I
Asomaba la aurora por las ventanas y balcones del madrileño horizonte, cuando D. Buenaventura Rotondo y Martín Muriel, que después de los sucesos referidos habían salido a enterarse de ciertos asuntos de indudable urgencia, regresaron a la calle de San Opropio, mas no para descansar ni entregarse a indolente reposo, que podría ser de gran peligro en tales circunstancias. Uno y otro debían andar muy despabilados aquel día, y era preciso obrar con gran actividad antes que fueran descubiertos por la policía, si es que eran dignos de este nombre los perezosos alguaciles y los agentes secretos sostenidos por las autoridades administrativas y religiosas de aquellos benditos tiempos.
Entraron en el cuarto donde Rotondo tenía lo que podríamos llamar su despacho, y cada uno escribió una carta, siendo mucho más larga y meditada la de Martín.
—Ahora —dijo Rotondo doblando la suya— ya sabemos lo que hay que hacer. Es preciso no perder tiempo. La cosa está próxima; y pues usted acepta en este negocio la parte importante que yo le ofrecía, no hay que dormirse. Ya están ahí las personas con quienes debemos entendernos. ¡Oh, amigo! Cuando vaya haciéndose cargo del vasto plan en que estamos metidos, comprenderá qué gran acontecimiento se prepara. Toda la sociedad, lo más selecto en las armas, en las letras, en la piedad, está con nosotros y contra ese infame privado. Ya verá usted. Pero no se puede perder ni un momento. Al instante va usted a hablar con el padre Jerónimo de Matamala, que viene de Toledo y de Aranjuez con instrucciones y claves... ¡Oh!, nos ha puesto en un gran compromiso el buen franciscano dejándose coger ciertos papeles... pero, ¡ca!, si el provincial de la Orden es también de los nuestros...
—¿De modo que no se le perseguirá? —dijo Martín rubricando la firma de su carta.
—No lo creo. Aunque te han enviado aquí al convento de San Francisco como por vía de destierro, no creo que pase de ser una fórmula.
—¿Podré ver tan temprano a fray Jerónimo?
—Sí, al instante. Ayer tarde le he visto yo, y ya está enterado de que contamos con usted, lo cual le causó gran regocijo. Mientras usted se explica con él y se entera de ciertas particularidades, yo me voy a ver a un pájaro gordo que debe haber llegado anoche para entenderse conmigo. ¡Oh, ése sí que es personaje!... Tenemos —añadió, bajando la voz con misterio— una palanca tremenda. Bastará hacer un pequeño esfuerzo para... En fin, despachar pronto. Váyase usted a ver al fraile, mientras yo conferencio con mi hombre. ¡Qué hombre, qué adquisición!
—Pues hasta luego; saldremos solos.
—Sí, que Alifonso y Sotillo se queden aquí. Solos y bien embozados a esta hora, no hay peligro alguno. Ya ve usted cómo estoy yo; ¿quién me conoce en este traje?
En efecto; D. Buenaventura había cambiado por completo de vestido, y aquel señor a quien vimos tan almidonado y tan pulcro en los primeros capítulos de esta historia se había convertido en un hombre del pueblo que podía pasar por barbero.
—Usted —continuó Rotondo, embozándose en su capa— no necesita disfraz. Pocos le conocen, y los inquisidores no hacen de las suyas sino por delación y dentro de las mismas casas... Conque...
—Cada uno por su lado.
—Eso es, y dentro de un rato aquí.
Salieron, y se separaron en la puerta. Martín se dirigió a casa de D. Lino Paniagua, a quien necesitaba encargar una importante comisión antes de avistarse con el franciscano. Cuando el joven llegó a la calle del Burro, el abate, a pesar de que aún era muy temprano, no dormía, y estaba muy ocupado en limpiar su ropa, en dar lustre a sus zapatos, en coger algunos puntos a sus medias y en otros menesteres domésticos que eran la ordinaria tarea matinal de aquella gaceta ambulante. El buen D. Lino, que no era rico, necesitaba atender por sí mismo al realce y esplendor de su persona, según convenía a sus variadas funciones sociales.
—¡Oh, Sr. D. Martín, usted por aquí a esta hora! —exclamó, dejando sobre la cama la casaca, en cuyo forro estaba restaurando una costura lastimada por el roce—. ¿Qué bueno me trae usted?... Algún encarguillo, ¿eh?
—Sí, señor; quiero que me haga usted el favor de llevar una esquela a cierta persona...
—¡Ah!, ya comprendo, truhán —dijo el abate, sonriendo y clavándose la aguja en la guarnición de una chupa verde mar, del tiempo de Farinelli, que para dentro de casa tenía—. ¿Conque era cierto?... Y usted lo negaba. Esquelitas ¿eh? Yo me encargo de eso por ser usted el interesado, que si no... Vamos, que ha puesto usted una pica en Flandes.
—Agradeceré a usted mucho que se encargue de esto —contestó Martín mostrándola—. Es para el doctor D. Tomás de Albarado y Gibraleón.
—¡Ah!, pues yo creí que era para... Pero ya entiendo, picarón —añadió con malicia, creyendo descubrir un secreto—. Usted se cansa ya de la vida platónica; usted aspira a... y como del doctor puede decirse que es quien dispone del porvenir de Susanita... La pretensión es atrevidilla, Sr. D. Martín; pero si ella está tan enamorada de usted como dicen...
