IV
Dos pajes, que hasta entonces se habían mantenido a respetuosa distancia, sacaban de dos enormes cestas la comida, hábil y suntuosamente preparada de casa del tío de Susanita. Los corpulentos zaques preñados del mejor vino de Yepes y de Valdepeñas, salieron en compañía de las olorosas magras, que bien pronto ocuparon hasta media docena de grandes fuentes de plata. El agua serena, limpia y sutil de la fuente del Berro transpiraba por los poros de grandes alcazarras, y los dulces, las pastas, las tortas y las frutas, puestas en vistosos canastillos, alegraban la vista y el estómago. Un paje tendía los manteles sobre el césped, y en las manos de otro resplandecía un puñado de tenedores de plata, que a estar en la diestra del febeo Pluma, le hubieran asemejado al dios Apolo esgrimiendo los rayos del sol. Empleamos esta figura, porque algo parecido cruzó por la mente del aturdido joven en aquellos momentos. Él hubiera descargado mil rayos sobre la frente de Leonardo, cuya conversación con doña Engracia tocaba ya los peligrosos límites de la familiaridad. Don Narciso, durante la comida (que no relataremos porque los pormenores culinarios de la fiesta nada han de influir en los sucesos de esta historia), recordaba que había visto el semblante de su improvisado rival en alguna parte. Por más que se calentaba la sesera no podía recordar dónde le había visto. Al fin creyó recordarlo, y dijo:
—Sr. D. Leonardo, aquí estaba pensando... Me parece que esta no es la primera vez que nos vemos.
—No sé, no recuerdo. —contestó Leonardo temeroso de que se descubriera el pastel de su supuesta condición forastera.
—Sí; me parece que no estoy equivocado. ¿No vive usted en la calle de Jesús y María?
—Yo, ¡qué disparate! Jamás supe dónde está esa calle —dijo Leonardo esforzándose en aparecer sereno y consiguiéndolo sin gran trabajo.
—¡Qué casualidad! Pues he visto allí uno que se parece tanto a usted... Yo conozco unas costureras del piso tercero, que me hacen corbatas y bufandas, y algunos días que he ido allí, recuerdo... tengo una idea de cierto escándalo...
—¡Oh!, usted me confunde con algún... —repuso Leonardo volviendo el rostro dirigiendo la palabra a Engracia.
—Pero, Pluma, por Dios —dijo doña Bernarda en voz baja y tirándole de la casaca—. Esa niña merece que la desuellen viva: ¿no ve usted cómo cotorrea con ese mozalbete? ¡Ah! ¡Por el Santo Sudario! ¡Cuándo volveré yo a fiestecitas a la Florida!
—A ver quién templa la guitarra. Don Lino, usted —dijo una de las muchachas.
Don Lino, que contaba en el número de funciones la de templar las guitarras para que otros cantasen, cogió el instrumento, y rasgueando con mucho primor, estiró y aflojó las cuerdas, dejándolo en perfecto estado. Después comenzó la cuestión sobre quién cantaba primero, y más aún sobre qué canción merecía los honores de la preferencia. «Pluma, usted». «Susanita, tú». «Vamos, D. Lino». «Anímese usted, Pepita».
Todos se resistían a empezar. Además, cada cual quería una canción distinta. —El frondoso, decía uno. —No, es mejor El codicioso, decía otro. —¡Ay, qué tontería! —Cantemos El bartolillo. —La urna es mejor.
—Por Dios, canten La pájara pinta. Pluma, ¿no sabe usted La pájara pinta? —dijo doña Bernarda.
—No, señora. Si no estuviera ronco cantaría el Pria che spunti, de Cimarosa —contestó Narciso, que sólo admitía la música de etiqueta.
—Déjese usted de esos lenguarajos. No me canten en inglés. La pájara pinta. Susanita, usted.
—Que cante D. Narciso —dijo vivamente Engracia, entregando la guitarra al petimetre.
—¡Oh!, no; estoy ronco, no puedo...
—Vamos, Pluma, Pria che spunti —dijo Susana.
—¡Oh!, sí; no nos prive usted de oír su hermosa voz —dijo Leonardo, a quien hacía Engracia señas muy significativas sobre el espectáculo que se preparaba.
