IV
Hallábanse en la huerta del convento, sentados en un banco de piedra. Caía la tarde, y los últimos rayos del sol hacían proyectar oblicuamente la sombra de los grandes chopos, trazando largas y paralelas fajas en el suelo. Era la huerta un inmenso rectángulo formado por elevados muros, sin más comunicaciones con el exterior que una enorme portalada, por la cual, en el momento a que nos referimos, entraban dos asnos cargados con la colecta y conducidos por un buen lego que, sin compasión, y profiriendo tal cual terno, los arreaba. Enorme y frondosísimo olmo extendía su follaje obscuro muy cerca de la tapia y dando sombra a una noria, cuyo rumor, producido al perezoso girar de una paciente mula, era un arrullo que convidaba a la somnolencia. La vista y el oído reposaban dulcemente ante el efecto a la vez óptico y acústico de los círculos sin fin descritos por el humilde animal y de la periódica y regular caída del agua, arrojada a compás por los canjilones. Cavaba con mucho denuedo un padre en uno de los cuadros, de cuyos apelmazados terruños surgían las hojas exuberantes, retorcidas, verdeazuladas de las coles que allí se desarrollaban con frondosidad que tenía algo de voluptuosa. No se oía más que el ruido de la noria, el golpe de la azada, el canto de algún labriego que por el camino cercano pasaba, y los precipitados pasos de alguna res ansiosa de llegar al hogar. El viento era tan tenue que apenas movía los últimos y más endebles penachos de los chopos, plantados en uno de los lados del rectángulo. Ni una nube empañaba el cielo. No hacía ni frío ni calor. La uniformidad, la calma, la monotonía convidaban a fijar la mente en un solo pensamiento.
Tal vez por eso no parecía muy deseoso de hablar el joven, y dirigía la vista al suelo como abstraído. Pero el fraile, que era sumamente decidor, pugnaba por avivar la conversación siempre que su amigo la dejaba languidecer.
—Pues si quieres que te diga la verdad con franqueza, querido Martín —dijo—, yo creo que haces mal en ir ahora a Madrid. Vuélvete a tu Sevilla, donde mal que bien puedes vivir. Pero en la Corte... tú no eres abogado, tú no eres médico, tú no eres militar, tú no eres fraile, tú no eres clérigo, tú no eres petimetre, tú ni siquiera eres abate... Y a propósito: ¿por qué no solicitas un beneficio simple y te ordenas de menores, y te buscas una renta sobre cualquier diócesis? Ésta de Toledo no las tiene malas.
—¡Yo solicitar! —exclamó Muriel con expresión de desprecio—. Solicitar es comprar, es corromper al Estado entero, desde el alcalde de Casa y Corte y el corregidor perpetuo con juro de heredad, hasta el pinche de las cocinas del Rey y el limpiabotas de Godoy. Yo no solicito, porque soy pobre.
—Déjate de burlas, hijo, que es buena idea la que te he indicado sobre el cómo y cuándo de hacerte abate. Ese cargo no te estorba: es la carrera de los que no hacen nada; quedas libre para dedicarte a tus estudios, para leer los diarios y escribir en ellos si te acomoda. Pero, ¡ah!, Martincillo, si tu quisieras seguir mis consejos... si tú entraras en nuestra santa Orden. Hazte fraile y verás. Rétirate del mundo, donde no hallarás más que penas. ¿Te parece que aún no has tenido bastantes?
—Si yo me propusiera burlarme de la sociedad, de seguro haría lo que usted me dice —contestó Muriel sin mirar al padre—. A veces he tenido tentaciones de buscar la soledad y el retiro; pero ahora lo que deseo es presenciar los hechos del mundo y tomar parte en ellos. La soledad me mata.
—¡Pues si vieras qué buena en la soledad! —dijo el padre con expresión contemplativa —. No es necesario que renuncies por eso completamente al mundo. Por el contrario —añadió, dando a sus palabras cierto tono de positivismo—; desde aquí, y sin ser molestado por nadie, puedes influir en él y hasta ser poderoso. Desengáñate, hijo. La felicidad en la tierra está en estas santas casas. Tranquilidad y bienestar, ¿qué más puedes desear?
—Falta saber, padre, si eso durará mucho —replicó Muriel, que trazaba cuidadosamente algunas rayas en la tierra, con la punta de su bastón, observando con gran cuidado lo que hacía, como si aquello fuera un dibujo admirable—. Yo preveo el día en que todos ustedes salgan por ahí a buscarse la vida como voy yo ahora.
