I
Dijimos que Martín no sospechaba, durante su largo trayecto, que una persona le veía y le seguía; pero esta persona sí lo observó muy bien y no paró hasta no quedar segura de la vivienda en que el joven penetró ya a hora bastante avanzada. El desconocido desanduvo al fin lo andado y se retiró a su casa, donde le dejaremos hasta el día siguiente, en que a la luz del día y sin embozo ni disfraz alguno salió, permitiéndonos conocerle. Era el famoso marqués a quien el lector conoce por el de las pastillas mejor que por otro título alguno.
No hagamos caso de la tristeza y abatimiento que en su semblante se retratan. Las causas de esto nos las va a revelar él mismo poco después, cuando, en casa del doctor Albarado, entabló con este grave funcionario un animadísimo diálogo. Era aún algo temprano, y el buen doctor saboreaba con sibaritismo su buen guayaquil.
—¿Qué hay, qué trae usted, señor marqués? —preguntó el doctor fijando los ojos en la alterada fisonomía del recién llegado.
—Lo que yo presumía, lo que yo lo dije a usted ayer; pero nunca creí que llegara a tal extremo... —contestó el marqués con agitación.
—Pero me está asustando usted —dijo el doctor—. Vamos, ¿los celos no le trastornarán la cabeza y se le antojarán los dedos huéspedes?
—Ya no se puede dudar, señor doctor amigo; es una gran desgracia y una gran vergüenza.
—Vamos por partes; cuénteme usted y yo decidiré en qué grado de ofuscación está esa cabeza.
—No, esto no es para reír —repuso con melancolía el pobre marqués, hombre de gastada y viciosa naturaleza, pero de espíritu en extremo sensible—. Esta noche he presenciado una cosa horrenda.
—A ver... —dijo el doctor sonriendo—, ¿ha sido algún terremoto, asesinato o cosa así?... Los celos, los celos, señor D. Félix, son muy malos anteojos. Con ellos se ven las cosas en gran aumento y tan desfiguradas que no las conocemos.
—Cuando usted esté bien enterado no lo tomará a broma. Esta noche he visto a ese hombre de quien hablé a usted, le he visto entrar en la casa.
—¿En qué casa? —preguntó Albarado con cierta disposición a tomar aquello en serio.
—¿En qué casa había de ser? ¡Por vida de!... En la suya. Ya usted sabe que anoche no quiso Susana asistir a la tertulia en casa de Porreño. Dijo que estaba mala y se quedó en casa. Pero yo sospechaba, salí, fui a observar y vi...
—¿Conque vio usted?
—Sí, vi a ese hombre salir de la casa a hora bastante avanzada. Yo me enteré bien y sé que estuvo dentro más de dos horas.
—¿Usted está seguro de lo que dice? —preguntó con más interés el buen inquisidor.
—Creo que hace usted mal en bromear sobre este asunto —indicó el marqués.
—¿Y ese hombre... es uno de esos por quienes se interesa tanto para que no les eche mano la Santa Inquisición?
—Justamente. ¿No le dije a usted que se hablaba mucho de eso y que todos los conocidos hacían mil comentarios?... Usted se rió entonces de mí. Pues ahí tiene usted cómo la cosa era cierta.
—Conque Susanilla... Pero es mucho carácter aquél. A la verdad, señor marqués —añadió el Inquisidor—, si lo que usted me dice es cierto, ello es cosa tremenda.
Y dando un fuerte puñetazo en la mesa, se levantó y muy agitado principió a dar paseos por la habitación.
—Usted sabe el interés que Susana se toma por ese canalla —dijo el marqués con creciente aflicción—. ¡Oh!, desde que vi que ella no quería ir a casa de Porreño, precisamente en día de gran sarao, no las tuve todas conmigo. Me puse en acecho...
—¡Ah!, no lo puedo creer —aseguró Albarado deteniéndose y cerrando los ojos—. Si Susana fuera capaz de semejante infamia... ¡Pero qué deshonra! ¡Qué vergüenza! Y ese hombre, ¿quién es?