Por fin, que quieras que no, y haciéndose de rogar, para dar más calor a la complacencia, después de mil excusas y de asegurar que iba a hacerlo muy mal, Pluma tomó la guitarra, limpió la garganta, miró al cielo luego a Engracia, y entonó el Pria che spunti. No podemos pintar los visajes, los movimientos del petimetre mientras sus exprimidos pulmones y su frágil garganta se esforzaban en emitir la inmortal canción. Él quería hacerlo de un modo tan fino, tan de etiqueta, tan clásico, que se convertía en verdadera caricatura. La viuda contenía con dificultad la risa, y Leonardo hacía demostraciones de gran admiración. La Diplomática no podía menos de dar a entender que aquello era muy superior a La pájara pinta, y el Marqués también hacía lo posible para pasar por culto, aunque en realidad prefería cualquier seguidilla. Cuando el músico concluyó, le aplaudieron a rabiar, especialmente Leonardo, que aseguró no haber oído nunca cosa semejante.
—Es bonito, sí —dijo doña Bernarda—; pero esa manía de cantar las cosas en inglés...
—No es sino italiano —se apresuró a decir doña Antonia—. ¡Oh! Mi padre alcanzó a Farinelli y decía que era una cosa... ¡ah!
Salomé cantó unas seguidillas después de mucho ruego, y la de Sanahuja, sin que se lo dijeran dos veces, cantó una larga y soporífera tonada pastoril, que no gustó más que al abate, el único que no se podía permitir estar descontento. Luego retozaron de lo lindo, volviendo Pepita a representar su farsa bucólica ayudada por el abate y la de Porreño.
El petimetre creía haber producido gran sensación en todos, mas no en la viuda, que después de haber oído a Cimarosa estaba más arisca que nunca. Pluma, desesperado al fin, se decidió a ser infiel después de meditarlo mucho, y fue derecho a Susanita para tomarla por pareja en el momento que se iba a bailar; pero ésta lo rechazó sin cumplimiento alguno, prefiriendo a Muriel, que en el mismo instante la invitaba. Corrido y confuso, Pluma no tuvo más remedio que bailar, ¡cielos!, con la Literata, que no cesaba de llamarle Dalmiro, Silvano, Liseno, Coridón.
—¿Quién es ese hombre ridículo? —preguntaba Martín a su hermosa pareja.
—Es uno de los primeros galanes de la Corte, un joven del mejor gusto —contestó Susana.
—¿Y en qué se ocupa?
—¿En qué se ocupa? Es rara pregunta. En nada. Pues qué, ¿las personas de etiqueta necesitan ocuparse en algo?
—No sé qué tienen para mí los jóvenes de esta clase —dijo Martín tratando de atenuar con una sonrisa la gravedad de lo que iba a decir—. Es tanto lo que les odio, que les daría de bofetadas de buena gana y por el más ligero motivo. Les aplastaría como se aplasta no a las culebras dañinas y venenosas, sino a los sapos y a los gusanos que no hacen mal alguno.
La hija de Cerezuelo clavó sus ojos negros y vivos en el semblante de Muriel, escrutando con atenta curiosidad aquel carácter que se le presentaba con rasgos tan originales.
—Es usted una fiera —dijo con mucha seriedad.
—No —contestó Martín—. Pero la frivolidad de estos preciosos ridículos me irrita. Yo soy así. Aborrezco con mucha violencia; y no puedo negarlo, hay gentes que deberían desaparecer de la sociedad.
—Pues se va usted a quedar solo —dijo Susana riendo.
Muriel no pudo menos de meditar un buen rato en la profunda verdad que encerraba aquella respuesta. ¡Solo!
—Quisiera encontrarme frente a frente con todos los petimetres de Madrid —dijo después—. Les temería tanto como a un ejército de hormigas.
—Veo que les tiene usted tan mala voluntad como a los frailes.
—Sin duda.
El minueto comenzó, y fue bailado tónicamente.
—Pero Pluma —decía doña Bernarda—, está usted hoy hecho un majagranzas. ¡Y mi hija bailando con ese Juanenreda! ¿Pero usted consiente esto? Pues digo... ¡Y Susanita con el otro! ¡Santa Virgen del Tremedal, qué par de enemigos nos ha traído el tal D. Lino!
—¿Quieres pastilla de rosa o de fresa? —preguntó el Marqués a la de Cerezuelo, presentándole la cajita.
—No quiero sino de limón —repuso Susana.
—De limón no he traído, hija. ¡Mira qué casualidad!
—Nunca trae usted lo que yo deseo. No puedo fiarme de usted para nada, señor marqués —contestó con mal humor la dama.
Ya la conversación de Leonardo con Engracia llamaba la atención de todos. Discurrían por las alamedas inmediatas, aparentando tomar parte en el inocente juego de Pepita, que hacía becerrear al abate, obligándole a desempeñar el papel de ternera. Pluma cogía el cielo con las manos, y acudía a Susana; pero ésta gustaba más de la conversación de Martín, cuya feroz antipatía a los petimetres y a los frailes no le causaba mucho horror.