—¡Jesús y el seráfico! —exclamó el fraile—. Yo creí que con la edad se te curarían esas herejías. Nosotros que somos el amparo y el sostén del hombre; nosotros que le enseñamos a vivir y a ser bueno... Esas ideas que han venido de fuera nos van a dar que hacer... Pero, ¡ay!, Martincillo: eso no sienta bien en un joven como tú, de corazón y de ingenio. Pase que los que quieren encubrir sus criminales intentos con palabras filosóficas... Sobre todo, hijo mío, ya que tienes esas ideas, no las publiques. Cállate y aprende a vivir en el mundo... ¿No ves que así el mundo te despreciará y serás perseguido?
—Yo no puedo disimular —dijo Muriel borrando rápidamente todas las rayas que había trazado—. Expreso lo que siento, y no puedo renunciar a este placer, por ser el único que tengo.
—Mal camino, hijo. Yo sé —dijo el buen religioso bajando la voz—, yo sé que si nos metemos a averiguar ciertas cosas, encontraremos sapos y culebras; pero yo tengo experiencia y opino que el mundo debe dejarse como está. Sigue mi consejo. Deja esas ideas. Mira que son peligrosas, y algún día podrás ser perseguido y con razón. Ahora con el Gobierno de ese vil favorito, la religión santísima está bien defendida; pero deja que suba al trono nuestro muy deseado príncipe Fernando, y verás adonde van a parar los filósofos.
—Si no viene todo al suelo mientras reine el deseado Príncipe —exclamó con cierta expresión profética el joven—. Será más tarde o más temprano, pero que se viene al suelo es indudable.
—¿Qué? —dijo vivamente el padre, creyendo que la tapia no estaba segura.
—Ustedes, los privilegios, los mayorazgos, los diezmos, el Rey, Godoy y todo este modo de gobernar que hay ahora. Esto es tan indudable, que es preciso estar ciego para no verlo.
—Ríete de eso: lo que tiene por base la santa religión y este amor que hay aquí a los reyes... Aquí han hablado de Constituciones y cosas como las que hay en esos pueblos de allá... Pero eso no cuaja en esta tierra de la lealtad. Somos demasiado buenos para eso.
Es de advertir que fray Jerónimo de Matamala era hombre de instrucción y claro talento, y había sido de los que primero dieron oído a las nuevas ideas. Educado en Salamanca, fue uno de los más afamados poetas de aquella insulsa escuela, donde se le conocía con el pastoril nombre de Liseno. Como fray Diego González y el padre Fernández, no se desdeñaba de cultivar la poesía amatoria, fingiéndose pastor y creando un tipo de mujer a quien dirigía sus versos. Esto era costumbre y nadie se escandalizaba por ello. Pero a fines de siglo las ideas de indisciplina filosófica y política cundieron por las aulas salmantinas. Fray de Matamala, que fue de los primeros en quienes hizo efecto la invasión, se contuvo más por cálculo que por fe: guardábase muy bien de mostrar lo que había aprendido, matando en flor en su entendimiento la naciente protesta. Sabía muy bien lo que eran los derechos del hombre, y conocía todos los argumentos del ateísmo; conocía a Rousseau y aun algo más; pero afectaba una ignorancia absoluta de tan peligrosas materias. Esto parecía pasar por hipocresía; pero nosotros creemos que aquello no era sino miedo. Quería engañarse a sí mismo, quería olvidar lo que había aprendido, y le parecía que olvidándolas, aquellas ideas dejarían de existir. Cerraba los ojos ante el abismo, esperando de este modo, si no evitarlo, vivir tranquilo hasta que llegara la catástrofe.
Instalado en Ocaña, Matamala sostenía correspondencias muy activas con varios personajes de la Corte, por lo cual vivían sobre ascuas sus cofrades, sospechosos de que tomaba parte en alguna intriga política. Al buen franciscano no le faltaban entretanto mil recursos para desvanecer estas sospechas.
—Bien; dejemos este asunto —dijo, afectando una compunción que no sentaba mal a sus hábitos sacerdotales—. Yo te profeso un afecto entrañable; yo fui amigo de tu padre, que gloria haya... pero no renovaré tu sentimiento. Vamos al caso. Aunque no quieres seguir mis consejos, quiero servirte, y hoy mismo le voy a escribir a un señor de Madrid, amigo mío, para que te proporcione algún trabajo, y te ayude en eso que vas a pedirle al conde de Cerezuelo. Pero, hijo, sé bueno. Cree en Dios. No pierdas por lo menos el respeto exterior que se debe a sus ministros. Esto es lo importante. Sé respetuoso con los grandes señores, con los personajes de ilustre prosapia.