—Un endiablado francmasón. No está averiguada su clase y fines. Debe ser hombre perverso.
—Pero no nos confundamos, amigo D. Félix —dijo el doctor tratando de serenarse—, fijemos bien los términos del asunto. ¿Qué es a punto fijo lo que hay?
—Ni más ni menos que lo que ayer le dije a usted, señor doctor de mis pecados. Que la señorita doña Susana se ha prendado de ese hombre aborrecido, y con tanta violencia que anoche le ha recibido en su casa, a solas, cuando toda la familia estaba en casa de Porreño.
—¡Ah!, usted se ha equivocado, señor marqués. Usted viene a volverme loco —exclamó con repentina cólera el buen consejero de la Suprema—. Susana es incapaz de...
—Ya se convencerá usted, señor doctor. No es la pena de usted más intensa que la mía. ¿Pero usted mismo no me ha dicho que había notado con mucha extrañeza las miradas y el carácter de Susana en estos últimos días?
—Sí —dijo el Inquisidor, más irritado—. Sí, sí, yo había notado en ella... No la conocía... yo me preguntaba: «¿Qué diablos tiene esa muchacha?». ¡Oh!, pero nunca creí... ¡Qué tiempos!
—¿Y no le ocurre a usted lo que es preciso hacer? —preguntó el marqués.
—¿Qué?... no sé.
—Ya que el mal no puede evitarse, podrá al menos ocultarse.
—¡Ocultarse!, ustedes con eso quedan tan contentos. Eso no me satisface. Pero esta deshonra me desespera... Yo no sé qué pensar... Aún lo dudo, y espero que sea una equivocación de usted. Si llego a adquirir la certidumbre de esa... Explíquese usted mejor, deme usted detalles.
—¿Todavía no está usted convencido? Vayamos pensando el modo de hacer desaparecer a ese miserable, y ya que la deshonra es imposible, ocultémosla mientras se pueda.
—¡Ah!, no lo puedo creer —expresó el inquisidor con angustia—. ¡Susana, Susanilla!... Pues yo juro que ese bribón nos las ha de pagar.
—¡Y pretendía que su compañero fuese puesto en libertad!
—Buena les espera a los dos.
—¡A la Inquisición! —dijo el marqués con ira.
—Sí, a la Inquisición. No puede decirse que nos valemos, de ese Tribunal para una venganza personal, pues esos jóvenes son acusados de muy negros delitos contra la sociedad y la religión. Pero yo quiero interrogar a Susana y espero que ella misma me ha de confesar... Si ella misma se obstina en negármelo, cuando yo se lo pregunte como yo sé preguntárselo, lo dudaré toda mi vida.
—¡Y en esto ha venido a parar, señor doctor de mi alma, una aspiración tan noble y santa como la mía! —manifestó el marqués casi con las lágrimas en los ojos—. ¡Yo que después de una vida agitada y borrascosa aspiraba a reposar de tanta fatiga!... ¡Yo que deseaba formar una familia y vivir tranquilo amando y amado!
—Es preciso hablar del caso a mi hermana y a mi cuñado. Ellos por fuerza han de tener antecedentes. Vamos allá.
—Permítame usted que no lo acompañe. ¡Siento una pena al pensar que entro en esa casa donde yo esperé!...Y he quedado en ir esta noche para llevar a Susana a ese baile de la Pintosilla.
—¿Ella se empeña en ir?
—Y con tal tenacidad que si no la acompaño se pondrá furiosa conmigo.
—¿Y será usted tan débil que la lleve a esos sitios?
—¡Oh!, sí —dijo compungido el pobre marqués—, soy débil, no puedo negarle nada; me tiene fascinado. Crea usted que he llegado a tenerla miedo.
—Es mucho carácter aquel —decía repetidas veces el inquisidor paseándose muy ensimismado—. Pero vamos allá.
—Pues vamos.