I
Cuando el doctor Albarado recibió de manos de D. Lino Paniagua la carta que le enviaba Martín, se quedó helado de espanto, y en un buen rato no articuló palabra alguna.
—Esto es horroroso, D. Lino; por Dios, ¿quién lo ha dado a usted este papel?
—Me lo ha dado... me lo ha dado... —contestó balbuciente el pobre abate—. ¿Pero no trae firma?
—Sí, aquí viene la firma de ese bandido. ¿Pero dónde le ha visto usted? ¡Qué negro delito, qué atrevimiento! Atreverse... Estamos en Sierra Morena.
—Bien me lo figuraba yo —decía para sí Paniagua—. ¿Cómo había el doctor de consentir en que Susanita se casara con D. Martín? Ese hombre debe de estar loco.
—¿Pero usted no sabe lo que dice esta carta?... —gritó furioso Albarado.
—Sí... ya lo supongo.
—¡Lo supone usted, lo sabe! Luego usted no puede menos de ser cómplice en esta villanía.
—¡Yo, doctor de mi alma... yo cómplice!... ¿De qué?
—¿Ha visto usted alguna acción semejante?
—A la verdad, querido señor doctor, atrevidilla es la pretensión de ese hombre, pero su juventud y su falta de mundo lo disculpan.
—¿Cómo disculpa? ¿Usted está loco?... —dijo el Inquisidor, más furioso mientras más procuraba calmarle D. Lino, equivocado de medio a medio respecto al contenido de la carta.
—Diré a usted... señor doctor —contestó aturdido el abate—. Pero cálmese usted, no se irrite. La cosa no merece la pena. Considere usted...
—¡Cómo que considere! Hombre de Dios, parece que está usted en Babia. Lea, lea y comprenda que está siendo emisario de una partida de bandoleros.
El abate fijó sus ojos con ansiosa curiosidad en la carta, y se quedó al leerla pálido como un difunto.
Aquel terrible documento, como saben nuestros lectores no contenía otra cosa que la intimación del secuestro y el propósito, franca y rudamente manifestado, de no devolver a su familia a la desgraciada joven mientras Leonardo, no fuera puesto en libertad.
Don Lino tuvo que hacer un gran esfuerzo de espíritu para no desmayarse. Miraba al doctor con azorados ojos, leía dos o tres veces el malhadado papel y creía ser víctima de una estratagema diabólica.
—¿Dónde, dónde le han dado a usted esa carta?
—Señor... señor... Yo no sé qué pensar —dijo el pobre abate temblando de miedo—. ¡Cómo había yo de creer... yo que pensaba!... pues diré a usted; ha estado en mi casa él, él en persona... hace un momento.
—¿Dónde vive ese hombre, dónde? Al instante hay que empezar a hacer averiguaciones. ¡Qué infame delito! Vamos al instante a casa de mi hermana. Si no acierto a explicarme este desastre... ¡Oh, infeliz Susana! Yo revolveré a tierra para sacarte del poder de esos forajidos... No hay que perder tiempo... Vamos, muévase usted.
Esto decía el buen consejero de la Suprema, vistiéndose a toda prisa para salir de su casa, acompañado de D. Lino, el cual aún no volvía de su estupor ni acertaba a disipar con un juicio o un dictamen cualquiera el angustioso aturdimiento del abuelo.
—¡Oh, la Inquisición! —exclamaba éste por el camino—. Es preciso que ese Sr. D. Leonardo o don demonio sea puesto en libertad hoy mismo... Si no... esa canalla es capaz de hacer una atrocidad... ¡Ah, Susanilla, tú en poder de esa gentuza; tú perdida para siempre! ¡Qué golpe, señor, a mis años!... Esto no tiene nombre.
—Qué cosas, qué cosas! —decía a media voz D. Lino, que tan angustiado como corrido no acertaba a formular una protesta ni un comentario.
Al llegar a la casa encontraron a todos en el más alto grado de ansiedad y consternación.
—¿Ya sabes lo que pasa? —preguntó doña Juana—. Susana no ha vuelto, ni el marqués, ni Pluma. No parecen, se les busca por todas partes, han ido allá mil veces, no saben dar razón. Dios mío, ¿qué castigo es este?
—Toma, mujer; lee, lee y comprenderás todo —dijo el doctor, dando a su hermana la carta fatal.
—¡Qué horror! ¡Y ese Muriel!... Si me lo figuré —exclamó erizada de espanto doña Juana—. Es preciso descuartizar a ese hombre. ¿Dónde está la justicia? Al momento, buscarles, perseguirles sin descanso.
—Voy al Consejo, voy a visitar a todos los inquisidores, voy a dar órdenes a los de Toledo, órdenes terminantes. Todo el Consejo me apoyará... Es preciso que hoy mismo quede en libertad ese reo. No nos expongamos al furor de esos miserables; pueden matarla. ¡Qué horrible idea!... Sí, voy, voy al Consejo... ¡Maldito Tribunal!... ¡Por qué le odiarán tanto!... Voy, voy...
Así decía el pobre doctor, yendo de aquí para allí, dirigiéndose a todas las puertas y no saliendo por ninguna, tropezando en todas las sillas, quitándose el sombrero cada minuto para abanicarse con él, volviéndoselo a poner y asustando a todos más de lo que estaban con sus descompuestos ademanes y su iracunda voz.
—Buscar la guarida de esos miserables, perseguirlos sin descanso es lo que conviene —repitió doña Juana anegada en llanto.
—No, no irritemos a esa gente feroz. Nos vemos en el caso de aceptar sus condiciones. Es preciso comprar a Susana al precio que nos piden en este papel. Voy, voy...
—¡Que cosas, qué cosas!... —decía nuevamente y por décima vez el pobre Paniagua, que aún no volvía de su azoramiento.
—¡Y el marqués y Pluma presos! ¡Pero qué embrollo! No parece sino que había en esto un plan vasto, hábilmente combinado —dijo doña Antonia la Diplomática, que había acudido a la casa a aumentar el barullo.
—¿Pero ves qué iniquidad? Ese es el hombre de quien se contaban tantas atrocidades —añadió doña Juana—. ¿Y Susana? No quiero pensarlo, me horripilo toda.
El doctor al fin regularizó su ira, digámoslo así, y cansado de exclamar «voy, voy», sin ir nunca, trató de poner en práctica el pensamiento que creía más lógico en aquel grave trance. Acompañado de D. Lino, que no quiso abandonarlo en tan tremendo día, salió dirigiéndose a toda prisa a casa del inquisidor general.