—Sí —contestó el joven con desdén—; cuando les veo entregados a todos los vicios, ignorantes, llenos de preocupaciones, holgazanes, indiferentes al bien de estos reinos y de la sociedad. Poseen todas las riquezas de que no es dueño el clero. Comarcas enteras se esquilman en sus manos y se acumulan de generación en generación, siempre en la cabeza de un primogénito inepto, que no sabe más que alborotar en los bailes de las majas, hacer versos ridículos en las academias o lidiar toros en compañía de gente soez. No encontraréis entre ellos personas de algún valer, con muy contadas excepciones. Los colonos se mueven de hambre sobre el terreno, los derechos señoriales hacen que sea ficticia toda propiedad que no sea la de grandes familias; y en cada generación aumenta el número de pobres, por los segundones que se van segregando del tronco de las familias nobiliarias para entrar en la gran familia de la miseria.
—¡Santo Dios y el seráfico patriarca! —exclamó el fraile, tapándose los oídos—. No hables más. ¡Qué pestilencial doctrina! ¡Oh, Martincillo!, es preciso que te enmiendes. Tú no tienes instinto de conservación. ¡Yo que deseo verte hecho un hombre de pro; yo que voy a inclinarte a que busques apoyo en la nobleza!...
—¡Apoyo en la nobleza! —contestó Muriel con vehemencia—. La detesto de muerte. La aborrecía antes de saber lo que era. Conocida, nada puede dar idea de mi odio. La aborrezco más que a los frailes.
—¡Jesús, por los sacrosantos clavos! No blasfemes.
—¡Blasfemar! ¿Y por qué? —continuó con creciente agitación—. Decir que todos ustedes son holgazanes, glotones, sibaritas, dueños de la mitad del territorio, disolutos, hipócritas: ¿decir esto es blasfemar? ¿Quién ofende a Dios: ustedes que son como son, o yo que lo digo?
Muriel se expresó con alguna violencia, y había alzado un tanto la voz. El religioso se escandalizó; encendiose su rostro, mirando azorado a un lado y a otro, temeroso de que alguno de los padres que paseaban por la huerta hubiera oído las infernales palabras de aquel réprobo.
—Ustedes han de desaparecer; irán arrastrados por una tempestad, que trastornará otras muchas cosas. Los privilegios tienen que venir a tierra. Temblarán los nobles en sus palacios y los frailes en sus claustros. Los primeros tendrán que repartir su fortuna por igual entre sus hijos, creando así una clase poderosa, intermedia entre la grandeza y el pueblo, que será la que más influya en la nación; y ustedes se verán reducidos a la cristiana pobreza con que fueron instituidos, pasando sus inmensas riquezas a ser patrimonio de la nación.
—¡Nuestros bienes! ¡Tú estás loco! —exclamó atortolado el padre, como quien escucha una gran novedad, un despropósito inconcebible, lo más disparatado que pudiera imaginarse.
—Dios os ha mandado ser pobres, y vosotros os habéis hecho ricos.
—Nosotros tenemos lo que nos han dado. ¿Pero tú sabes lo que has dicho? ¿La conciencia no te arguye de ser tan irrespetuoso con las cosas de Dios?
—Es que yo no creo en Dios, padre —dijo Muriel con una seguridad que hizo temblar a fray Jerónimo, el cual miró a un lado y otro, agitado y confuso, temiendo otra vez que hubiera oído la blasfemia alguno de los frailes que allí cerca distraía el ocio con la lectura de algún piadoso libro.
—¡Jesús, qué horror! ¡Vade retro, Satanás! —exclamó, cerrando los ojos y pronunciando entre dientes una oración.
—Es decir —continuó el joven—, yo creo en mi Dios, en un Dios a mi manera. Yo no creo en un Dios vengativo y suspicaz que ustedes han hecho a imagen y semejanza del hombre.
—Querido Muriel —dijo Matamala, reponiéndose del susto y abriendo los ojos—, estás comprendido en los anatemas de la santa Iglesia. Si yo fuera débil, ahora mismo te arrojaría de esta santa casa, que estás profanando con tu presencia. Pero yo espero traerte al buen camino. Tú serás bueno. San Agustín era como tú. Oirás la voz del Señor, y te convertirás. Tú amarás todo lo que ahora detestas; amarás a los nobles, protectores de las industrias y ejemplo de buenas costumbres; amarás a los reyes, imágenes de Dios en la tierra, que administran la justicia y se desvelan por el bienestar de sus leales vasallos; amarás a los frailes, pobres, humildes criaturas, que enseñan la buena doctrina, combaten los errores y consuelan a los afligidos.
—Si fuera como usted dice, padre, yo amaría todas esas cosas. Si los nobles no ofrecieran en su conducta el ejemplo de todos los vicios; si yo viera en ustedes hombres de caridad, enemigos de las riquezas, en vez de hombres ociosos, ignorantes y fanáticos; si viera en la Corte y en el Gobierno hombres dignos que no tuvieran por único propósito esquilmar a la nación en provecho propio, yo les amaría.