I
Susana no había podido, a pesar de su carácter dominador y absorbente, trocar las antiguas, venerandas e invariables prácticas de la casa en que vivía, que era la de su tío D. Miguel de Cárdenas y Ossorio. Conspiró la joven mucho tiempo para hacer variar las horas de comer y las del Rosario, lo mismo que para destruir ciertas preocupaciones y rancias costumbres que, según ella decía, quitaban todo su brillo a los saraos. Consistían estas antiguallas en no dar al uso de las bujías la importancia que merecía, prefiriendo los viejos hachones de cera y resistiéndose a trocar las lámparas históricas por los modernos y recién propagados quinqués. También había hecho esfuerzos para poner en la sala algunas cornucopias que cubrieran las vergonzantes fealdades de unos tapices que habían presenciado el paso de diez generaciones, y asimismo quiso substituir el clave imperfecto y discordante que sus antepasados adquirieron en tiempo de Juan Bautista Lulli, cuando menos por un forte—piano, admirable en las labores de la caja, encantador en sus sonidos, joya instrumental y artística digna de las manos y del espíritu de Beethoven. En esto triunfó Susana, mas no en relegar la guitarra a completo olvido, como pretendía, llevada de su amor a la etiqueta. La guitarra siguió animando con sus rasgueos picantes y su dulce somnolencia las tertulias de la casa, donde se bostezaba de lo lindo, a causa de no poderse dar entrada franca a elementos de distracción.
Los dueños tenían en esto un rigor extremo, y el estrado de tan veneranda mansión no se abría sino a personas incurablemente serias, a damas de la estofa cancilleresca de doña Antonia de Gibraleón y a señores procedentes del Consejo y Cámara de Castilla, de la Sala de Alcaldes de Casa y Corte, de la Contaduría de Penas de Cámara, del Consejo de Ordenes o de las Indias, de la Rota o de cualquiera de aquellos panteones administrativos que hacían las delicias del siglo XVIII. Por las noches, al ver entrar con solemne y acompasado andar aquellas estiradas figuras, cuyos semblantes parecían más graves sombreados por las alas de pichón de sus disformes pelucas, un observador de nuestra época hubiera creído asistir al desfile del Estado en el antiguo régimen. La conversación correspondía a los personajes, y aunque las damas, a excepción de la Diplomática, se aburrían bastante, ellos pasaban tan entretenidos las largas horas de la tertulia, que, al llegar las diez, hora de romper filas, exclamaban a una voz: «¡Qué temprano!», si bien la costumbre era más poderosa que nada, y envolviéndose en sus capas salían, precedidos del paje y la linterna, en dirección a sus casas.
No se permitía más desahogo literario que alguna lucubración pastoril de Pepita Sanahuja, considerada como verdadero portento de precocidad y de ingenio. De entremeses ni representaciones no había que hablar, porque tal cosa no era consentida en tan augustos recintos, y sólo alguna canción, acompañada al clave o a la guitarra, podía tolerarse, con previa censura y después de ser amonestado el Orfeo para hacerlo en voz baja y con muy recatados ademanes. En el ramo de refrescos la sobriedad era tal como correspondía a estómagos que por su edad no debían ser cargados con excesivo material, y, por tanto, el bolsillo del Sr. Enríquez de Cárdenas no sufría grandes expoliaciones con esta partida del presupuesto señoril. No se escatimaba el chocolate ni los azucarillos, pero si se quería pasar de ahí, si se le antojaba a cualquier estómago el recreo de alguna magra o de algún pastel substancioso, los Enríquez de Cárdenas no tenían nada de Lúculos y cerraban las despensas con cien llaves. Verdad es que los tertulianos eran tan sobrios como los amos de la casa, y ninguno se hubiera permitido desordenados apetitos.
Uno de los principales y más asiduos sostenedores de la tertulia era el doctor Albarado y Gibraleón, hermano de la señora, persona de ilimitada bondad, y tan discreto y sensible a la vez, que su cargo de inquisidor general era en él un horroroso contrasentido. Su amor por Susana, a quien había mimado desde niña con la flaqueza y cariño paternal de un abuelo, era delirio. Persona grave y de austeras costumbres, el doctor tenía, especialmente con su idolatrada Susanilla, todas las expansiones de la más franca y generosa confianza. Cuanto la joven decía, él lo encontraba bien; sus rasgos de soberbia le encantaban, y en su presencia era preciso tenerla contenta so pena de incurrir en el desagrado del señor Inquisidor general. Ella, por su parte, si con alguien era condescendiente y suave, era con el abuelo, como le llamaba de ordinario, y en la tertulia las gracias de uno, las mimosas respuestas de la otra, eran lo único que por lo general desentonaban la soporífera armonía de la conversación.
Hemos creído necesario dar esta breve noticia de la vida interior de la casa antes de referir los singulares e imprevistos acontecimientos que van a resultar de la entrevista de Muriel con Susanita, determinación que tomó el joven al fin, después de meditarlo mucho, y calurosamente incitado a ello por D. Buenaventura Rotondo.