IV
—¿Qué tal, ha hablado usted con el padre Corchón? —preguntó a Martín D. Buenaventura al verle entrar en la casa la tarde de aquel mismo día.
—Sí, y vengo edificado con la santa bondad del reverendo inquisidor —contestó el radical con sarcasmo.
—Se me había olvidado decirle a usted que era un pedante insufrible, un verdadero almacén de tonterías y de vanidad.
—¡Y éstos son los hombres —exclamó Martín con tristeza—, éstos son los hombres cuyos intereses servimos al exponer nuestras vidas y nuestra libertad! ¡No, la causa del Príncipe no es la causa del pueblo, no es la causa nacional! En apariencia así será; pero, realmente, si el triunfo es nuestro, el pueblo seguirá oprimido y humillado por los señoríos y las gabelas; seguirá bajo la influencia de clases eclesiásticas empeñadas en perpetuar sus preocupaciones y en que no abra jamás los ojos a la luz; seguirá sin leyes que garanticen su trabajo y su libertad, y la nación saldrá de unas manos para pasar a otras, como el esclavo que un amo vende a otro.
—¡Ah!, no es enteramente lo que usted se figura —contestó Rotondo—. Cierto es que nosotros admitimos bajo nuestra bandera a todos los descontentos de Godoy, cualquiera que sea el motivo. Las revoluciones no se hacen de otra manera.
—Mis conversaciones con el fraile de Ocaña y con el inquisidor de Toledo me han enseñado claramente que ninguna idea elevada mueve a esos hombres, clérigos ambiciosos que aún no se consideran con bastante poder.
—No les haga usted caso, y vayamos derechos a nuestro fin.
—Sí, pero cuando considero que esa gente espera la caída del Guardia para agrandar su influjo, aumentar sus riquezas y, lo que es peor, complicar y extender más la horrenda máquina de la Inquisición, no sé por que encuentro al Príncipe de la Paz digno de amor y disculpables todos sus vicios.
—No haga usted caso de las pretensiones de esos hombres. Cierto es que Matamala pretende una mitra, que Corchón daría el mundo entero por la plaza de inquisidor general, pero a nosotros, ¿qué nos importa eso? Vamos a nuestro objeto. ¿Quién sabe lo que vendrá después? Ya le dije a usted que de este movimiento bien puede resultar una completa reforma. Usted cumpla su deber. Recuerde lo que dije: «Usted va a ser omnipotente por una noche; va a tener a su disposición un pueblo armado y furioso. Veremos el partido que saca de esos elementos. Ánimo, y salga lo que saliere. Vaya usted hasta donde quiera ir».
—Bien: yo haré lo que me convenga y aquello que sea expresión de mis sentimientos y de mis ideas.
—Al grito de abajo Godoy una usted la idea que más le agrade. Las revoluciones, a lo que yo entiendo, se hacen por inspiración y no por cálculo. Dios sabe lo que saldrá de este frenesí.
—Pero yo me encuentro solo —dijo Martín con angustia—. No encuentro quien sienta lo que yo siento: nadie responde a la idea que yo tengo formada de la revolución. No hallo más que bajas ambiciones, egoísmos, envidias; gente vulgar que ha concebido un cambio de Gobierno, y nada más. Si, como usted dice, soy omnipotente una noche, en esa noche me creo capaz de infundir mi pensamiento en la acción ciega e infecunda que se prepara. Si el pueblo supiera comprender ciertas colas; si pudiera conocer lo que es y lo que vale, entonces...
—El pueblo lo comprenderá; ¿por qué no? —afirmó don Ventura—. La prueba está cercana. Esta noche sin falta parte usted para Toledo. Aquí tiene usted cuatro cartas, una para Aranjuez y tres para Toledo. En cuanto llegue usted a esta última ciudad, una persona le informará de todas las particularidades de la cosa; verá usted la fuerza de que se dispone, el espíritu que la anima; en fin, conocerá usted mejor que ahora lo que tiene que hacer.
—¿Esta noche?
—Sí, a las diez en punto. En la Venta le esperan a usted buenos caballos y los hombres que le han de acompañar.
—¿Y Susana?
—Corre de mi cuenta.
—Quiero ponerla en libertad y devolverla a su familia. Desde que conozco a Corchón comprendo que no hemos de libertar a Leonardo por este medio.
—¡Oh!, se equivoca usted. Si el Consejo Supremo lo toma con empeño... ¿Cuándo piensa usted ponerla en libertad? —dijo Rotondo, fingiendo que aquel asunto no le importaba gran cosa.
—Ahora mismo.
—¡Qué disparate, qué locura! Pues si tengo entendido que ya el inquisidor general habrá expedido allá órdenes terminantes... Esperemos hasta la noche.
—Bien, esperemos —dijo Martín, mirando al corredor.
En seguida dio algunos pasos hacia la escalera con intención de subir; pero se detuvo meditando, y retrocedió al fin.
—¿Le tiene usted miedo todavía? —preguntó D. Buenaventura sonriendo.
—La veré después —murmuró, volviendo a mirar.
Pero sólo el pobre La Zarza atravesó la crujía, exclamando: «¡Desdichada princesa de Lamballe! Ya se acerca tu última hora».