II
Antes de seguir adelante conviene hacer mención de algo que pasó en elevados círculos de la ciudad toledana. D. Juan de Escoiquiz no había podido convencer a sus colegas en conspiración que no importaba gran cosa el giro que quería dar al movimiento su principal impulsor. Desde la mañana de aquel día muchos señores capitulares, regulares y parroquiales se habían mostrado algo fríos en el entusiasmo que desde el principio les causaron las noticias de los acertados trabajos de organización que había llevado a cabo Martín. La mayor parte esperaban con ansia; pero algunos comprendían la tormenta que se les venía encima, y formaron propósito de evitarla. El brigadier Deza, que desempeñaba el papel correspondiente a la envidia de todos los asuntos de aquella índole, atizaba con sorda actividad esta insubordinación.
Llegada la noche, ya D. Juan Escoiquiz no pudo contener aquella tendencia díscola, nacida precisamente en lo que podría llamarse la aristocracia de la conspiración; y en los momentos en que se celebraba la junta de que hemos dado cuenta, zumbaba la tormenta contrarrevolucionaria en la habitación de un señor capellán de Reyes Nuevos, que había convocado, para tratar de aquel grave asunto, a varios dominicos, mínimos y agustinos de los muchos que hormigueaban en aquella ciudad plagada de conventos.
—Estamos perdidos —decía uno.
—Nos van a asesinar como si fuéramos perros herejes —clamaba otro.
—¡Con qué gente nos hemos metido!
—Es preciso defenderse.
En efecto; algunos de aquellos señores, los unos disfrazados de seglares, los otros con sus hábitos, se desparramaron por la ciudad con ánimo de prevenir a los hombres del pueblo que les eran adictos y que pertenecían a la formidable infantería de los doscientos.
—¡Qué timidez, santo Dios! —decía Escoiquiz al volver de su excursión al local de la Junta—. Déjenles que hagan lo que quieran. Caiga el Guardia, y después allá veremos.
—Sí; pero que no caigamos nosotros con él —indicó con ira el padre definidor del Santo Oficio—. Vea usted lo que me dice hoy mismo el ilustre Corchón. Dice que ese hombre nos va a perder sin remedio; que es un francmasón, un hereje, un blasfemo y feroz.
—Tiemblo, en verdad, por la vida de tanto pobre fraile inocente —exclamó con compungida voz el padre provincial de franciscanos, que era un viejecillo hipócrita y zalamero.
—Esta disensión de última hora —gritó D. Juan con energía— nos ha de perder. ¡Y todo que estaba preparado a pedir de boca! Señores, por todos los santos, dejad hacer; no impidáis el movimiento de esta noche. Ya han partido los correos a las provincias. Si esta noche no hacemos nada, renunciemos a echar por tierra al de la Paz. Los momentos son decisivos.
—Lo haremos, sí; pero quitando antes de en medio a ese endiablado Muriel.
—Eso de ninguna manera. Él lo ha organizado todo; él solo puede hacerlo. Reconozcamos que somos todos unos cobardes, incapaces de exponer la vida.
—Ahora se trata de salvarla.
—Es preciso que muera ese bandido.
—Mañana, mañana.
—No; esta noche, ahora mismo.
La disensión iba en aumento, y aunque los más se inclinaban aún del lado de Martín y de Escoiquiz, el ardor de la parte levantisca, que se creía comprometida y en gran peligro a causa de las nuevas tendencias del movimiento, podía inutilizar en un instante los trabajos de tantos años y perder aquella admirable ocasión que rara vez se volvería a presentar.