I
Don Miguel de Cárdenas, vencido por su acerbo dolor, continuaba rechazando todo consuelo. Nadie entraba en su cuarto a arrancarlo de sus tristezas; y tal era su hipocondría que ni aún había querido ver a su hermano el conde de Cerezuelo, llegado al mediodía en litera postrado y moribundo. Al saber la noticia del secuestro, el pobre solitario de Alcalá, que se hallaba en fatal estado de salud, se empeoró de tal suerte que el Sr. Segarra tuvo serios temores y llamó a todo el protomedicato de la ciudad complutense.
A pesar del dictamen contrario de los médicos, el Conde se empeñó en ir a Madrid, y no hubo remedio: fue preciso encajonarlo, exánime y calenturiento, en una litera y trasladarle a la Corte. La idea de que su hija había sido robada por Martín Muriel, y la idea aún más espantosa de que su hija había concebido una violenta pasión por aquel hombre abominable, turbaron su ánimo de tal modo que parecía estar próximo el instante en que aquel espíritu acabara de aburrirse en este mundo.
Su hermano no quiso verle, sin duda porque no se renovara el dolor de uno y otro. Subieron al Conde y le prodigaron los auxilios que D. Miguel rechazaba, pero el pobre viejo llamaba a Susana sin cesar.
Caía la noche, y D. Miguel esperaba con mortal ansiedad a su barbero. Este llegó al fin por la puerta excusada, diciendo a la servidumbre que venía por unas pelucas, las cuales era menester limpiar.
—¡Ah! al fin viene usted —dijo D. Miguel en voz baja—; ya estaba yo con cuidado...
—Esté usted tranquilo, todo va bien. Le prometí a usted que no parecería, y no parecerá.
—¡Oh!, baje usted la voz; me parece que nos han de oír las paredes. ¿Sabe usted que ha llegado mi hermano de Alcalá? ¿No siente usted su voz allá arriba?
En efecto; de vez en cuando se sentían los lastimeros quejidos del Conde y las angustiosas voces con que llamaba a su hija:
—¡Infeliz! —dijo D. Buenaventura—. ¡Cómo la llama! Pero es lo cierto que no parecerá.
—¿Qué ha hecho usted? ¡Oh!, me estremezco al pensarlo... ¡Un espantoso crimen!
—Tranquilidad, amigo, calma. Hace un rato que Muriel ha querido ponerla en libertad.
—¡En libertad! ¡Entonces todo perdido!
—Pero ya he conseguido disuadirle, y cuando él vuelva a casa... ya será tarde.
—¡Oh! ¿Se atreverá usted a...? —murmuró Cárdenas con voz tan floja y débil, que parecía modulada por las sábanas.
—Cuando es preciso hacer una cosa, se hace.
—Es tremendo; pero... Y él, ¿no lo impedirá?
—Él parte esta noche. No creo que vuelva a casa, porque ya le he dado las cartas que ha de llevar; pero si llega... no encontrará más que un cadáver.
—¡Silencio, oh, silencio! —exclamó Cárdenas lívido y tembloroso—, pueden oír...
—Cuando se descubra, ¿a quién puede imputarse el hecho sino a él?
—¿Pero, cómo, cómo, quién? —preguntó Cárdenas más con las miradas que con la voz.
—Es cosa segura. Doloroso es, pero no hay otro remedio. Voy a explicar a usted lo que he dispuesto, y lo que debemos hacer aquí. Sotillo tiene mano segura, y como experto en esta clase de negocios, lo hará bien.
—¿Sotillo?... ¡Ah!
—Sí, a las nueve... son las ocho y tres cuartos... A las nueve, cumplirá su encargo puntualmente. He fijado esta hora porque Martín no puede ir antes a la casa si es que va, que no lo creo. Está en San Francisco con fray Jerónimo.
—Bien... ¿Y a las nueve?...
—A las nueve... se acabó. Él puede hacerlo antes si quiere; pero después, de ninguna manera.
—¿Y cuándo lo sabremos a punto fijo? —preguntó Cárdenas, siempre receloso, y no atreviéndose a creer en el feliz éxito del crimen.
