemejaban al pobre La Zarza, más loco sin duda, pero menos repugnante. Muriel, después de hablar largamente con aquel que ahora llamaríamos demagogo o comunalista, y que era de los que entonces solían llamarse francmasones, comprendió que en espíritu tan extraviado por siniestras venganzas no había idea alguna política ni filosófica, sino tan sólo el despecho que suele verse en la inferioridad envidiosa, que no conoce otro medio de parecer grande sino rebajando a toda la sociedad hasta su nivel.
El otro era un vicio no menos rabioso y entusiasta, aunque de humor algo festivo a intervalos y muy satisfecho de su poder y travesura. Llamábase D. Frutos, y es cosa averiguada que anduvo en su juventud y por mucho tiempo jugando al escondite con la justicia, hasta que ésta al fin se dio tal arte que le echó mano y le envió a Ceuta por diez años. Tales antecedentes no le impedían que afectara en su conversación una rigidez de principios morales enteramente catoniana; y si no diera espanto con sus planes de incendio y asesinato, parecía un santo varón. Ni uno ni otro lograron valer gran cosa, a pesar de sus exageraciones revolucionarias, en el ánimo de Martín, que tuvo bastante penetración para ver en ellos los perjudiciales elementos de acción que unen siempre a toda idea incipiente para deshonrarla. Ambos mostraron una gran admiración, no sabemos si real o artificiosa hacia Muriel, y no acababan de alabarle como el más sabio, el más profundo, el más atrevido de los revolucionarios. Martín no sintió, sin embargo, apego alguno a la confraternidad de aquellos hombres; la cabeza no quería valerse de dos brazos tan rudos y bárbaros; la idea no anhelaba el concurso de aquella acción frenética. Fuese, pues, a su casa con intención de no volver, y ellos no quedaron muy satisfechos de la entrevista. Como dato preciso, recordaremos lo que el Sr. Rotondo dijo al verle partir a sus dos originales y desalmados amigos:
—Me parece que todos mis esfuerzos son inútiles. Mientras no pierda esos aires de gran hombre...