—¿Conque usted llevará la carta? —preguntó el otro sin hacer caso de los comentarios del inocente abate.
—¡Ah!, sí, con mucho gusto. Ojalá viera usted cumplido su deseo. El doctor es una persona excelente. Y a propósito: ¿logró usted que pusieran en libertad al Sr. D. Leonardo? Qué lástima de joven, tan amable, tan...
—No, nada se ha conseguido hasta hoy.
—Es raro, porque estando ella empeñada en sacarle en bien... Y me consta que se preocupó mucho del asunto, no hablaba de otra cosa. Por cierto que ese empeño daba que hablar a la gente, y todos se hacen lenguas sobre el estupendo amor que la madamita siente por usted. Algunos se han escandalizado... ¡Preocupaciones! Todos los que conocen su carácter se han llenado de asombro. ¡Qué genio! ¡Cuidado que tiene rarezas! Ya sabrá usted que se había empeñado en ir al baile de la Pintosilla. Todos en la casa se oponían; pero al fin, el demonio de la muchacha fue. Si cuando dice «esto se hace», no hay remedio, sino que lo ha de hacer.
—¿Y fue por fin a ese baile en los barrios bajos?
—Sí, señor, fue. Vamos, que usted debe saberlo mejor que yo —dijo Paniagua con malicia—. Su familia estaba disgustada, y no crea usted, temían... Anoche a las once, hora a que yo me retiré de la casa, todavía no había vuelto y estaban muy sobre ascuas. ¡Ya lo creo, tan tarde! La fortuna es que había ido con el marqués y con Pluma, que si no... Esa gente de Lavapiés es muy peligrosa.
—¿Conque llevará usted la carta hoy mismo?
—En cuanto salga. Precisamente he de pasar por casa del doctor. Tengo que ir a casa de los señores de Sanahuja, que viven, como usted sabe, pared por medio. ¡Ah, no sabe usted cuánto tengo que hacer hoy! Como esos señores se van a toda prisa para Aranjuez...
—¿Qué señores?
—Los de Sanahuja. Figúrese usted que Pepita está maniática, no puede vivir sino en el campo. Ya usted recordará. Aquella que en la Florida recitaba versos pastoriles y jugaba a los corderos. Yo me figuro que aquella cabeza no está buena. Está tan enfrascada en su manía, que no hay quien la convenza de que todo eso de lo pastoril es pura invención de los poetas, y que en el mundo no han existido jamás Melampos, ni Lisenos, ni Dalmiros, ni Galateas. Pero ni por esas; ella, con la lectura de Meléndez y de Cadalso, se figura que todo aquello es verdad, y quiere ser pastora y hacer la misma vida que los personajes imaginarios que pintan los escritores. ¿Pues qué cree usted? Si ha tenido su padre que quemarle los libros, como hicieron con los de D. Quijote... Es mucha niña aquella. Pues hoy se van para Aranjuez, donde tienen una hermosa finca con su soto y muchos viñedos. La familia, viendo que Pepita no comía ni dormía a causa de su preocupación pastoril, ha resuelto al fin hacerle el gusto y se la llevan esta tarde. De buena gana iría a pasar allí un par de semanas. Ellos me vuelven loco para que vaya, mas no puedo salir de aquí. Yo, Sr. D. Martín, hago en Madrid mucha falta. ¡Pues no es nada los encargos que me han hecho! —añadió pasando la vista por un papel que sobre la mesa tenía—. Vea usted la lista: «Dos capones buenos; cuatro libras de pólvora para el Sr. D. Cleto, que es gran cazador; un brasero grande de los superiores de Alcaraz; un sonajero que no pase de seis reales, para el niño; siete varas de muselina para la mujer del molinero, que es ahijada de la señora y está de parto; ocho purgas de coliquíntida en diez y seis tomas; un juego de ajedrez; avisar al zapatero para que lleve antes de las dos las botas de D. Cleto; ir a contratar un coche, si se encuentra, y si no una galera, a la Cava Baja». Conque vea usted, todos estos encargos corren de mi cuenta, y es preciso despacharlos por la mañana.
—Antes que hacer todo eso, ¿llevará usted mi carta?
—¡Oh, sí, descuide usted! La recibirá dentro de una hora.
Martín se despidió dejando al abate en singular batalla con una mancha de mala calidad que había aparecido en el cuello de su casaca y en sitio donde no podía ser cubierta por el coleto. Sin pérdida de tiempo, y muy seguro de que la carta llegaría a su destino, se dirigió a San Francisco el Grande, ansioso de ver a su amigo fray Jerónimo de Matamala. Hubo de esperar un poco, porque el buen regular estaba diciendo su Misa; pero el Oficio no duró gran rato, y apenas dejó aquél los paños ornamentales, cuando apareció en el claustro, donde Martín le aguardaba contemplando las pinturas de ascetas y mártires que cubrían las paredes de aquel santo recinto.
—¡Martín, querido Martín! —exclamó fray Jerónimo abrazándole—; ven, sube conmigo y hablaremos con más libertad en mi celda.
Subieron, y sentados junto a una mesa de pino que sostenía dos grandes cangilones de chocolate, rodeados de su corte de bollos y bizcochos, comenzaron a matar el hambre y a hablar de esta manera: