I
El curso de los acontecimientos de esta historia exige que nos traslademos a Aranjuez, residencia entonces, a más de la corte de España, de los señores de Sanahuja y de su pastoril engendro Pepita, que se encontró como el pez en el agua al recorrer la huerta y el soto. ¡Cuán superiores eran aquellos sitios a la casa de Madrid, donde no se conocían los placeres que proporciona la contemplación de la Naturaleza, ni se espaciaba el ánimo libremente respirando aires puros y extendiendo la vista por praderas más o menos risueñas, en cuyo fondo se destacaban las grandiosas y seculares arboledas de la Isla y del Príncipe!
Pepita no cesaba de establecer esta comparación, haciendo notar las ventajas del campo con un entusiasmo que concluía por aburrir a cuantos la rodeaban, pues no se oían en su boca otras palabras que éstas: «Papá, mire usted aquel árbol; ¿no ve usted aquella nube? Mamá, ¿qué te parece ese arroyo que va serpenteando hasta traspasar todo el llano?». Con tales razones pasó la mañana, insensible a las súplicas de su madre, empeñada en que cosiera, bordara o se consagrara a cualquiera de los menesteres propios de su sexo. Esto no era posible. Pepita tenía su cabeza organizada de tal modo, que no cabían en ella otra cosa que las contemplaciones en que la vemos constantemente embebida. En nuestra época hubiese sido lo que hoy designamos con la palabra romántica; pero como entonces no existía el romanticismo, la sobreexcitación cerebral de la joven Sanahuja se alimentaba de interminables deliquios, en que todos los campos se le antojaban Arcadias y ella pastora, según había leído en sus endiabladas poesías.
Recorría la campiña con su libro (pues había logrado substraer uno de los secuestrados por su padre), se sentaba bajo los árboles, leía en voz alta, se recostaba sobre la hierba, hacía traer un par de ovejas y otros tantos cabritos, que adornaba con cintas y flores. Después le parecía impropia la lectura y mucho más conveniente el recitar de memoria, y así lo hizo, hasta que se cansó de este monótono ejercicio y se quedó muy triste, notando que le faltaba una cosa importante, indispensable, una cosa de que no se podía prescindir para que aquella farsa tuviera visos de sentido común: le faltaba el pastor.
Fija esta idea en su imaginación, no tuvo paz en todo aquel día. Era preciso buscar un pastor. ¿Pero dónde, quién? Digamos en honor suyo que este deseo no significaba para ella una aspiración amorosa; era simplemente una exigencia de escena, y sus sentimientos, respecto al soñado compañero de sus retozos pastoriles, eran puros hasta la insulsez. En aquella naturaleza todo era empalagoso como la literatura que la inspiraba.
Y el Cielo, propicio siempre con los locos, le deparó lo que buscaba. Aquella tarde, en el momento en que los rayos del sol trasponían por el horizonte, dejando en las copas de los árboles, en los techos de las casas y en la superficie del Jarama resplandecientes rastros de luz y perfiles y destellos de mil colores; en el momento en que las ovejas se aproximaban unas a otras, buscando cada una abrigo en las calientes lanas de las demás; cuando salía el humo de los techos y empezaban a pedir la palabra las ranas para su discusión nocturna; cuando la Naturaleza se adormía, impresionando los sentidos con recuerdos virgilianos, Pepita encontró lo que deseaba, encontró su pasto en un chico que, habiéndose presentado unos días antes en la puerta de la casa hambriento, cubierto de harapos y pidiendo limosna, fue recogido por los colonos, que eran gente compasiva. Este chico le pareció desde el primer momento tan propio para el caso, tan interesante por su color tostado, sus grandes y expresivos ojos y su expresión inteligente, que no vaciló en poner en ejecución su pensamiento. A pesar de la repugnancia de sus padres, el chico fue arrancado al pastoreo de los cerdos en que le tenían ocupado; se le dio de comer y de beber a cuerpo de rey, se le arregló una cama en la casa, y al día siguiente las ovejas, los criados y los labradores le vieron en la huerta coronado de flores y de cintas, y muy satisfecho del papel que estaba desempeñando. Se le puso el nombre de Fileno, y los cerdos se quedaron sin su guardián.