—Pronto, muy pronto; verá usted lo que he dispuesto. Cuando todo está concluido, Sotillo vendrá aquí y dará con su bastón dos golpes en esa ventana que da a la calle del Factor. Esos golpes indicarán que la cosa está hecha y que ha salido bien.
Cárdenas miró a la ventana con aterrados ojos como si ya escuchara en ella la fatal seña. Después los dos personajes callaron y estuvieron largo rato sin mirarse. Don Miguel tenía un aspecto cadavérico a causa no sólo del ayuno que se había impuesto para fingir mejor su pena, sino de la emoción profunda que experimentaba en aquel momento. Rotondo tampoco estaba tranquilo, por más que se esforzara en parecerlo: aquella noche se le veía con más recelo que de ordinario. No daba un paso sin mirar a todos lados; hablaba con voz apagada y tenue, y además una intensa palidez cubría su semblante, del cual había desaparecido el mohín festivo que le era habitual. Si al lector le fuera posible poner su mano derecha en el corazón de uno de ellos y su izquierda sobre el del otro, se haría cargo de la situación de espíritu de aquellos dos hombres callados, lívidos, esperando atentos y temerosos, a la vez con miedo y con deseo, la señal que indicaba un espantoso crimen. Al menor ruido que sonaba en la calle, los dos se estremecían, pero no se miraban. De vez en cuando Cárdenas exhalaba un hondo suspiro, y Rotondo volvía la cabeza, recorriendo con la vista todo el recinto de la habitación.
Pasaron minutos y minutos: dieron las nueve, las nueve y media, y la señal no sonaba. En la habitación había una ventana con celosía, al través de cuyos calados podía verse perfectamente la cabeza de los que por la calle pasaban. Pasaron algunos, y al sentir los pasos Rotondo dirigía rápidamente la vista hacia aquel sitio. El tiempo corría lento y angustioso, como si se empeñara en alargar el momento fatal; pero al fin se sintió en la ventana el chirrido discordante que produce un bastón al pasar rezando con una celosía. Los dos se estremecieron y miraron; una sombra cruzó por la calle; el ruido se repitió al poco tiempo. Era la señal; ya no había duda.
—Ya... —dijo D. Miguel con voz que parecía la última modulación de un moribundo.
—Ya... —repitió Rotondo procurando vencer su agitación.
Éste se levantó y se acercó a la celosía; al través de ella reconoció a Sotillo, que se paseaba a lo largo de la calle. Al volver a su asiento, la fisonomía de Cárdenas le infundio espanto. Estaba lívido, con los ojos desmesuradamente abiertos, suspenso el hálito y las manos apretadas contra el pecho. Después se apoderó de él un repentino abatimiento, y exclamó con voz dolorida: «¡Pobre Susanilla!».
—Ya no existe —dijo Rotondo esforzándose en cobrar su acostumbrada serenidad.
—¡Oh!, yo no puedo resistir esta impresión —añadió Cárdenas—. Me parece que la veo, me parece que va a entrar por esa puerta.
Don Buenaventura, a pesar de su carácter refractario a la superstición, no pudo librarse de una corriente glacial que circuló por todo su cuerpo. Miró detrás de sí como el que espera ver un espectro, pero pronto recobró el dominio sobre sí mismo, se sonrió y dijo:
—Tranquilícese usted. Todavía nos falta algo que hacer. ¿Puedo salir y volver a entrar sin que me vean en la casa? Necesito hablar un instante con ese hombre.
Cárdenas no contestó. Don Buenaventura estuvo dudando un momento y al fin salió por la puerta excusada, estando fuera unos diez minutos. A su vuelta, su amigo estaba en la misma postura, con los ojos fijos en la misma parte del suelo, los brazos caídos y la ropa en desorden.
—Todo ha concluido —dijo Rotondo—. ¡Oh!, el maldito se empeña en que ahora mismo le de la recompensa que le prometí. Le he mandado que se aleje al instante.
Al decir esto, se miraba atentamente su ropa.
—Temo —continuó— que me haya manchado de sangre; venía hecho un carnicero. No; no me ha manchado.
Acto continuo cerró la ventana y se sentó junto a su amigo.