Los señores de Sanahuja, aturdidos todo el día por los saltos, juegos y cabriolas de María y de Fileno, que triscaban de lo lindo en la huerta y en el soto, determinaron poner mano en tal abuso, quitándole a su hija aquel juguete que debía volverla más loca. Con este propósito, llamaron al infantil pastor al estrado y entablaron con él el siguiente diálogo, que es indispensable reproducir con toda puntualidad,
—¿Cómo te llamas?
—Pablo —contestó el chico con timidez.
—¿De dónde eres?
El muchacho alzó los hombros para expresarse que no tenía idea de la patria.
—Éste es un vagabundo de esos que no se sabe quién les ha parido, y no parece sino que salen de las piedras —dijo la señora—. ¿De dónde vienes?
—De... de... —contestó el pastor recordando—, de... de un pueblo que está lejos, lejos, lejos.
—Pues nos dejas enterados. ¿Tienes padres?
Fileno movió la cabeza para decir que no, y clavó la barba en el pecho avergonzado de las penetrantes miradas de aquellos señores.
—¿Conque no sabes dónde estabas antes de venir aquí?
—En... en... —contestó recordando—. ¡Ah!, en Chinchón.
—¿Son de allí tus padres?
—No, señor. Yo estaba allí con Mediodiente.
—¿Y quién es ese Sr. Mediodiente?
—Uno que lleva títeres a los pueblos cuando las fiestas.
—¿Y tú dejaste a ese saltimbanquis, o él te echó de su casa?
—Yo me fui solo, y lo dejé porque me quería poner de barriga en la punta de un palo que él cogía con la boca... Así...
Y Pablillo se puso su cayado en la boca, queriendo imitar la habilidad de su patrono el Sr. Mediodiente.
—A mí me ponía en la punta, allá arriba, pinchado por aquí, por la tripa.
—¿Y te pusiste tú?
—Lo hicimos en casa algunas veces para hacerlo después en la plaza; pero me daba mucho miedo, y aquella tarde, antes de la función, me marché por el camino.
—¿Y has venido pidiendo limosna hasta aquí?. Y ese Mediodiente, ¿dónde te tomó?
—En el camino. Allá por onde Arganda. Yo estaba con otros chicos pidiendo.
—Y entonces, ¿de dónde venías? ¿Dónde estabas tú antes de salir por esos caminos?
—¿Yo?... allí onde el tío Genillo. Pero me pegaban, y una mañana...
—Te fugaste. ¿Era la casa de tus padres?
—No; no, señor. Era onde la tía Nicolasa, y la señorita y D. Lorenzo. Como me estaban siempre pegando, me fui de la casa.
—¿Y no te acuerdas en qué pueblo estaba esa casa? Tú tienes cara de ser un truhán redomado.
—Estaba en... en Alcalá.
—Buenas cosas habrás tú hecho en esa casa. Cuando te pegaban no sería por cosa buena... ¿Pero tú no tienes algún pariente, no tienes hermanos? ¿Tú te acuerdas de tus padres?
—Sí; yo me acuerdo... mi padre estaba en la cárcel y yo con él.
—Buena pieza sería también el pobrecito, ¿no es verdad, Cleto? —dijo la señora.
—¿Y te acuerdas del apellido de tu padre?
—Se llamaba como yo.
—¿Pablo? ¿Y qué más?
—Pablo Muriel.
—A ver, a ver —dijo el Sr. de Sanahuja, recordando—. Me parece que... ese nombre no me es desconocido. ¿No es ese aquel administrador del conde de Cerezuelo, a quien encausaron?
—Sí; D. Pablo Muriel. Y precisamente en Alcalá vive el Conde.
—Yo creo que este chico debe quedarse aquí, pero en la labranza. Es una obra de caridad; y si dentro de diez años sabe algo más que cuidar los cerdos, se le puede ocupar en cuidar las mulas. Por supuesto, que si descubre malas inclinaciones, con ponerlo otra vez en el camino para que se vaya con el Sr. Mediodiente...
Mientras los Sanahujas deliberaban sobre la suerte del pastor Fileno, éste volvió a la huerta. El pobre chico estaba rebosando de felicidad, porque comer bien después de tantas hambres, vestir después de tanta desnudez, oírse llamar en verso y verse bien tratado después de tantas amarguras le parecía un sueño, una de aquellas visiones que percibía por las noches en la casa de Alcalá, y que le impulsaron a salir buscando aventuras como un caballero andante.